Semana Santa

Publicado el 03/26/2018

Especial Semana Santa

Especial de Semana Santa

 

La Semana Santa es la conmemoración anual cristiana de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret. Por ello, es un período de intensa actividad litúrgica dentro de las diversas confesiones cristianas. Da comienzo el Domingo de Ramos y finaliza el Domingo de Resurrección, aunque su celebración suele iniciarse en varios lugares el viernes anterior (Viernes de Dolores) y se considera parte de la misma el Domingo de Resurrección. La fecha de la celebración es variable (entre marzo y abril según el año). La Semana Santa va precedida por la Cuaresma, que finaliza en la Semana de Pasión donde se celebra la eucaristía en el Jueves Santo, se conmemora la Crucifixión de Jesús el Viernes Santo y la Resurrección en la Vigilia Pascual durante la noche del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.

 

Las Reliquias de la Pasión

 

Clavos, lanza, corona de espinas… ¿Dónde están esos preciosos recuerdos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo? A través de estas páginas, hagamos una devota “peregrinación” a la Ciudad Eterna.

 

Roberto Kasuo

 

Todas las reliquias de Jesucristo, hasta los más simples objetos, impresionan y conmueven el alma cristiana, infunden profundo respeto y, al mismo tiempo, causan una intensa atracción. La sed de lo divino, inherente a todo hombre, se siente 01.JPGatendida en parte al contemplar cualquiera de ellas.

 

De esas inapreciables reliquias, el Santo Sudario de Turín es quizá la más conocida, debido a los reiterados intentos de negar su autenticidad; dicho sea de paso, intentos frustrados por rigurosas pruebas científicas. Todo ello fue informado por la prensa mundial, y pertenece al dominio público.

 

Las pruebas científicas, claro está, tienen su valor. Pero el hombre de corazón recto, al mirar el Santo Sudario, halla una prueba incalculablemente más valiosa de su autenticidad. ¿Qué pintor sería capaz de imaginar, de “crear” esa fisonomía? Tanta grandeza y serenidad en ese rostro, tanto perdón y tanta censura en esos ojos cerrados, no están al alcance de la inventiva de hombre alguno. ¡Se mira y se cree! ¡Es la faz de Jesús!

 

Escalera Santa

 

No obstante, mucho menos conocidas son las otras preciosas reliquias del Divino Maestro que un peregrino puede encontrar en Roma. En ese sentido, la Ciudad Eterna es un verdadero joyero.

 

A corta distancia de la magnífica Basílica de San Juan de Letrán, el fiel podrá subir de rodillas, devotamente, los peldaños de la Escalera Santa, llevada desde Jerusalén a Roma. Se trata de la escalera del Palacio de Poncio Pilato, por la que subió Jesús cuando fue presentado a la turba rugiente después de la Flagelación — el “Ecce Hommo”—. Incluso están señalados tres puntos donde se ve la marca de la divina sangre sobre el mármol blanco de los peldaños, ahora cubiertos de madera.

 

¿Cómo no conmoverse al imaginar al Hombre-Dios, todo llagado, subiendo por ella? A lo largo de los siglos, generaciones y generaciones de fieles maravillados han subido de rodillas esos 28 peldaños, pidiendo perdón por sus propios pecados, u ofreciendo un acto de reparación al Divino Redentor.

 

Iglesia de la “Santa Cruz de Jerusalén”

 

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Escalera Santa

Saliendo de la Scala Santa , el peregrino puede dirigirse a una iglesia próxima, la de la Santa Cruz de Jerusalén, hecha construir en Roma por la madre del emperador Constantino, Santa Elena, para acoger las reliquias de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo que ella había traído de Tierra Santa.

 

En una pequeña capilla al fondo de la iglesia se exponen esas preciosas reliquias. Se trata de:

 

Una parte de la Santa Cruz

 

Santa Elena partió a Tierra Santa con la piadosa intención de encontrar la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Le informaron que probablemente estaría en el lugar del Santo Sepulcro, pues los romanos tenían la costumbre de enterrar junto al cuerpo de los condenados, los instrumentos utilizados en el suplicio.

 

Para impedir la devoción de los primeros cristianos, el Santo Sepulcro había sido cubierto de escombros, construyéndose a su lado un templo para Venus y una estatua para Júpiter!

 

Por orden de Santa Elena, ese templo fue destruido y la estatua hecha pedazos. En seguida, dieron comienzo las excavaciones. El día 3 de mayo de 326 fueron encontradas tres cruces en el lugar. Todo indicaba que eran la de Nuestro Redentor y las de los dos ladrones. Pero, ¿cómo saber cuál era la de Jesús?

 

Frente a esa perplejidad, al obispo San Macario se le ocurrió una solución: pidió que una mujer muy enferma fuera tocada con cada una de ellas, convencido de que la Providencia se manifestaría para revelar la Santa Cruz. Al contacto con la primera y la segunda no sucedió nada. Pero cuando fue tocada con la tercera, la agonizante inmediatamente recobró su salud. No quedaban dudas.

 

Jubilosa, la Emperatriz hizo erigir en el lugar la grandiosa Basílica de la Santa Cruz, llamada también iglesia del Santo Sepulcro o de la Resurrección, donde quedó guardada la parte principal de la Cruz.

 

Otra parte fue enviada a Constantinopla, donde Constantino la recibió con gran devoción. Lleno de respeto hacia la reliquia, el monarca prohibió desde entonces el suplicio de la crucifixión en todo el Imperio Romano.

 

“Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén”. En ella, se encuentra un precioso relicario, donde se conserva un fragmento de la columna de la flagelación, uno de los clavos, el dedo de Santo Tomás, una parte de la Santa Cruz, una espina de la corona y la tablilla con la inscripción INRJ.

 

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“Iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén” En ella, en un valiosísimo relicario, se conservan, un fragmento de la columna de la flagelación, uno de los clavos, un dedo de Santo Tomás, una parte de la Santa Cruz, una espina de la corona y la tabla INRI.  

La madre del Emperador llevó lo restante a Roma. Un importante fragmento se venera hasta hoy en la mencionada “iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén”, y otro en la Basílica de San Pedro.

 

Un Clavo

 

Fueron encontrados en el mismo sitio los clavos usados para clavar en la Cruz al Divino Redentor. El Emperador Constantino incrustó uno de ellos en una rica diadema de perlas, que usaba en ocasiones solemnes. En el 550, los demás fueron llevados a Roma por el futuro Papa San Gregorio Magno. Uno de ellos se venera en el joyero de la “iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén”.

 

El letrero INRI

 

En ese mismo joyero el peregrino podrá contemplar la tablilla con la inscripción “Jesús Nazareno Rey de los judíos” —en hebreo, griego y latín— mandada a colocar en la Cruz del Salvador por Pilatos.

 

Una espina de la Corona

 

Al contrario de lo que se suele creer, la Corona de Espinas de Nuestro Señor no tenía la forma de una diadema, sino la de una especie de gorro con 21 cm de diámetro, que cubría toda la cabeza. Está hecha con ramas de largas espinas trenzadas. Después de ponerla en la adorable frente de Jesús, los verdugos la golpearon para provocar grandes heridas, como se pueden comprobar por las manchas de sangre en el Santo Sudario.

 

La Corona permaneció en la Basílica del Monte Sión, en Jerusalén, hasta 1053, cuando fue llevada a Constantinopla. En 1238, el Emperador Balduino II la empeñó —junto con la punta de la lanza de Longinos— a raíz de un préstamo contraído con bancos de Venecia. De común acuerdo con ese Emperador, San Luis IX, Rey de Francia, rescató la deuda y recibió en su país las dos preciosas reliquias, con todas las muestras de veneración. El mismo rey, la reina madre, innumerables prelados y príncipes fueron a su encuentro cerca de la ciudad de Sens. San Luis y su hermano, Roberto d'Artois, las llevaron descalzos hasta la Catedral de San Esteban, en esa ciudad.

 

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Reliquias de la Pasión que se encuentran en la “Iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén”.

 

Deseoso de albergar en un lugar digno reliquias tan inestimables, el Rey santo hizo construir en París una verdadera joya de la arquitectura gótica: la Sainte Chapelle (Capilla Santa), una maravillosa iglesia de vidrieras que deslumbra a todo el que tenga la dicha de conocerla.

 

Actualmente, la Corona de Espinas está en los Tesoros de la Catedral de Notre Dame de París.

 

En Roma se encuentra tan sólo una de esas Espinas.

 

El dedo de Santo Tomás

 

Curiosamente, entre las reliquias del mismo joyero está… el dedo de Santo Tomás, el apóstol incrédulo, que tras la Resurrección tocó la llaga del costado del Divino Redentor.

 

La Columna de la Flagelación

 

Desde el portal de Santa María la Mayor puede avistarse la Iglesia de Santa Práxedes. De sencilla apariencia, ¿qué contendrá?

 

Por un corredor se llega hasta una pequeña capilla. Ahí, en un fanal bien iluminado, se expone la Columna de la Flagelación. Resulta impresionante. Su simplicidad es elocuente. Sin ornato alguno, conmueve profundamente.

 

Tiene sólo 50 cm de altura, 32 cm de ancho en su base y 20 cm en el tope, donde hay una argolla de hierro en que se ataba al que recibiría suplicio. Está hecha en mármol blanco con gruesos granos negros.

 

En el Santo Sudario de Turín se cuentan las marcas de más de cien golpes de azote recibidos por Nuestro Señor.

 

La Columna de la Flagelación fue llevada a Roma en 1213, en los tiempos del Papa Inocencio III.

 

El asta de la Santa Lanza

 

Descubierta en el Santo Sepulcro, la Lanza con que el centurión Longinos atravesó el costado del Señor fue llevada desde Jerusalén a Antioquía. Ante la inminente invasión de los moros, manos piadosas la enterraron detrás del altar de la Iglesia de San Pedro. Durante la Primera Cruzada, en 1097, los cristianos fueron peligrosamente sitiados en dicha ciudad.

 

Entonces, un monje que había tenido una revelación sobrenatural, indicó el lugar donde se hallaba enterrada. Su descubrimiento despertó el entusiasmo y dio nuevos bríos a los cruzados, que derrotaron en seguida a los sarracenos.

 

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Columna de la Flagelación.

 

Ya vimos antes que la punta de la Sagrada Lanza fue llevada a París y depositada en la Sainte Chapelle con la Corona de Espinas. Infelizmente, esa preciosa reliquia desapareció durante la Revolución Francesa.

 

El asta permaneció en Constantinopla, incluso después que los turcos tomaran la ciudad. En 1492, el sultán Bajazet se la envió al Papa Inocencio VIII, aclarando que la punta se encontraba en poder del rey de Francia.

 

Dicha asta se venera en la Basílica de San Pedro, al lado de una estatua de San Longinos, el centurión mártir.

 

La benéfica cercanía de lo sobrenatural

 

La impresión de proximidad de lo sobrenatural, del amor de un Dios que se encarnó y sufrió lo inimaginable para salvarnos, impregna y perfuma el alma del fiel que contempla contrito cada una de las reliquias de nuestro Divino Redentor.

 

Terminada esta “peregrinación” por las reliquias de Jesús, nos queda una valiosa conclusión en el alma. A veces nos asalta la sensación de que Dios está distante, poco accesible a nuestros pedidos u oraciones. ¡Nada más falso y pernicioso para la vida espiritual! Dios está próximo a nosotros y escucha nuestras súplicas como si fueran las de un hijo único, extremadamente amado.

 

(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2004, n. 27, p. 34 a 37)

 

Jesucristo y la aflicción: de esta unión nació la Iglesia

 

¿Qué papel cumple el dolor en la vida humana? ¿Ha de ser querido o repudiado? ¿Es inevitable? Asuntos como éstos poblaban la mente del célebre escritor católico Joris- Karl Huysmans (1848- 1907) cuando escribía una de sus grandes obras, “L'Oblat”, de la que transcribimos el siguiente fragmento .

 

 

Para intentar comprender la razón de ser de esta terrible benefactora, sería preciso remontarse hasta la primera edad del mundo, entrar a ese Edén donde, nada más Adán conoció el pecado, surgió la aflicción, el dolor. Fue la obra primogénita del hombre, que desde entonces lo persigue en la tierra e incluso más allá de la tumba, hasta el umbral de Paraíso.

 

Fue la hija expiatoria de la desobediencia, a la que el bautismo, que borra el pecado original, no extinguió. Al agua del sacramento ella añadió el agua de las lágrimas, y limpió las almas tanto como pudo con las dos sustancias tomadas del cuerpo del hombre: el agua y la sangre.

 

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¿Qué papel cumple el dolor en la vida humana? ¿Ha de ser querido o repudiado? ¿Es inevitable? Asuntos como éstos poblaban la mente del célebre escritor católico Joris- Karl Huysmans (1848- 1907) cuando escribía una de sus grandes obras, “L'Oblat”, de la que transcribimos el siguiente fragmento.  

Odiosa para todos y detestada, la aflicción martirizó a las siguientes generaciones. La Antigüedad transmitió de padre a hijo el odio y el miedo a esa comisaria de las obras divinas, a esa torturadora incomprensible para el paganismo, que la consideró una divinidad malévola a quien ni oraciones ni ofrendas podían aplacar.

 

Caminó durante siglos con el peso de la maldición de la humanidad. Cansada de inspirar sólo iras y abucheos en su tarea reparadora, esperó con impaciencia –sí, también ella– la venida del Mesías, que la redimiría de su abominable fama y destruiría el execrable estigma que llevaba consigo.

 

Ella lo esperaba como Redentor, pero también como al Novio destinado desde la caída. Reservaba para él sus violencias amorosas hasta entonces reprimidas, porque en el cumplimiento de su triste y santa misión, sólo podía distribuir tormentos casi intolerables; reducía sus desoladoras caricias a la medida de las personas; no se entregaba por entero a los desesperados que la rechazaban y la injuriaban incluso cuando presentían que solamente los acechaba, sin acercarse demasiado.

 

Fue de hecho una amante magnífica sólo con el Hombre-Dios, cuya capacidad de sufrimiento rebasó cuanto había conocido. Se arrastró hacia él en esa noche espantosa, cuando a solas y abandonado en una gruta asumía los pecados del mundo; y apenas lo abrazó, ella misma se encumbró y se hizo grandiosa.

 

La aflicción era tan terrible, que Cristo desfalleció a su contacto. Para ella, la Agonía fue su noviazgo. Su signo de alianza, como el de cualquier novia, fue un anillo; pero un anillo enorme que sólo mantenía la forma del anillo pues, además de ser un símbolo nupcial, era un emblema de realeza, una corona. Con esta diadema ciñó la cabeza de su Esposo, antes aun que los judíos hubieran trenzando la corona de espinas que ella encomendara, y la frente divina quedó rodeada por un sudor de rubíes y se adornó con una joya de perlas de sangre.

 

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El dolor, temido y odiado por la Antigüedad, fue considerado por el paganismo como una divinidad malévola a la que ni oraciones ni ofrendas podían aplacar (“Muerte de Sócrates”, por David – Metropolitan Museum of Art, New York)

 

Ella lo sació con las únicas caricias de que era capaz, es decir, con tormentos atroces y sobrehumanos. Y como esposa fiel, se aferró a él y no lo abandonó más. María Santísima, Magdalena y las santas mujeres no habían podido seguirlo a todas partes. La aflicción del dolor, sin embargo, lo acompañó al pretorio, con Herodes, con Pilatos. Examinó las correas de cuero de los azotes, corrigió el trenzado de las espinas, afiló el hierro de la lanza, aguzó celosamente la punta de los clavos.

 

Y cuando llegó el momento supremo de las bodas –mientras María, Magdalena y Juan permanecían en llanto al pie de la cruz– ella, como la pobreza que menciona san Francisco de Asís, subió deliberadamente al lecho del patíbulo, y de la unión de estos dos despreciados de la tierra nació la Iglesia. Salió entre borbotones de sangre y agua del corazón herido. Y fue el final. Cristo, habiéndose vuelto impasible, escapaba para siempre de sus abrazos. La aflicción enviudó justo en el momento en que había sido finalmente amada, pero bajaba del Calvario rehabilitada por ese amor, rescatada por esa muerte.

 

Vilipendiada tanto como el Mesías, se había elevado con él y había dominado también al mundo desde lo alto de la Cruz. Su misión quedaba confirmada y ennoblecida. En adelante sería comprensible para los cristianos, sería amada hasta el fin de los tiempos por almas que la llamarían a apresurar la expiación de los pecados propios y ajenos, para amarla en memoria y a imitación de la Pasión de Cristo, nuestro Señor.

 

(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2007, n. 63, p. 36 – 37)

 

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