La ley de la obediencia

Publicado el 07/16/2015

 

Obligados a obedecer al Dios Creador de quien recibimos la vida, somos obligados a obedecer todavía más rigurosamente al Dios Redentor que nos libró de la muerte eterna.

 


 

El ejemplo de María Santísima nos induce eficazmente a la humildad y la obediencia

Santa Ana enseñando a la Virgen María a leer, de Murillo – Museo del Prado, Madrid

La obediencia es la ley y la condición esencial de toda criatura. No fuimos creados por nosotros mismos, no tenemos sino una vida prestada, dependiendo en cada instante del Señor de la vida, el cual nos la puede quitar, sin injusticia, y que Él nos dio sin ninguna obligación de Su parte: de ahí se sigue que debemos tener los ojos puestos sin cesar en la voluntad del Señor y las manos preparadas a cumplirla, como el siervo debe estar listo a obedecer a su señor, como la sierva debe estar a disposición de aquella a quien empeñó sus servicios y su tiempo: “Como los ojos de los siervos están fijos en las manos de sus señores, como los hijos de las siervas están fijos en las manos de sus señores, así nuestros ojos están vueltos al Señor, nuestro Dios” (Sl 122, 2). “Criatura independiente” son dos palabras que no pueden ser unidas: toda criatura se debe por entero al Creador, de quien todo lo recibió.

 

Ser de apenas un día, soplo que pasa y no vuelve jamás, flor efímera que de mañana florece y a la noche estará marchita y será aplastada por los pies, la vida no es más que un relámpago entre la cuna y la tumba; y aún dentro de ese momento fugitivo está a merced del menor viento que pasa y a las mil vicisitudes y a innumerables dolores. Nadie puede aumentar su altura ni siquiera la espesura de un pelo, ni prolongar ni por un minuto los momentos de su existencia. Mero átomo perdido dentro de la inmensidad, ¿cómo puede el hombre postrarse de cara al Señor de todas las cosas y decirle, dentro de su orgullo: “Yo no te obedeceré… romperé todas las sujeciones que queríais imponerme, arrojaré lejos de mí vuestro yugo?” ¡Insensato! ¿Será que tu brazo se extiende más lejos que el de Dios? ¿Acaso crees poder impunemente desafiar sus formidables truenos? “¿Tienes un brazo semejante al de Dios, y una voz retumbante como la de Él?” (Jo 40,4).

 

Doble obediencia en cuanto Creador y Redentor

 

Obligados a obedecer al Dios Creador de quien recibimos la vida, somos obligados a obedecer todavía más rigurosamente al Dios Redentor que nos libró de la muerte eterna. El poder que Dios tiene sobre nosotros, por habernos creado, se duplicó, por así decir, después de la Encarnación que nos rescató. Culpable el hombre que se niega, a inclinarse delante de Aquél que hizo los Cielos, todavía más culpable es quien se niega a inclinarse delante de Dios que descendió hasta nosotros, Se revistió de nuestra naturaleza con sus problemas y dolores, y permanece con nosotros hasta la consumación de los siglos para ser nuestro alimento, nuestra fuerza y nuestra consolación.

 

El primero es culpable porque desdeña el derecho, la justicia, el poder. El segundo es más culpable porque menosprecia la ternura y el amor. El primero es ingrato porque ignora el inestimable beneficio de la existencia y de la vida. El segundo es más ingrato porque desconoce el beneficio todavía más inestimable de la gracia y la Redención.

 

Cristo nos rescató con su muerte

 

Si el Dios Creador tiene derecho sobre todo cuanto tenemos y todo cuanto somos, si, como dice San Agustín, Él puede reivindicar nuestro espíritu con Sus pensamientos, nuestro corazón con Sus sentimientos, nuestros cuerpos con Sus poderes, en una palabra, nuestro ser todo entero, pues Él nos hizo por entero, con más derecho todavía el Dios Redentor puede tener las mismas exigencias. No es en vano que Él asumió nuestra humanidad y, muriendo por nosotros en la Cruz, pagó nuestra deuda: Él nos reconcilió con Su Padre, nos devolvió nuestros derechos y la herencia del Cielo y nos libró de la muerte eterna.

 

San Pablo, mostrando a los primeros cristianos la sangre del Calvario, el precio infinito pagado por Su rescate, les hace ver las consecuencias eternas de esa muerte del Hijo de Dios y de esa remisión del género humano: “Ya no os pertenecéis”, les dice. Ya no os pertenecéis más, porque la obra pertenece al obrero, “Rex clamat Domino” (La cosa clama por su dueño). Como obra de Dios, pertenecéis a Dios; pero ahora le pertenecéis a un título todavía mayor, más estricto y más augusto: no sólo como su obra, sino también como Sus esclavos y servidores, rescatados por Él al precio de Sus sufrimientos y de Su muerte (cf. 1 Cor, 6)

 

“Oh mercader caritativo —le dice San Agustín— compradnos. ¿Qué estoy diciendo? ¿Compradnos? Nosotros debemos rendiros gracias, porque nos comprasteis. Vos nos criasteis con el fin de que, gozando de la existencia, fuésemos un himno a Vuestra gloria. Vos nos rescatasteis porque estábamos cautivos bajo el imperio del mal. Nosotros os debemos, por tanto, obediencia y sumisión, no solamente como nuestro Señor, sino también como nuestro Libertador”.

 

Dios es nuestro fin supremo y eterna recompensa

 

En fin, el Dios Creador y Redentor es también nuestro fin supremo. Es para Él que caminamos. Cada día que pasa es un paso más que damos para la muerte y, por consiguiente, para Dios. Ahora, ese Dios hace todo para Sí mismo: “Todo lo hace el Señor para su fin” (Pr 16,4). Él impuso su voluntad y dictó sus leyes y aquellos que fueron encontrados fieles en la obediencia entrarán en la alegría del Señor y poseerán la eterna recompensa: pero los que rebelaron contra el poder y contra el amor, los que no se inclinaron delante del Dios Creador y Redentor, encontrarán entonces un juez inexorable y un castigo eterno.

 

María Santísima, ejemplo de obediencia

 

He aquí razones que nos imponen la obediencia. Pero el ejemplo de María Santísima, hoy, nos induce a ella eficazmente. Veámosla presentarse en el Templo como una más, y, mientras tanto, Ella es una excepción sublime. Veámosla purificarse, ¡Ella, que fue siempre pura y sin mancha! Veámosla obedecer hasta una ley que no la obligaba, con el fin de enseñar a toda la raza cristiana a obedecer las leyes a las cuales no estamos rigurosamente obligados.

 

María Santísima comenzó a practicar la obediencia desde su juventud. La practicó en el momento en que, convirtiéndose en Madre de Dios, se inclinó delante de la palabra del ángel, pronunció su fiat inmortal. Ella practicará la obediencia hasta el fin. Ella la practicará en medio de las humillaciones y abandonos del Calvario. De su alma sumisa siempre se elevará un grito de obediencia y de amor: “¡Oh mi Dios, hágase en mí según tu palabra! Fiat mihi secundum verbum tuum”.

 

Sepamos nosotros también, a ejemplo de María Santísima, practicar siempre la obediencia y la sumisión. Nosotros somos los hijos de Aquél que fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Nosotros somos parte de Su Iglesia. Ahora, está escrito que la sociedad de los justos es sólo obediencia y amor: “Los hijos de la sabiduría forman la asamblea de los justos y el pueblo que componen es, todo él, obediencia y amor”

(Eclo 3, 1).

 

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