Integridad y desapego frente a invitaciones y amenazas

Publicado el 10/18/2019

Aunque trabajase sin pretenciones, pero con ahínco y eficacia por los intereses de la Iglesia en la Constituyente, el Dr. Plinio fue objeto de boicot y persecución. Sin embargo, a pesar de invitaciones y amenazas, mantuvo siempre íntegra su fidelidad a la Ley de Dios y a la Causa Católica.

 


 

El Dr. Plinio un año antes de su candidatura a diputado

Antes de comenzar el conteo de los votos, me encontré con uno de los candidatos, Azevedo Marques, un señor ya de edad. Se dirigió a mí diciendo:

 

– ¡Oh, aquí está el más votado entre nosotros! El candidato ya elegido.

 

– ¡Bueno, Dr. Azevedo Marques! Elegido está usted, hombre ya conocido e ilustre, y no un novato como yo.

 

– No. Ya tengo informes. Todas la “Hijas de María” del interior de São Paulo votaron por usted.

 

Poco después me vino la confirmación: Yo estaba elegido.

 

Misión que traía una bendición y una maldición

 

Pasaron algunos meses -casi un año- hasta la reunión de la Constituyente, período que aproveché intensamente para leer. Fue en aquel entonces que leí el Tratado de derecho natural de Taparelli d’Azeglio, El Alma de todo apostolado, de Mons. Chautard, y La conjuración anti-Cristiana, de Mons. Delassus.

 

Confieso que el libro clave para mí en ese período no fue solamente el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen de San Luis María Grignion de Montfort, sino también el de Mons. Chautard, pues me sirvió de muralla contra la grande, la tremenda tentación a la que yo podría estar expuesto, que era la del amor propio derivado de la siguiente situación que vivía en ese momento: a los 24 años de edad era el diputado más votado del Brasil; por lo tanto, con toda esa publicidad encima de mí, era una especie de celebridad, y una carrera sin término se abría ya por delante.

 

Congregados marianos de São Paulo reunidos para conmemorar la elección del

Dr. Plinio (destacado en la foto) como diputado, en mayo de 1933

Mons. Chautard ponía los puntos sobre las íes: o el apóstol está completamente libre de amor propio y no busca hacer carrera, sino exclusivamente el servicio de la Iglesia, o sepulta la causa que él pretende servir. De ahí esta conclusión: La victoria de la Iglesia en la Constituyente podía cerrar el período del laicismo, lo que confirmaba de modo espléndido la fuerza del poder de la Iglesia, cuarenta años después de separada del Estado. Esa victoria, en lo que se refería a mí, consistía en que yo no me permitiese un movimiento de vanidad, por pequeño que fuese.

 

La Sra. Doña Lucilia en los días

de la elección de su hijo

Yo debería estar dispuesto, en cualquier momento, a entregar mi cargo, renunciar a mi carrera y volver a ser cero desde que la Causa Católica así lo exigiese. Y para ver las cosas de frente, la verdad es la siguiente: Yo quedaba encargado de hacer un enorme apostolado y esa misión traía consigo, en germen, una bendición y una maldición. Una bendición, si yo fuera enteramente desapegado; una maldición, si me apegara, porque podría echar abajo todo el apostolado.

 

Y comenzaba, entonces, la lucha contra el orgullo, pues si todo ser humano concebido en pecado original tiene impulsos de amor propio, era bien evidente que yo los poseía también. De otra parte, sentía a mi alrededor el coro de la adulación que surgía con la fama de muy buen orador.

 

La Providencia me exigía un desapego durísimo

 

Otra razón más me llevaba a asumir el cargo de diputado con todas mis fuerzas: era muy rentable. Si yo no aceptaba ese cargo caería en la miseria a causa del siguiente hecho ocurrido en ese tiempo.

 

Mi padre era un buen abogado, pero tuvo una industria con la que le fue muy mal y tuvo que cerrar su oficina en São Paulo y litigar al interior del Estado. Pero allí, ya en quiebra, ganaba apenas lo suficiente para mantenerse. Mi madre vivía conmigo y mi hermana en la casa de su madre que no era una señora muy rica, aunque sí algo acomodada. Entonces, cuando mi abuela muriera, mi madre heredaría lo necesario para vivir despreocupadamente. Y para mí eso era suficiente. Después, yo trataría de organizarme; de tal manera que no tendría preocupaciones económicas.

 

Sin embargo, en ese ínterin, uno de los hermanos de mi madre hizo malos negocios y mi abuela hipotecó un edificio suyo que era el grueso de su fortuna. Con la caída de la moneda nacional, la hipoteca se “comió” el edificio entero y el patrimonio se fue a la quiebra.

 

Lo que le quedaba a mi madre como herencia era una insignificancia. Y, por lo tanto, si yo no quedaba de diputado, ella y yo caeríamos en la más negra miseria. Para mí quedaba puesta la alternativa: Hacer carrera, celebridad, dinero, o la miseria. Y una miseria particularmente dolorosa porque no era solamente para mí -ya que un joven se las arregla de algún modo- sino que era la miseria para mi madre.

 

Vista aérea del hotel Gloria – Rio de Janeiro, Brasil

La Providencia exigía de mí un desapego durísimo, porque no era el desapego de un hombre que tiene el piso firme bajo los pies y que desiste de una situación mejor, sino que era aceptar, si fuese necesario, la vergüenza de dejar de ser diputado y sufrir un fracaso, una catástrofe, pasar al grado cero.

 

No se trataba apenas de una batalla interior contra un rugido de la vanidad, sino de un combate contra una cantidad de formas de vanagloria intentando atraparme a todo instante. Una lucha meticulosa, pues percibía, que, si yo le diese la más mínima cuerda a la vanidad, entraba en mi alma el apego, y difícilmente tendría las fuerzas necesarias para enfrentar la hipótesis de una miseria. También yo comprendía que fácilmente podría suceder una crisis política, una revolución o cualquier cosa que de repente me hiciera perder el nombramiento, y tal vez podría recibir un ultimátum: “O usted se vende al adversario, o en la próximas elecciones no saldrá elegido”. Intrigas, etc…

 

Y tenía que tomar, por tanto, la resolución de no ceder.

 

Las primeras perplejidades

 

Recuerdo que lo fuerte de mi preparación para ejercer el cargo de diputado fue esa batalla para conservar el desapego interior, que comenzó a ser puesto a prueba tan pronto llegué a Rio de Janeiro.

 

Mi partida de São Paulo por ser diputado fue muy lisonjera: La estación ferroviaria repleta, aplausos, vivas etc. ¡Un triunfo! Era de noche.

 

Llego a la mañana siguiente a Río de Janeiro, acompañado de mis familiares que habían ido a asistir a mi toma de posesión en la Asamblea Constituyente, y nos dirigimos al Hotel Gloria que, en aquel tiempo, era de gran lujo. Yo siempre pensando conmigo mismo: “¿Usted en este lujo y mañana en la miseria? ¿Soporta venir a menos y ver caer a su madre que ahora está encumbrada y verla después vivir en una casa de un barrio obrero?”

 

Mi respuesta fue: “¡Aguanto! ¡Nuestra Señora, dadme fuerzas! Vamos para adelante”.

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