COMENTARIO AL EVANGELIO – Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús – Amor con amor se paga

Publicado el 06/20/2017

 

– EVANGELIO –

 

25 En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. 26 Sí, Padre, así te ha parecido bien. 27 Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. 28 Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré. 29 Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. 30 Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 25-30).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús – Amor con amor se paga

 

El infinito amor del Padre por nosotros exige una actitud de reciprocidad sólo realizable en la medida en que exista humildad.

 


 

I – El Amor de Dios supera cualquier comparación

 

La Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús es la conmemoración de la misericordia de Dios para con la humanidad, en la que es destacado el Amor, con “A” mayúscula, que procede de un Ser infinito y excelente por esencia, y se desdobla en torrentes de liberalidad sobre sus hijos. Él es quien nos ha amado primero (cf. I Jn 4, 19), es decir, desde toda la eternidad, y de tal manera que nuestra restringida inteligencia no es capaz de comprender. Pero, hasta donde ésta nos permite llegar, hemos de considerar cómo el ilimitado amor de Dios por nosotros produce efectos inimaginables, siendo el principal de ellos la Encarnación del Verbo. Con la intención de hacerse más cercano a los hombres y de redimirlos con el precio de su Sangre, quiso asumir un cuerpo como el nuestro, para así contener en un Corazón humano la inmensidad de su amor divino.

 

El amor hacia un pueblo ingrato, llevado a extremos inimaginables

 

La primera Lectura, del Libro del Deuteronomio (7, 6-11), nos muestra la iniciativa que Dios toma de elegir un pueblo para Sí mismo, que no era el más poderoso, ni el más capacitado, ni el más numeroso, sino el más pequeño de todos, para indicar con ello la eficacia de su amor. En efecto, el Altísimo constituyó esta nación, la preparó, desarrolló y perdonó, soportando sus ofensas e ingratitudes, con el propósito de que de su seno naciese su propio Hijo. Y Él, una vez hecho Hombre, se dejó matar por aquellos a quienes había llamado hermanos. Resulta imposible llevar más lejos esa manifestación de predilección… No obstante, a pesar de tantas infidelidades, el pueblo elegido aún será salvado, en el futuro, y obrará maravillas (cf. Dt 4, 29-31; Rom 11, 16-31), regresando “desde la muerte a la vida” (Rom 11, 15).

 

La calidad de este amor resplandece también en el Salmo Responsorial, cuyos versos cantan: “La misericordia del Señor dura por siempre sobre aquellos que le temen” (Sal 102, 17). O sea, no tuvo principio, ni tendrá fin, siempre y cuando sepamos corresponder a ella. A continuación el autor sagrado enumera la inagotable catarata de beneficios que Dios ha prometido al alma amada. Considerados cada uno de ellos por separado, serían suficientes para alimentar nuestras reflexiones a lo largo de uno o más artículos: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura. El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos; enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 102, 3-4.6-8.10).

 

Y en la segunda Lectura (I Jn 4, 7-16) encontramos una exposición rica y sustanciosa a ese respecto, en la cual San Juan subraya que “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (I Jn 4, 10).

 

A pesar de que las lecturas de esta Solemnidad proceden de distintas plumas inspiradas por el Espíritu Santo, no hay nada como oír la voz del mismo Dios Encarnado, Jesucristo, en el Evangelio sobre esta sublime temática, que deja patente la envergadura de ese amor y cuál debe ser nuestra actitud ante él.

 

II – Dios ama a los humildes

25 En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”.

 

Jesús es verdaderamente Hombre —aunque su personalidad sea divina— y, en cuanto tal, alaba al Padre, como “Señor del Cielo y de la tierra”. Ahora bien, Señor es aquel que tiene el dominio absoluto y hace lo que desea en el universo, porque todo está en sus manos. Ese Señor revela a los pequeños los secretos de su Reino y los oculta a los sabios y entendidos, o sea, a aquellos que se juzgan mucho más capaces de lo que su naturaleza les permite y se atribuyen lo que corresponde sólo a Dios. A éstos los podríamos denominar “teo-cleptos”, ladrones de Dios.

 

¿Quiénes son los “pequeños”?

 

¿Quiénes son los pequeños, según Jesús? No pensemos que se trata de una alusión a los menores de edad, sino a los que, reconociendo su nada, practican la humildad y la mansedumbre. Ambas virtudes están unidas a la virtud cardinal de la templanza y forman parte de ella.

 

La humildad, explica el Doctor Angélico, 2 reprime la presunción de la esperanza para que no aspire a las cosas grandes sin contar con la recta razón, a causa de la “reverencia divina, que hace que el hombre no se atribuya más de lo que le pertenece, según el grado que Dios le ha concedido. De donde se deduce que la humildad lleva consigo principalmente una sujeción del hombre a Dios”. 3 Hacerse pequeño es, pues, tener una noción clara a respecto de su condición, ni disminuida, ni exacerbada, sino equilibrada conforme la realidad, poniéndose en su debido lugar con relación a Dios. Era lo que la gran Santa Teresa de Jesús enseñaba a sus hermanas: “Dios es Suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros; sino la miseria y ser nada”. 4

 

Por otra parte, “es propio de la mansedumbre apaciguar la pasión de la ira”, 5 en conformidad con la recta razón. 6 Oriunda de la templanza, como arriba dijimos, la mansedumbre también nos confiere esa serenidad por la cual no deseamos nada con frenesí, aceptando todo lo que vaya a suceder con resignación, calma y paciencia.

 

El hecho de que únicamente a los mansos y humildes fueran revelados los misterios del Padre, significa una humillación para los “sabios y entendidos”. Tal humillación podemos comprobarla en nuestros días, en los cuales Dios realiza maravillas de la gracia por medio de una generación cuya constitución y capacidad son inferiores a las de quienes la precedieron. A veces observamos a un pequeño, desprovisto de cualquier cultura libresca, que da muestras de tanta profundidad de pensamiento que todos se quedan “asombrados de su talento y de las respuestas que daba” (Lc 2, 47), como ocurrió con el Niño Jesús delante de los doctores del Templo.

 

Santa Teresa del Niño Jesús, por ejemplo, suscitada por la Providencia en tiempos modernos, fundó la “Pequeña Vía” hacia la santidad, con el propósito de que también los débiles pudiesen practicar actos extraordinarios. Decía: “por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. […] quiero buscar la forma de ir al Cielo por un caminito muy recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo. […] Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. […] ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el Cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más”. 7

 

La luz de la sabiduría sólo se da a los humildes

 

He aquí una lección para nosotros: lo que realmente importa es que tengamos luz para entender la acción de Dios en el Cielo y en la tierra, en la naturaleza y en la Historia, y cómo está presente Él en todos los acontecimientos. Sin embargo, esa luz no se le da a todo el mundo; Dios sólo la concede a los humildes.

 

Jesús es el modelo supremo de ese gran misterio, porque al encarnarse, “tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2, 7), “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2, 3) fueron encerrados en su Sacratísimo Corazón. A Él, por lo tanto, que se hizo pequeño por estar unido a una naturaleza inferior a la angélica, le fue confiada esa revelación que los Ángeles, en su conjunto, no conocen.

 

El que se hace pequeño se convierte en amigo de Dios

26 “Sí, Padre, así te ha parecido bien”.

 

Jesús concluye este pensamiento con una breve frase que nos lleva a reflexionar una vez más sobre el valor de la virtud de la humildad. Los pequeños, es decir, aquellos que admiten la disparidad existente entre su frágil naturaleza y la vocación recibida de la Providencia, entre criatura y Creador, entre su contingencia y el Ser necesario, atraen el favor de Dios. Y Él se complace colmándolos de beneficios y asistiéndoles de modo especial. Para realzar mejor su poder, escoge a los más miserables, como le dijo a San Pablo: “la fuerza se realiza en la debilidad” (II Cor 12, 9). Por consiguiente, si alguien se presenta delante de Jesús, como miserable, deficiente y necesitado de ayuda, conmoverá su Corazón. Así pues, hay algo carismático en la humildad que hace con que la persona se convierta en amiga de Dios.

 

En el libro Un llamamiento al amor, Sor Josefa Menéndez, religiosa española fallecida en 1923, narra las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús, entre las cuales encontramos este fragmento: “¿Crees que te elegí por tus virtudes? Sé que no tienes sino miserias y debilidades, […] si hubiera podido encontrar sobre la tierra a una criatura más miserable, sobre ella habría puesto la mirada de mi Amor y, por ella, habría manifestado los deseos de mi Corazón. Pero como no la encontré, te he elegido a ti”. 8

 

El Padre dio a Cristo toda la plenitud de la divinidad

27 “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.

 

Cuando el Divino Redentor en el Evangelio se refiere a Sí mismo, debemos tener en consideración que en Él existe el Hombre nacido en el tiempo, familiar para los que constituían su entorno, y el Hijo eterno, engendrado desde siempre, no creado, consubstancial al Padre. En la presente cita vemos que habla unas veces como Hombre, otras como Dios.

 

Sabemos que uno de los principales misterios de nuestra Fe es la Unidad y la Trinidad de Dios. La teología nos enseña que en Dios hay dos procesiones ad intra: el Padre, al conocerse, engendra al Hijo “por acción intelectual, que es una operación vital”, 9 y de ambos, al amarse eternamente, procede el Espíritu Santo. 10

 

Sin embargo, al enviar a su Hijo a la tierra, el Padre le dio también como Hombre toda la plenitud, conforme la expresión del Apóstol: “en Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2, 9). En Cristo, comenta Santo Tomás, Dios mora “por la asunción o elevación del hombre a la unidad de Persona; de donde todo lo que pertenece al hombre está habitado por Dios; por consiguiente la carne y la mente, porque ambos están unidos al Verbo ‘que se hizo carne’, dice San Juan (Jn 1, 14)”. 11

 

Hay, no obstante, una distancia infinita entre la naturaleza humana de Jesucristo y lo que recibió del Padre, pues mientras que aquella tuvo principio y desarrollo, esto otro que le corresponde es eterno. Desproporción inconmensurable, en la cual se complace, porque es humilde, sabiendo perfectamente que por su mera naturaleza humana es incapaz de realizar lo que puede hacer por su naturaleza divina, es decir, ¡todo! Y esa humildad, no sólo divina —Él es la Humildad— sino también humana, hace con que Él, Hombre, conozca al Padre y el Padre le conozca a Él.

 

El Padre descubre la Revelación a los humildes a través de Jesucristo

 

Ahora bien, a nadie más le sería dado conocer al Padre si el Hijo no se encarnase y lo revelase. Tal ciencia no se encuentra en los libros de las grandes bibliotecas, ni en las páginas de internet… porque Jesucristo la concede tan sólo a quien Él quiere, haciéndole sentir en el fondo de su alma quién es el Padre. Esa comunicación por vía de experiencia mística no se puede traducir en palabras. Por este motivo San Pablo, al volver del tercer Cielo (cf. II Cor 12, 2), no conseguía explicar lo que había oído, pues eran “palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir” (II Cor 12, 4).

 

Ésta es, una vez más, una muestra muy clara de la afirmación de San Juan, en la segunda Lectura: la iniciativa del amor parte de Dios, y es Él quien toma la decisión de revelarlo o no. Así procede con aquellos a quienes confiere una misión profética, como lo fue la de los israelitas, consignada en la lectura del Deuteronomio: “Tú eres un pueblo santo para el Señor, tu Dios; el Señor, tu Dios, te eligió para que seas, entre todos los pueblos de la tierra, el pueblo de su propiedad” (7, 6). Esta vocación la recibieron con vistas al Hijo que se haría Hombre. De la misma forma, después de la Encarnación, todos los bautizados, incumbidos también de un oficio profético, deben actuar siempre en función del Redentor, Jesucristo nuestro Señor. ¿Por qué? Porque habiéndole sido entregado todo por el Padre, Él es el único Mediador que nos lo revela a nosotros.

 

El fruto del pecado es la fatiga espiritual

28 “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré”.

 

Jesús nos invita a que busquemos descanso en Él. Quiere acariciarnos, tratándonos como a un niño en el regazo de su madre, a fin de aliviar el peso de nuestra carga. Para que entendamos el significado de esa figura usada por el Señor, trasladémonos a nuestra vida cotidiana: debido a la naturaleza caída y, en particular, a las condiciones del mundo actual, nos vemos constantemente empujados a hacer nuestra propia voluntad, siguiendo el impulso de nuestros caprichos. Aunque, por lo general, esos deseos se levantan contra la Ley de Dios.

 

El octavo Mandamiento del Decálogo, por ejemplo, nos obliga a ser veraces y a rechazar la mentira, manteniéndonos fieles a la Verdad, que es Dios, y a la verdad de la ley divina grabada en nuestro interior. En algunos casos, sin embargo, la mentira parecería ser la opción más fácil para conseguir lo que queremos, proporcionándonos el sosiego de quien se siente libre de ataduras. Es un engaño del demonio y de nuestras pasiones. Como Eva fue engañada por la serpiente, y después incitada a arrastrar a Adán a pecar, así también satanás nos embauca con el objetivo de arrebatarnos exactamente lo que promete: la libertad y la paz interior.

 

En realidad, tanto la mentira como los demás pecados nos producen un gran cargo de conciencia. Si el camino de la virtud es arduo, mucho más difícil lo es para quien sigue las tortuosas sendas del pecado, porque éste ejerce sobre su corazón una tremenda tiranía. El mismo Jesús advirtió: “todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8, 34). Una vez cometido el primero —si la tentación no se combate con la ayuda de la gracia—, de él derivan caídas peores, según nos muestra la Escritura: “Una sima grita a otra sima” (Sal 41, 8). En efecto, pasado un breve período de remordimiento, de nuevo aquel placer ilícito se presenta con mayor fuerza de persuasión que antes; y dada la sed de lo infinito inherente al ser humano, el transgresor nunca se sacia, al contrario, desearía pecar indefinidamente… Ilustrándolo con otro vicio, imaginemos a un ladrón: después de robar en una, dos o tres ocasiones, acabará con el delirio de querer apoderarse de los bienes ajenos, y si —por absurdo— consiguiese abarcar todo lo que existe en la faz de la tierra, aún codiciaría más.

 

De ese modo, de falta en falta el alma se sobrecarga, se curva bajo el peso de problemas y aflicciones, y la vida se le vuelve amarga. Nada cansa más —con repercusión incluso en la salud física— que el pecado, pues al deleite fugaz que ofrece en el momento de practicarlo, le sigue inmediatamente la frustración y, más tarde, si no hay arrepentimiento, el castigo eterno. A pesar de eso, el hombre, por debilidad, ¡cuántas veces cede a las tendencias que lo inclinan al mal y en ellas busca la felicidad, encontrando apenas el abatimiento y la desilusión!

 

En esas circunstancias, constatando lo irreparable que resulta una falta grave por los méritos de cualquier criatura, el culpado solo hallará descanso al saberse perdonado por Aquel que fue enviado por Dios para quitar todos los pecados del mundo (cf. Jn 1, 29): el Sagrado Corazón de Jesús. Él olvida nuestros errores y no los castiga en la proporción merecida, con frecuencia hasta absolviéndonos de la pena respectiva. Por eso derramó hasta la última gota de su Sangre y murió en la Cruz, a fin de librarnos de la fatiga producida por el pecado, aliviar nuestra conciencia y hacer que recuperásemos la alegría.

 

Un yugo de esclavitud… que vuelve la vida leve

29a “Tomad mi yugo sobre vosotros…”

 

El yugo, como sabemos, es un utensilio de madera empleado para enganchar a los animales, sobre todo los bueyes, al arado o a un carro. No obstante, también posee un carácter figurativo de sujeción a la autoridad, muy usado, por cierto, en el Antiguo Testamento (cf. Jer 27-28). La exhortación para que tomemos sobre nosotros su yugo tiene, por lo tanto, en los labios del Divino Maestro, un sentido muy claro: “Sed mis esclavos”. En aquellos tiempos, ser esclavo significaba abandonarlo todo y entregarse en las manos de un señor con poder absoluto.

 

Ahora bien, al estimularnos a que soportemos un yugo sobre los hombros, Jesucristo no quiere exigirnos el cumplimiento de la Ley, sino que nos invita a abandonar el pecado y sus ilusiones. Desde que reconozcamos nuestras miserias, nos perdona y asume nuestra carga, como diciendo: “¿Acaso mi Sangre vale poco? La di justamente para redimir todas tus transgresiones… ¡Ven a Mí!”. Así, podemos afirmar que su yugo se llama inocencia, amor, obediencia, flexibilidad, desprendimiento, desapego, serenidad, paz y tranquilidad de consciencia. Sí, porque observar sus Mandamientos y abrazar la perfección suscita en el alma un bienestar insuperable. Nada “presta alas tan ligeras al alma, nada la levanta tanto al Cielo como la posesión de la justicia y virtud”. 12

 

Jesús nos proporciona el verdadero descanso

29b “…y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. 30 Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

 

El Corazón de Jesús se presenta como ejemplo de humildad y mansedumbre. Es humilde, y por eso quiso venir al mundo en una gruta y ser recostado en un pesebre, huir a Egipto y después habitar en Nazaret, llevando una vida oculta y sin grandes manifestaciones externas de poder, a pesar de ser Dios.

 

Él es manso y, por lo tanto, la pasión de la ira —ira que bien merecería ser descargada sobre nuestras faltas— está completamente moderada por la razón. 13 Por más ofensas y rebeldías que cometamos contra Él, aún nos busca como a las ovejas descarriadas, sin irritarse, listo para cuidar de nosotros con cariño y afecto. ¡Qué contraste con el cansancio causado por la cólera tonta del hombre con relación a los otros, por la indignación vacía, fruto del amor propio! Esa incontinencia de temperamento, en que el amor a Dios y al prójimo como a sí mismo están ausentes, sólo genera sufrimientos, destroza hasta la salud del cuerpo, pudiendo fácilmente llevarnos a la condenación eterna.

 

La civilización de hoy en día, que trabaja sin descanso en medio a los más variados progresos técnicos, es aquella en la que más se necesitan pastillas para dormir, las cuales, lejos de proporcionar verdadero sosiego, únicamente adormecen la sensibilidad, sin aliviar la agitación interna que sólo la humildad y la mansedumbre logran serenar. El único reposo nos viene de oír en el fondo de nuestra alma la voz de Jesús —lo cual sólo es posible en el equilibrio de la práctica de la virtud— y de someternos a su suave y leve dominio, ¡seguros de que Él nos hará partícipes de su propia felicidad!

 

III – El Amor de Dios se retribuye con humildad

 

Ante la perspectiva desvelada por el Evangelio de hoy, Dios nos invita a que seamos desprendidos de nosotros mismos, adoptando una actitud de humildad delante de Él, a fin de retribuir la insondable caridad que el Padre, con superabundancia divina, derrama sobre cada uno de nosotros a través del Sagrado Corazón de su Hijo.

 

A este amor, quiere que correspondamos —guardadas las debidas proporciones entre Creador y criatura— con el mismo amor. ¿Cómo manifestar, sin embargo, nuestra predilección por Él? ¿Cómo atrevernos a ofrecerle alguna restitución? “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (I Jn 4, 11), “porque de Dios procede el amor” (I Jn 4, 7). De hecho, en el cumplimento de sus Mandamientos es donde daremos pruebas de amarlo de verdad; y la ley esencial es ésta: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como Yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34). ²

 


 

1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.157, a.3; q.161, a.4.

2) Cf. Idem, q.161, a.1.

3) Idem, a.2, ad 3.

4) SANTA TERESA DE JESÚS. Castillo interior. Moradas sextas, c.X, n.7. In: Obras completas. Burgos: El Monte Carmelo, 1917, t.IV, p.171.

5 ) SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q.157, a.1.

6) Cf. Idem, a.2.

7) SANTA TERESA DE LISIEUX. Manuscrito C. O elevador. In: Obras Completas. São Paulo: Paulus, 2002, p.181.

8) MENÉNDEZ, RSCJ, Josefa. Apelo ao Amor. Mensagem do Coração de Jesus ao mundo e sua mensageira. 2.ed. Río de Janeiro: Santa María, 1953, p.393.

9) SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I, q.27, a.2.

10) Cf. Idem, a.3.

11) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Epistolam Sancti Pauli Apostoli ad Colossenses lectura. C.II, lect.2.

12) SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXXVIII, n.3. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ed. Madrid: BAC, 2007, v.I, p.762.

13) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.15, a.9.

 

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