Al menos tome este recuerdo…

Publicado el 11/28/2016

Agradecida por haber salvado a su hijo, una buena madre dio a un mendigo una Medalla Milagrosa como recuerdo. El vagabundo, aunque poco piadoso, se sintió conmovido por la fe de la mujer.

 


 

Alegres y despreocupados, tanto como se puede ser a los siete años, Pedro y Mauricio volvían del colegio por los caminos rurales del interior de Bélgica, a fines del siglo XIX. Llegados al puente sobre el río Meuse, el mismo que rodeaba su aldea natal, miraron sus imágenes reflejadas en las aguas y empezaron a lanzar algunas piedras, a ver cuál lograba “apuntarle” al otro. Volviendo a caminar, siguieron también con su jugarreta. De pronto, Pedro se acercó demasiado al borde, se desbarrancó y cayó al torrente.

 

–¡Socorro! ¡Socorro!– gritaba Mauricio desde la orilla.

 

–¡Socorro!– clamaba Pedro, que a duras penas mantenía su cabeza fuera del agua.

 

Pero el pueblo aún estaba lejos como para oír sus gritos infantiles. El socorro llegó de donde no se lo esperaban: un mendigo errante que descansaba bajo el puente se lanzó al río sin demora y volvió trayendo al niño sano y salvo.

 

Después de tranquilizar a los dos amiguitos, decidió acompañarlos a la aldea. Grande fue el susto de la madre al ver llegar a su hijo todo mojado, en los brazos de un andrajoso desconocido. Puesta al par de lo ocurrido, abrazó con todo cariño a su hijito y luego se dirigió a su bienhechor:

 

–¿Cómo podré agradecerle, señor? También soy pobre, pero quiero mostrarle mi gratitud.

 

–No se preocupe, señora. Dé las gracias al buen Dios, como decía mi madre, porque hoy estaba descansando bajo ese puente.

 

–Por favor, ¡me gustaría tanto darle algo!

 

–Bueno, ya que insiste, no me vendría mal un plato de comida, pues hace mucho que no pruebo algo caliente.

 

Rebosante de gratitud, preparó el mejor almuerzo que pudo. Cuando el vagabundo, luego de una larga conversación, se preparaba a salir, ella sacó del cuello de su hijo una cadenita plateada con la Medalla Milagrosa y le dijo:

 

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–Señor mío, tome al menos este recuerdo. Estoy segura que fue la Virgen quien dispuso las cosas, porque todos los días le ruego que proteja a mi hijo. Por favor, lleve siempre esta medalla colgada al cuello. Es el mayor bien que puedo hacerle.

 

El andariego poco tenía de piadoso, pero se sintió conmovido ante la fe y el cuidado maternal de esa mujer. Le traía a la memoria el dulce rostro de otra señora, a la que no veía ya hace muchos años, que lo había cargado en brazos cuando era niño y también lo encomendaba diariamente a la Mamita del Cielo…

 

Tomó, pues, la medalla, se la puso al cuello, se despidió y nunca más fue visto en aquella aldea.

 

* * *

 

Pedro creció, y siendo ya un vigoroso joven, sintió el llamado de Jesús para abandonar los bienes de esta tierra y hacerse misionero. Casi 20 años después del episodio narrado más arriba, Pedro se hizo todo un sacerdote, cuyos superiores le encargaron atender a los enfermos pobres en un hospital de las Hermanas de la Caridad, al interior de Francia. Cruzó por primera vez los amenos jardines de la casa religiosa y fue a presentarse a la Madre Superiora, que lo saludó respetuosamente y luego le dijo:

 

–¡Padre, qué providencial es su llegada! Tenemos a un enfermo desahuciado y que corre el riesgo de morir impenitente. Por favor, ¡vea pronto qué puede hacer por él!

 

El joven sacerdote se dirigió a la capilla, rogando a Jesús Eucarístico que le inspirara palabras adecuadas para llegar a ese corazón endurecido. Levantó los ojos a una imagen de la Virgen y le imploró con confianza: “Refugio de los pecadores, ruega por él”.

 

A paso sereno entró en la enfermería, donde el enfermo le dio la peor recepción posible:

 

–¡Fuera de aquí! No quiero saber nada de curas. ¡Usted y sus santos quédense allá afuera! Dispuesto a todo para salvar esa alma, el P. Pedro no se dejó abatir por el rugido de impiedad. Notando que el impío hablaba con un acento poco común en esa región, aprovechó el detalle para entablar una conversación.

 

–¡Oiga, pero si usted no es francés! Parece que fuera… belga, ¿no es así?

 

–Sí. ¿Cómo lo sabe?

 

–Por su acento. ¿Hace cuánto que está aquí?

 

Así fue acercándose a la cama del enfermo. Mostrándole una sonrisa en los labios y un rostro radiante de bondad, prosiguió:

 

–Es que también soy belga, de la región del valle del río Meuse, y jugué mucho a sus orillas. ¿De dónde es usted?

 

El enfermo se mostraba aliviado de poder conversar un poco con un coterráneo. Procurando la máxima amabilidad, el sacerdote llevó la conversación hacia asuntos religiosos y, discretamente, sacó la estola de su maletín.

 

Al verlo, el intratable enfermo lo roció con un nuevo brote de imprecaciones, mientras intentaba incorporarse en su cama. Este movimiento hizo aparecer sobre su pecho desnudo una cadenita plateada, que sostenía una medalla milagrosa. ¡El P. Pedro la reconoció de inmediato! Reprimiendo la fuerte emoción que lo invadía, le preguntó:

 

–Dígame, ¿quién le dio esa medalla?

 

Como respuesta, escuchó del infeliz ateo la historia de cómo se la había regalado 20 años atrás la madre de un niño al que había salvado de las aguas del río Meuse.

 

Sin contener algunos sollozos, le dijo el sacerdote:

 

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–¡Ese niño soy yo! Siempre estuve buscando a ese mendigo, y recé por él todos los días. Desde que soy sacerdote me acuerdo de él en todas mis misas. ¡Y ahora lo encuentro aquí! Fíjese bien, esto es una prueba de cuánto cariño le tiene la Virgen Santa. Así como ella misma lo encaminó a ese puente hace 20 años para que me salvara la vida, ahora me trae a mí hasta acá, como sacerdote de Cristo, para salvar el alma de mi amigo y bien hechor.

 

Tocado por la gracia, el mendigo derramó muchas lágrimas de arrepentimiento. Después de una sincera confesión de toda su larga vida de pecados, recibió la Unción de los Enfermos, después el Santo Viático, y expiró serenamente en la paz del Señor.

 

 

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“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

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