Los Dolores de Nuestra Señora

Publicado el 04/11/2017

El dolor ante la perspectiva y la realización de la Pasión

 

Cuando la Santísima Virgen recibe la magnífica noticia de que sería la Madre del Verbo encarnado, ¡Podemos imaginar su alegría al adorar a Jesús en el primer momento en que Ella lo concibió por obra del Espíritu Santo! Y también su dolor al pensar que ese Mesías era el hombre sufridor del cual había hablado el profeta Isaías…

 

María de Ágreda1 cuenta que había en la casa de Nazaret un oratorio donde Nuestra Señora encontró varias veces a Jesús arrodillado y sudando sangre, en la previsión de su Pasión y de la ingratitud con que los hombres la recibirían.

 

Ante ese hecho tan verosímil, ¿podemos imaginar a Nuestra Señora viendo a un niño de cinco años, después de diez, más tarde de quince, después a un joven de veinte, y finalmente a un hombre ya hecho, de veinticinco y de treinta años, arrodillado frecuentemente, sufriendo y transpirando sangre frente a la perspectiva de los tormentos que vendrían? Más aún cuando Ella amaba a Jesús no sólo como una madre ama a su hijo, ¡sino como una madre ama a su Hijo que es Dios!

 

Ella seguramente se postraba cerca de Nuestro Señor y sufría de los dolores de Él. Y no es de sorprender que Ella haya sudado sangre como Él.

 

Al iniciarse la vida pública de Jesús, Nuestra Señora pasa por el dolor de la separación. Comienzan los milagros, llegan las victorias, es el momento de la alegría. Pero poco después surge la ingratitud y se prepara la tempestad de injusticias que culminó en la Pasión. ¡Ella sufría por esa razón de un modo inenarrable! Si hubo santos que se desmayaron al recibir la revelación de los padecimientos del Salvador, podemos imaginar qué representaba para Nuestra Señora el más mínimo episodio de la Pasión.

 

Quiso sacrificar a su Hijo Unigénito por amor a nosotros

 

Al fin, llega el momento de la crucifixión y los dolores de Nuestro Señor alcanzan su paroxismo. Y María Santísima se encuentra ante esta alternativa: por un lado, desear que Él muera prontamente para disminuir sus dolores; por otro lado, que su vida aún se prolongue, en primer lugar, porque toda madre ansía por prolongar la vida de su hijo y, en segundo lugar, por la idea de que así Él sufriría más y los pobres pecadores serían más favorecidos.

 

Ella concuerda, entonces, en prolongar ese sufrimiento, y hace el firme propósito de aceptar que Nuestro Señor sea inmolado en la hora extrema, con todos los dolores que Él tuviese que sufrir.

 

Ella, Reina del Cielo y de la Tierra, con una palabra podría acabar todos los sufrimientos, expulsando a los demonios y a toda la gente que allí se encontraba. Pero, para la salvación de nuestras almas, quiso dejar a esos verdugos.

 

Ella tan sólo evitó una u otra situación extrema. María de Ágreda cuenta que el demonio había concebido el siguiente proyecto: cuando Nuestro Señor fuese erguido en lo alto de la cruz y comenzase su agonía, lanzar la cruz al piso en determinado momento, de tal manera que la Sagrada Faz se golpease en la tierra y se despedazase. Pero Nuestra Señora, ante el exceso de ignominia de una intención como esa, le prohibió al demonio que la llevara a cabo.

 

Ahora bien, ¿por qué Ella dejó al demonio hacer todo el resto? Porque amaba tanto la salvación de nuestras almas – del alma de cada uno de nosotros – hasta el punto de querer que su Hijo pasase por todo eso para que, por ejemplo, yo no fuese al infierno. Y Ella ama de tal manera mi alma y la de cada uno de ustedes que, aunque hubiese uno solo de ustedes para ser salvado en ese diluvio de dolores, Ella querría que su divino Hijo sufriese esos tormentos para salvar a esa alma.

 

Imaginen a Nuestra Señora, por ejemplo, viendo penetrar la corona de espinas en la frente sagrada de Nuestro Señor y producir lesiones nerviosas que hacían que su cuerpo se estremeciese en medio de todos esos dolores que Él ya padecía. Contemplar la sangre saliendo por todos lados, la sed tremenda, la fiebre altísima, los estertores de todo el cuerpo.

 

La Santísima Virgen conocía y medía todo eso. Sin embargo Ella quería que así fuese.

 

Ella era como un sacerdote que inmolaba a la Víctima divina en lo alto del Calvario. Y si ese era el precio de un alma, Ella deseaba que su Hijo sufriese lo que estaba sufriendo para conquistar un alma.

 

La grandeza de Nuestra Señora no está tanto en la enormidad de los dolores padecidos, como en el hecho de que Ella quiso sufrir lo que sufrió. Ella quiso que su Hijo llevase a cabo ese sacrificio tremendo y admirable, e hizo eso por amor a nosotros. Porque Dios nos amó hasta el punto de querer sacrificar a su Unigénito, Ella nos amó tanto que se adhirió a esa función sacrificial, y quiso sacrificar a su Hijo Unigénito por cada uno de nosotros.

 

Un examen de consciencia

 

La Semana Santa es el momento para que cada uno de nosotros haga, individualmente, una meditación a ese respecto. Por más que el hombre piense, él no puede dejar de nutrirse de esta reflexión que nunca debe bastar al alma católica.

 

Colocarse, por lo tanto, solo, frente a un crucifijo o delante de una imagen de Nuestra Señora de los Dolores y olvidarse del resto del mundo. Porque delante de Dios, el mundo entero para mí no existe. Y hacerme entonces esta pregunta:

 

¿Yo, Plinio, tengo conciencia del precio de mi salvación? ¿Tengo idea de los gemidos y de los dolores que costaron todas las gracias que he recibido, y de lo que le causaron al Inmaculado Corazón de María?

 

¿Tengo idea de que todo lo que pasó en el Gólgota tenía como fin de tal manera mi salvación, que se habría realizado aun cuando yo fuese el único beneficiado?

 

¿Soy consciente de que en lo alto de la cruz Nuestro Señor Jesucristo pensó nominalmente en cada hombre, desde el comienzo del mundo hasta aquí? Y que, por lo tanto, por su mente divina pasó, con un pensamiento de misericordia, de bondad y de salvación, el nombre de Plinio Corrêa de Oliveira? ¿Y que Él no solo tuvo en vista mi nombre, sino que vio mi alma, mi propia persona, mi ser, y amó mi ser creado por Él y, en un acto de amor a mi propio ser, hizo ese sacrificio para que yo fuese al Cielo?

 

¡¿Me doy cuenta de que mi salvación costó todo eso?!

 

¿Y cómo he correspondido a tantos beneficios? ¿Cuál ha sido mi ingratitud? ¡Cuántas faltas cometidas, muchas veces por imprudencia! ¡Simplemente por no querer evitar una ocasión, por no hacer una pequeña mortificación, cogí la Sangre de Cristo y la tiré a la alcantarilla! A pesar de esa Sangre haber sido derramada en mi favor, me puse en una condición de perdición.

 

Dios, sin embargo, me toleró en esta vida, me soportó y me esperó con otras gracias todavía más grandes que las ya recibidas.

 

La Semana Santa es una ocasión de gracias para cada uno de nosotros. El flanco de Nuestro Señor Jesucristo está abierto, derramando su misericordia sobre todos nosotros y llamándonos a la contrición, a la penitencia, a la magnífica reconciliación con Él. ¡Hay una efusión de bondad y de cariño para con nosotros como jamás podríamos imaginar!

 

Por lo tanto, mi primera preocupación en la Semana Santa debe ser la de pensar en mi alma. Pensar sin temor, sin pánico, porque Dios es Padre de misericordia y Nuestra Señora es la Madre y el canal de todas las misericordias. Y pensar con seriedad, a fondo, colocarme delante de esa Sangre de Cristo que corre y preguntarme: ¿Qué hice de esa Sangre?

 

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1) Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665). Religiosa y mística española de la Orden de la Inmaculada Concepción. En una de sus obras principales, “Mística ciudad de Dios”, narra las revelaciones recibidas de la Santísima Virgen.

(Revista Dr. Plinio, No. 180, marzo de 2013, p. 10-15, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 17.3.1967).

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