Del Carmelo al Reino de María

Publicado el 07/05/2018

En el ápice de las apariciones en las que la Virgen proclama la efectuación de su realeza, aparece revestida del traje de su más antigua devoción. Realiza de este modo una síntesis entre lo históricamente más remoto, lo más reciente y el futuro glorioso, que es la victoria y el reinado de ese mismo Corazón.

 


 

En su última aparición en Fátima, durante el llamado milagro del sol, la Santísima Virgen le hizo ver a la muchedumbre allí reunida una secuencia de cuadros que representaban los misterios del Rosario; y en cada nueva escena desarrollada en el cielo se mostraba bajo alguno de los títulos con los que habitualmente los fieles la invocan. Así pues, en la visión de los misterios gloriosos, surgía como Nuestra Señora del Carmen, cuya fiesta es celebrada por la Iglesia el 16 de julio.

 

El profeta Elías rezándole a la Santísima Virgen

Monasterio de Nuestra Señora del Monte

Carmelo, Haifa (Israel)

Como todo lo que María Santísima realiza tiene su razón de ser, no cabe duda de que habrá un nexo entre esa manifestación de Nuestra Señora del Carmen, los misterios gloriosos y el mensaje de Fátima que Ella, en esa ocasión, revelaba. Me parece de gran interés, por tanto, que tratemos de profundizar en esa relación, considerando también la especial belleza que encierra.

 

Devotos de la Virgen incluso antes de que naciera

 

El nombre Carmen corresponde al monte Carmelo, localizado en Oriente. Allí, según una tradición muy respetable —y existen bastantes motivos para admitirla como verdadera—, el profeta Elías reunió a un grupo de discípulos y con ellos constituyó la Orden de los Carmelitas, en alabanza a la Virgen Madre que habría de venir, y a la espera de Ella.

 

De modo que la primera veta de devoción a la Virgen, siglos antes de que naciera, fue formada por los hijos del profeta Elías que la estaban esperando. Y San Elías representa el extremo de esa devoción, ya que, como es doctrina corriente de la Iglesia, deberá luchar en el fin del mundo contra el Anticristo, el último enemigo del Señor y de su Madre Santísima. Por consiguiente, Elías constituye una especie de puente entre el inicio y el final de la devoción a María en la Historia de la humanidad.

 

Es de suponer que en sus comienzos tal devoción se desenvolviera y perseverara en medio de todo tipo de dificultades y objeciones: surgía en la época en que el pueblo elegido se iba cerrando cada vez más a su propia misión, a su propio espíritu, y de ahí que viniera a rechazar esa veta carmelita que prenunciaba a la Virgen Madre; como el odio que más adelante los herejes de todos los tiempos le tuvieron a dicha devoción.

 

Probablemente, los ermitaños del monte Carmelo, representantes de las primicias del amor a la Santa Madre de Dios, fueron perseguidos, malquistos, calumniados y silenciados. A pesar de ello, y en la humildad de su situación, preveían la llegada de la Virgen María.

 

Y tenían razón, pues vino. Pero no sólo vino, sino que recibió la glorificación más grande que se le podría atribuir a una mera criatura: se convirtió en la Esposa del divino Espíritu Santo y en Ella se encarnó el Verbo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

 

El honor de rendir culto a la Virgen en carne y hueso

 

Al término de su sublime existencia terrena, María tuvo una muerte extremamente suave: una separación del alma y del cuerpo efectiva y completa, aunque de tal manera delicada que la Iglesia, en su incomparable lenguaje, le da a su fallecimiento el nombre de “dormición”. Poco después, por designio y obra del Señor, la Santísima Virgen resucita y es elevada al Cielo en cuerpo y alma. De esta forma recibía otra glorificación: una resurrección a la manera de la de Jesús y una Asunción también comparable a la Ascensión de su Hijo. Por cierto, en otros tiempos a Nuestra Señora de la Asunción se le llamaba igualmente Nuestra Señora de la Gloria, para expresar el insuperable brillo del que se revistió su ingreso en el Paraíso celestial.

 

Dormición de Nuestra Señora – Basílica

de Santa María la Mayor, Roma.

Ese desenlace de su vida terrenal puede ser considerado como el final de la historia del Carmen del Antiguo Testamento (aunque, rigurosamente hablando, ya se estuviera en el Nuevo Testamento). Aquellos carmelitas tuvieron la alegría y el insigne honor de darle culto a María en carne y hueso, y no a través de imágenes. Nada nos impide presumir que la Virgen subiera al monte Carmelo y allí se pusiera entre sus hijos y devotos, en horas de inefable convivencia. Las hipótesis piadosas, enteramente razonables, que al respecto se pueden hacer son innumerables.

 

Con la Asunción de nuestra Señora y su glorificación en el Cielo, esa etapa de la existencia de la Orden Carmelitana acabó de un modo magnífico, esplendoroso. Quedaba establecida una relación entre el Carmen y la gloria: la devoción perseguida, fiel, profética, lucha hasta el momento en que es confirmada por Dios, y empieza a relucir en lo más alto del Cielo, en la persona de la Virgen Madre.

 

Un tronco seco y viejo, ¿predestinado a desmoronarse?

 

Después, recomienza la historia del Carmen. La Orden, existente tan sólo en Oriente Próximo, se desarrolla un poco, pero da la impresión de que los cristianos de aquella región, en los primeros siglos, no le dieron mucha importancia, privándose de los beneficios que les podría aportar. Esa actitud para con el Carmelo fue una entre tantas infidelidades de la cristiandad oriental, que terminó siendo castigada por las invasiones sarracenas, las cuales, entre otras calamidades, provocaron la fuga de los carmelitas hacia Occidente.

 

Europa, toda católica, llena de fe, emprendía las Cruzadas para la liberación de los Santos Lugares. En ese continente los frailes del Carmen empezaron a vagar, como miembros de una Orden casi desconocida, mal admirada y al borde de la desaparición. La familia religiosa de Elías parecía un tronco seco y viejo, predestinado a desmoronarse hasta llegar a polvo.

 

Frescos del monasterio de Nuestra Señora del

Monte Carmelo, Haifa (Israel)

San Simón Stock recibiendo el escapulario

Era el instante esperado por la Virgen para hacer florecer, en lo alto de la resecada vara, una flor: San Simón Stock. Este inglés de reconocida virtud había sido elegido para ocupar el cargo de general de la Orden. Sin embargo, no ejercía una autoridad efectiva sobre sus súbditos, pues el Carmen aún no poseía una estructura jurídica cohesiva y uniforme, capaz de conservar un espíritu, promoverlo y transmitirlo a la posteridad. [Situación que se prolongaba después de que el Papa Inocencio IV hubiera aprobado la Regla de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, en 1245].

 

La virtud compensaba, no obstante, la falta de autoridad. Rezándole a nuestra Señora con mucho fervor, San Simón le imploraba que no permitiera la desaparición de la Orden del Carmen. En medio de esa aflictiva situación, la Virgen Santísima se le apareció a su buen siervo [en 1251] y le entregó el escapulario, para que fuera usado encima de la ropa.

 

En aquella época los siervos vestían una túnica como traje civil. Sobre ella se ponían otra túnica más corta, que indicaba, por el color y por sus particulares características, la identidad de su señor. El escapulario del Carmen era similar a esa pequeña túnica. Por lo tanto, nuestra Señora le entregaba a San Simón Stock una librea propia para sus siervos, para que la usaran todos los carmelitas, y les prometía: “Los que mueran revestidos con ella, no sufrirán el fuego del infierno”. Quien usa piadosamente el escapulario del Carmen, recibirá la gracia de la perseverancia final.

 

A partir de esa misericordiosa intervención de la Madre de Dios, la Orden Carmelitana refloreció y conoció otros períodos de glorias, acentuando por toda la Iglesia Católica la devoción a la Santísima Virgen. En la sucesión de esplendores iniciada por entonces, nacieron tres soles, para no citar sino a ellos, que han de relucir por siempre en el firmamento de la Iglesia: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Lisieux.

 

En la hora de la desolación y del caos, María se hace presente

 

Retengamos, pues, la grandiosidad de la historia del Carmen: una alternancia de glorias e infortunios conducentes a un adelgazamiento que hace prever su desaparición. Pero sucede una intervención de la Virgen, que salva y da incomparablemente más de lo que antes tenía. La prosperidad en Occidente será mucho mayor que la verificada en Asia.

 

A la par de su insondable bondad, nuestra Señora, al intervenir, mostraba también la confianza que se le debe tener, así como su papel central en las obras que ama de modo especial. Aun cuando éstas lleguen a un punto en el que todo parece perdido, deben esperar el momento que Ella se reserva para actuar. Como decía cierto pensador católico, las grandes intervenciones de la Providencia son precedidas de situaciones dramáticas, de modo a hacer evidente la inutilidad de cualquier socorro humano. Una vez probado el fracaso de los hombres, y en la propia hora de la desolación y del caos, Dios interviene, y la Virgen se hace presente.

 

Santa Teresa de Jesús, a Santa Teresa de Lisieux y a

San Juan de la Cruz acompañados por otros santos carmelitas

Lección de confianza aún más necesaria en vista de lo que ocurrió después: mientras la Orden fundada por San Elías conocía nuevos brillos y nuevas glorias, la cristiandad que la había acogido se volvía presa de un inexorable proceso de ruina, que se aceleraba con el transcurso de los siglos. Hasta que en 1917, en una colina de Fátima, la Virgen censuró la decadencia, recriminó al mundo por el torrente de pecados en que estaba inmerso y anunció los castigos que caerían sobre la humanidad, si ésta no se arrepentía y se enmendaba de sus faltas. Después, expresándose con las famosas palabras que guardamos en nuestras almas, hizo la promesa de su reinado: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.

 

Y aquí volvemos a la consideración de aquel vínculo al cual nos referíamos al principio de este artículo: en el ápice de las apariciones en las que la Virgen proclama la efectuación de su realeza, bajo la forma del triunfo de su Corazón Inmaculado, aparece revestida del traje de su más antigua devoción —la del Carmen. Y, de este modo, realiza una síntesis entre lo históricamente más remoto, lo más reciente —el culto al Inmaculado Corazón de María— y el futuro glorioso, que es la victoria y el reinado de ese mismo Corazón. He aquí varías de las razones por las cuales la fiesta de Nuestra Señora del Carmen nos es muy grata a todos los hijos y devotos de la Santísima Virgen.

 

Extraído de la revista “Dr. Plinio”. Año II. N.º 16 (Julio-1999); pp. 28-31.

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