LUCILIA CORRÊA DE OLIVEIRA – Suave crepúsculo de una larga y hermosa vida

Publicado el 04/19/2019

Doña Lucilia lanzó sobre su extenso pasado una mirada llena de dulzura, calma, bondad. Vivió, sufrió, luchó contra las adversidades sin guardar resentimientos, ni acidez. Su muerte marcó el fin y el ápice de una serena ascensión en línea recta.

 


 

La Providencia había reservado para los últimos meses de vida de Dña. Lucilia la prueba más dura de su existencia. La ancianidad había acrisolado su caridad y la resignación había llegado en su alma a un clímax sublime. Estaba a cinco meses de su juicio particular. A esas alturas Dña. Lucilia tuvo una clara noción, por su aguda intuición materna, de que algo muy grave le estaba pasando a su “hijo muy querido de su corazón”, a pesar de que familiares y amigos le ocultaban la terrible crisis de diabetes que el Dr. Plinio padecía desde finales de 1967.

 

Lucilia Corrêa de Oliveira en la década de 1960

Esto le obligó a permanecer un largo período de convalecencia encerrado entre las paredes de su casa. Entonces empezó a recibir enseguida un inusitado número de visitas de discípulos y amigos. De modo que la dolencia física sufrida por él dio motivo a que Dña. Lucilia fuera conocida más de cerca y, por qué no decirlo, admirada.

 

Trato ameno e impregnado de bondad

 

Quien tuvo la felicidad de frecuentar su residencia, conviviendo con Dña. Lucilia durante los últimos meses de su existencia terrena, pudo evaluar bien el alto grado de consideración, gentileza y estima inherentes a su noble trato, incluso en sus más simples expresiones. De índole respetuosa y afectiva, era maestra en el difícil arte de dirigirse a los otros con afable dignidad, de manera que se sintieran siempre a gusto.

 

Un sobrenatural sentido de la compasión hacía que le causara gran sufrimiento ver a alguien entristecido o atribulado, aunque se tratara de un desconocido. Y era admirable el esmero con que intentaba aplicar enseguida el lenitivo de la palabra justa, de la fórmula adecuada, del buen consejo ante una situación difícil, del consuelo para el dolor, de la limosna frente a la necesidad.

 

Para Dña. Lucilia la felicidad del prójimo era la suya… Su alma se movía por el deseo de contentar a cada uno, y de ahí su gran pesar cuando no podía hacerlo. Era el afecto de un corazón total y esencialmente católico. La alegría de su alma consistía en querer bien a los otros por amor a Dios y en ser por ellos querida. Sin embargo, cuando su bienquerencia no era correspondida, jamás cedía al menor sentimiento de rencor, pues no tenía en vista ningún beneficio personal o ventaja propia en esa relación mutua.

 

Vista a través de los visillos desgranando las cuentas del Rosario

 

A pesar de su avanzada edad, Dña. Lucilia jamás abandonó el hábito de rezar el Rosario todas las tardes. Realizaba este importante acto de piedad sentada en su silla de ruedas, en el comedor, mientras contemplaba la copa de los árboles de la plaza Buenos Aires y se beneficiaba de los últimos rayos de sol que penetraban por la ventana. Eran bonitos crepúsculos, como difícilmente se dan en la gris megalópolis que es la São Paulo de hoy. Aquellos atardeceres se armonizaban admirablemente con el alma tan brasileña de Dña. Lucilia.

 

Quien tuvo la ventura de observarla a través de las rendijas de los visillos existentes en la puerta de la sala contigua,1 no podía dejar de reconocer en ella un verdadero monumento. No era posible separar la nobleza de la religiosidad en aquella señora de 91 años. Cuando se habla de sus virtudes, se habla necesariamente de nobleza, y viceversa. Por cierto, había en ella algo más que nobleza: Dña. Lucilia poseía un alma augusta.

 

Ella se colocaba en una actitud tan erecta, tan compuesta, y rezaba con tanta piedad y devoción que la escena era conmovedora.

 

A pesar de sentirse indispuesta, un trato impregnado de bondad

 

Hasta donde alcanzaron sus fuerzas, Dña. Lucilia ejerció a la perfección las funciones sociales de un ama de casa. Pudimos observar esto de modo especial cuando ella hacía sus oraciones vespertinas.

 

Al percatarse de la presencia de algún amigo del Dr. Plinio en su casa, se preocupaba por saber de su empleada quién estaría esperando a su hijo.

 

—¡Mirene! ¿Quién está ahí? — preguntaba, enteramente dispuesta a recibir al inesperado visitante.

 

Un bonito hecho, relacionado con ese eximio modo de ser suyo, fue presenciado por cierto joven, y constituye una prueba de la gran virtud de esta insigne dama paulista:

 

Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP – en la década de 1960

“Dña. Lucilia me hizo entrar en el comedor, nada más terminar el piadoso rezo del Rosario, y después de darme las acostumbradas explicaciones del porqué de la tardanza del Dr. Plinio en atenderme, me invitó a sentarme para tomar el té de la tarde en su compañía”.

 

Casi tres horas de conversación pasaron como si fueran minutos. Tres décadas después, ese joven aún recuerda con emoción la extrema gentileza y el envolvente afecto de Dña. Lucilia hacia él en aquella ocasión:

 

“Todo el tiempo procuró entretenerme, discurriendo sobre los temas que más me agradaban, siempre en un clima de serenidad y bienquerencia. Me acuerdo de que salí tan alegre y feliz de aquella conversación que más me parecía haber estado con un ángel que propiamente con una criatura humana. Recibí una tal comunicación de bienestar que llegué a pensar que Dña. Lucilia era una mujer que nunca había sufrido la menor incomodidad en su vida, pues en ningún momento dejó traslucir la más mínima señal de enfado o de cansancio, dispuesta a hacer el bien a mi alma hasta los límites permitidos por el reloj”.

 

Y continuaba su narración, describiendo los juegos de fisonomía de Dña. Lucilia, los pequeños y elegantes gestos, su voz, su mirada, sus manos.

 

Aquel mismo día, después de esa conversación, el Dr. Plinio lo llamó a su despacho para que le pusiera en contacto por teléfono con el médico de Dña. Lucilia. Eran las nueve y media de la noche del sábado.

 

El joven se quedó asombrado al oír que el Dr. Plinio le decía al médico que Dña. Lucilia había pasado todo el día muy indispuesta, y con tal malestar que ciertamente ello le impediría conciliar el sueño. Después de relatarle al clínico todos los síntomas, con pormenores, el Dr. Plinio pidió a su auxiliar que anotara el nombre de la inyección recetada. El mencionado joven, por tener cierto conocimiento del medicamento en cuestión, se dio cuenta de cuál era realmente el estado físico de Dña. Lucilia, quien con tanta normalidad lo había entretenido por tan largo tiempo: “En ella la bondad era una segunda naturaleza. Y ese episodio me dejaba todavía más claro que había pasado la vida haciendo el bien a los demás —pertransiit benefaciendo » (Hch 10, 38).

 

Como no había nadie que pudiera ir a comprar la inyección, él mismo se ofreció para hacerlo. Después, debido a la ausencia del enfermero de guardia, el Dr. Plinio le pidió que se la pusiera, dado que tenía práctica en ello. Ocurrió entonces otro hecho que marcó la historia de este feliz joven; al entrar en el cuarto de Dña. Lucilia, se tomó de encanto y de emoción al verla tan dignamente recostada en la cama y así lo narra:

 

“—Dña. Lucilia, estoy aquí para ponerle una inyección que le ha recetado su médico —le dije al saludarla.

 

“Era extraordinaria la instintiva preocupación de Dña. Lucilia hacia los otros, aunque estuviera sintiéndose indispuesta, como en aquella circunstancia. A parte del momentáneo trastorno por el cual estaba pasando, se encontraba a muy pocos meses de la muerte y, no obstante, su atención se volvía hacia los demás.

 

“En aquel ambiente de compostura y recato, a la luz de una lámpara de mesa, su primera actitud fue la de mirarme atentamente y decir:

 

“—¡Vaya, precisamente en una noche de sábado le estoy causando tanta molestia! Perdóneme por estropearle sus planes.

 

“Sin demostrar el menor desagrado al serle aplicada la inyección, que le provocó cierto dolor, dijo a continuación:

 

“—Me ha entristecido mucho haberle fastidiado.

 

“—De ninguna manera, Dña. Lucilia. Al contrario, soy yo quien me entristezco al verla sufrir con esta inyección.

 

“—En absoluto. Se lo agradezco mucho entonces —concluyó, con su insuperable dulzura de trato”.

 

Este episodio trae una vez más el recuerdo de su límpida mirada. Y también de su sonrisa…

 

El último día de vida, pasado en la calma y en la tranquilidad

 

A pesar de su avanzada edad daba la impresión, por el conjunto de su fisonomía, de que podría vivir aún mucho tiempo, tanto más que era frecuente en su familia la longevidad. Nadie imaginaba que, en breve, partiría de este mundo rumbo a la eternidad.

 

Cerca de un mes antes de su muerte, se produjo un súbito agravamiento de su salud. Habían llegado sus últimos días.

 

“Me acuerdo —cuenta el Dr. Plinio— que el día 20 de abril, víspera de su muerte, noté que estaba mucho peor del corazón y pasé, literalmente, el día entero en su cuarto. Si tenía que salir, volvía enseguida. Estaba tan oprimida por la falta de respiración que no podía conversar, y sentía la agonía, el malestar que la falta de respiración naturalmente trae consigo. Pero permanecía tranquila, serena”.

 

Pedidos de un hijo estremecido

 

Continúa el Dr. Plinio:

 

“Poco antes, le había pedido a Nuestra Señora que tuviera la bondad maternal de hacer que su fallecimiento sobreviniera en el momento que fuera menos doloroso para ella y para mí. Me parecía una petición razonable, que Nuestra Señora tomaría a bien.

 

“Me pregunté cuáles serían las condiciones más favorables para ello. Evidentemente, mi deseo era que su muerte fuera tranquila, serena, con aquella grandeza que en medio de tanta bondad no la abandonó en ningún momento; y con todas las señales de que moría enteramente unida al Sagrado Corazón de Jesús, al Corazón Inmaculado de María y a la Santa Iglesia Católica.

 

“Pedí también que no fuera sobresaltado durante la noche con la noticia de su fallecimiento, sino que el desenlace ocurriera de día, y así no tuviera el terrible choque de ser despertado en plena madrugada por alguien que me dijera:

 

“—Dña. Lucilia se está muriendo…

 

“Sería horroroso. Me gustaría que eso me fuera evitado.

 

“Llegué a expresarle a Nuestra Señora otro deseo más: si muriera por la mañana, desearía que fuera a una hora en la que ya hubiera leído el periódico, porque después de su muerte no tendría fuerzas para ello, y se me podría escapar alguna noticia importante para la causa católica.

 

“Fue exactamente de esta manera como sucedió todo. Cuando terminé la lectura del periódico, entró el enfermero en mi cuarto y me dijo:

 

Lucilia Corrêa de Oliveira fotografiada por

Mons. João Scognamiglio Clá Dias unos días

antes de su muerte

“—Doña Lucilia se está muriendo, venga deprisa.

 

“Meticulosamente, todo lo que pedí se realizó, excepto en un punto: querría haber asistido a los últimos instantes de su vida. Pero hasta en eso Nuestra Señora fue bondadosa, ahorrándome algo que me sería en extremo doloroso. A mi madre la Providencia le pidió una última prueba: la ausencia de su hijo en aquel momento supremo de su vida”.

 

Hasta en la hora extrema, sustentada por la confianza en Dios

 

Concluye el Dr. Plinio:

 

“Ella conservó, en el extremo de la debilidad, la seguridad de tener en orden el espíritu, la inteligencia, una buena conciencia. Se adentró en las sombras de la muerte con toda serenidad…

 

“Hasta sus postreros instantes fue sustentada por la confianza, que hizo que no perdiera la certeza de alcanzar aquello para lo que parecía estar volcada toda su vida: almas que se abrieran a ella y se dejaran envolver totalmente por su bondad.

 

“Un poco de esta luz creció en mi madre, cerca ya de su final, cuando tomó contacto con los numerosos jóvenes que iban a mi casa un tanto para visitarme, y más aún para verla y hablar con ella, especialmente algunos que con ella convivieron más. En esa ocasión irradió, más que en todo su pasado, aquella dulzura y bondad cristianas que desbordaban de su corazón. Fue el ápice.

 

“Durante aquellos días, yo tenía una vaga idea de que ella conversaba con las personas que esperaban para hablar conmigo. No imaginaba, sin embargo, que había sido tan grande el entendimiento entre ella y ellos. La veía entrar en el despacho o en mi cuarto, con la fisonomía animada y alegre, y me preguntaba: ‘¿Por qué será?’. Sólo después de su fallecimiento, hablando con uno y con otro, supe que conversaban con ella, le hacían preguntas, le sacaban fotografías…

 

“Entonces le di gracias a Nuestra Señora, porque sus últimos días estuvieron cercados de un especial cariño, marco inicial de una relación que continuó, después, junto a su sepultura…”.

 

Gloria, luz y alegría

 

Por cierto, aquel 21 de abril de 1968, suave crepúsculo de una larga y hermosa vida, Dña. Lucilia lanzó sobre su extenso pasado una mirada llena de dulzura, calma, bondad, sentido de la observación y de algo de tristeza. Ella lo enfrentó todo. Vivió, sufrió, luchó contra las adversidades sin guardar resentimientos, ni acidez, ni recriminaciones que hacerle a nadie, pero sin transigir ni ceder. Era el fin y el ápice de una serena ascensión en línea recta.

 

Quien la observara en su lecho de muerte tendría la impresión de que, en un nivel propio al ama de casa que ella era, un poco de la gloria celestial iluminaba ya su fisonomía tan afable, tan amable y tan pacífica hasta el fin.

 

Era la tranquilidad de quien se sentía protegida por la Providencia y sabía que sólo le restaba entregar su alma a Dios, junto al cual le estaría reservada esta triple ventura: gloria, luz y alegría. Así, en la mañana del 21 de abril, con los ojos bien abiertos, dándose entera cuenta del solemne momento que se aproximaba, se incorporó un poco, hizo una gran señal de la cruz y, con entera paz de alma y confianza en la misericordia divina, adormeció en el Señor…

 

Beati mortui qui in Domino moriuntur — ¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor!” (Ap 14, 13).

 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de “Doña Lucilia”. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 617-654

 

En la convalecencia de la fuerte crisis de diabetes del Dr. Plinio, en 1967, el autor de estas líneas hizo guardia en su residencia a fin de auxiliarlo en los posibles problemas que surgieran. De modo que tuvo la oportunidad de conocer de cerca a Dña. Lucilia, así como su rutina.

 

 

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