Pobreza para los hombres, riqueza para Dios

Publicado el 10/03/2014

 

He aquí una de las maravillas para ser admiradas en Asís: extremos opuestos que no entran en conflicto, sino que se equilibran de forma prodigiosa.

 


 

Cuando recorremos el Viejo Continente a menudo nos encontramos con lugares intensamente marcados por las virtudes de la gente que vivió allí. En ellos hay un aroma imponderable de santidad que da al ambiente una cierta unción, un aire de sobrenatural que se irradia incluso por la naturaleza. Un paradigma de ello es Asís, indeleblemente ligada a su hijo más ilustre: San Francisco.

 

Aún hoy el sitio invita a imaginar al Poverello paseando por los apacibles campos de los alrededores, encantándose con las bellezas naturales y, a partir de ellas, componiendo su Cántico de las Criaturas, en el desapego completo de los bienes de este mundo: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3).

 

Como punto culminante de esa ciudad santuario, en lo alto de la colina del Paraíso (Collis Paradisi), se eleva la imponente basílica que alberga su sepultura y refleja el espíritu de ese varón de sobrio aspecto, inflamado de celo por la Sagrada Eucaristía.

 

Como su alma, el edificio es austero por fuera, pero por dentro es esplendoroso. En medio de la euforia de colores y luces que entran tamizados por magníficos vitrales, sus arcos góticos y su majestad apuntan hacia lo alto y conducen al visitante que tiene la gracia de estar allí a una actitud de admiración y adoración “al que está sentado en el trono y al Cordero”, que debe recibir “la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Ap 5, 13).

 

Las paredes del templo, repletas de encantadores frescos, registran numerosos hechos de la vida del que, a pesar de no haberse considerado merecedor de la dignidad sacerdotal, exhortaba al amor y a la veneración al Sacramento del Altar. San Francisco, cuando predicaba la pobreza a los hombres, deseaba para el culto toda riqueza y grandiosidad.

 

Da la impresión de que el esplendor del templo atiende los ruegos del santo fundador a sus hijos espirituales: “suplicad a los clérigos que honren sobre todas las cosas al Santísimo Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor […]. Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar, todo lo que pertenece al Sacrificio, que lo tengan como cosas preciosas. Y si, en alguna parte, el Santísimo Cuerpo del Señor estuviera abandonado con mucha pobreza, que lo pongan, como manda la Iglesia, en un lugar precioso y bien guardado”.1

 

“He aquí una de las maravillas para ser admiradas en Asís: extremos opuestos que nacen de las ramas benditas de la Iglesia, que no entran en conflicto, sino que se equilibran de forma prodigiosa, manifestando, a través de los fulgores del alma de un santo, algunas de las infinitas perfecciones del Creador”.2 ?

 


 

1 SAN FRANCISCO DE ASÍS. Primeira
Carta aos Custódios, n.os 2-4. In:
Escritos. Braga: Franciscana, 2001,
pp. 100-101.

2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio.
Cintilações da alma franciscana. In:
Dr. Plinio. São Paulo. Año III. N.º 31
(Octubre, 2000); p. 34.

 

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