LOS ÚLTIMOS DÍAS DE VIDA DEL DR. PLINIO – “Consummatum est!”

Publicado el 10/03/2019

El 3 de octubre de 1995 el Dr. Plinio consumaba su holocausto. Inmediatamente a su fallecimiento florecía en su rostro ya inerte una sonrisa, como si estuviera contemplando desde la eternidad una aurora de grandes victorias.

 


 

Las visitas que el autor de estas líneas hacía al santuario de Nuestra Señora del Buen Consejo, de Genazzano, siempre eran ocasión de especiales gracias de consuelo, protección y estímulo sobrenaturales. Invariablemente, tras arrodillarse a los pies de la imagen y empezar a rezarle o contemplarla, se daba en determinado momento algo muy curioso: a través de las circunstancias, coincidencias o voces interiores Ella le manifestaba su maternal cariño e, incluso, le hacía oír alguna palabra sobre el futuro. Numerosos fueron los mensajes transmitidos de esta manera a lo largo de los años y de las décadas.

 

Por eso nada más llegar a Italia el 1 de agosto de 1995 se fue directamente del aeropuerto de Fiumicino a Genazzano, con varios acompañantes, a fin de volver a encontrarse con Mater Boni Consilii y cumplir algunas promesas.

 

En presencia de la imagen, una voz interior

 

Pero al bajarse del coche, junto al castillo Colonna, se llevaron una sorpresa: en la plaza se veía a una multitud de personas, mujeres vestidas de negro y hombres con corbata negra, con fisonomías tristes y compungidas, pese a que gesticulaban y conversaban en voz alta, conforme al carácter expansivo de aquel pueblo. ¿Qué estaría pasando allí? Enseguida se dieron cuenta: era un entierro. Un tanto impresionado, el autor pensó: “¿Recibido así aquí con un funeral? No me había ocurrido nunca… ¿Tendrá esto algún significado?”.

 

El ambiente le provocaba una extraña sensación. Y mientras una ventolera caliente y agresiva levantaba una polvareda rojiza, el cielo se entoldaba y oscurecía amenazando con una lluvia torrencial. Llegar a Genazzano bajo aquellas condiciones climatológicas le produjo un mal presentimiento: “Todo esto me habla de una tragedia a punto de suceder. ¿Qué será?”.

 

Con paraguas en mano se dirigieron hacia la ig lesia, esquivando la gente. Cuando algunas personas se apartaron para dejarlos pasar, entonces se toparon con el féretro, llevado por ocho hombres y rodeado por la familia que lloraba. De nuevo el autor tuvo un sobresalto y se dijo: “¿No habrá en ello un aviso enviado por Nuestra Señora? Tal vez va a morir alguien del Grupo, y más importante de lo que piensas. ¿Quién?”. De rodillas ya ante la imagen, que la encontró especialmente acogedora y comunicativa, se preguntaba: “¿Qué me querrá decir?”.

 

Mientras miraba fijamente el fresco, de repente, sintió en su interior algo parecido a una voz clarísima, como la de alguien que deseaba transmitirle una grave noticia: “El Dr. Plinio va a morir”.

 

Unas palabras totalmente inesperadas. Ante el susto y no queriendo darles ningún crédito, reaccionó: “No es posible. ¿Justo ahora y aquí, delante de la imagen de Mater Boni Consilii, donde he venido a buscar consuelo, me sobreviene una idea tan absurda? Debe ser puro subjetivismo o una tentación del demonio para molestarme…”.

 

Movido por la fe que depositaba en la misión de su padre y fundador, y escudándose en la “gracia de Genazzano” recibida por éste en 1967,1 el autor siempre había defendido la idea de que el Dr. Plinio no moriría sin cumplir antes por completo su vocación, esencialmente relacionada con los acontecimientos previstos en el mensaje de Fátima y con la implantación del Reino de María en la faz tierra. Por lo tanto, la hipótesis de su fallecimiento se presentaba como una perspectiva sobre la cual nunca se detuvo a pensar en ella.

 

Así que luchando contra aquel sorprendente anuncio trataba de esforzarse en rezar, pero no lo conseguía porque la voz le insistía: “¡El Dr. Plinio va a morir! ¡El Dr. Plinio va a morir! ¡Te lo estoy avisando!”. Era un presentimiento fortísimo y convincente que no paraba ni siquiera un segundo.

 

La aflicción le cede el lugar a la calma

 

A pesar de ello no apartaba la vista de la imagen, la cual se mostraba llena de afecto y benevolencia, infundiéndole paz, serenidad y consolación. Y parecía decirle: “Hijo mío, prepara tu alma y tus nervios porque eso es lo que va a suceder. El Dr. Plinio va a morir, pero no te preocupes, pues yo misma iré conduciendo las cosas con mucho auxilio y protección, de una manera milagrosa. Todo saldrá bien, todo va a ser equilibrado. Ten confianza”.

 

A la mañana siguiente, estando nuevamente a los pies de la Madre del Buen Consejo, aquella idea volvió con la misma nitidez, aunque también con paz de alma e, incluso, acompañada de alegría y de confianza, y con esta convicción: “Pase lo que pase con el Dr. Plinio, ¡cumplirá su misión y vencerá!”.

 

A partir de ese momento, con el paso de los días la aflicción le cedería el lugar a la calma y a un misterioso fortalecimiento, dado por la gracia para enfrentar las situaciones dramáticas que le aguardaban. Así transcurrió el mes de agosto.

 

Encontrándose el autor en París el día 15, recibe una llamada telefónica del Dr. Plinio, que deseaba felicitarle por su cumpleaños. En esa ocasión discernió, por la voz, cuán debilitada estaba su salud; lo que alimentó todavía más la sensación de una muerte próxima. Y el día 20, ya en Estados Unidos, le comunican una noticia muy sintomática de alguna enfermedad grave: el Dr. Plinio estaba exhausto y había adelgazado trece kilos. Unos días después el autor se preparaba para volver a Brasil.

 

Sufrimiento inenarrable y salida hacia el hospital

 

El 21 de agosto el Dr. Plinio marchaba al Éremo del Amparo de Nuestra Señora con la intención de descansar. Se daba cuenta de que se habían agotado sus energías y sentía que alguna enfermedad grave lo consumía.

 

El autor delante del fresco de Nuestra

Señora del Buen Consejo, en agosto de 1995

Sin embargo, a pesar del tremendo malestar que hacía mucho tiempo padecía, aún no había dicho ni una palabra al respecto ni acudido a ningún médico, por temor a que el diagnóstico lo obligara a apartarse de la convivencia con el Grupo y a aislarse, con las consecuencias que esto acarrearía para su obra. Por eso sufrió el martirio de atravesar este drama sin pronunciar la más mínima queja.

 

Su salud empeoraba cada día. Tan clara noción tenía de que caminaba hacia su fin que, conversando en cierta ocasión con uno de sus auxiliares, llegó a declarar:

 

—Dentro de un mes, Plinio Corrêa de Oliveira será un hombre muerto.

 

El día 31 aumentaron su indisposición y debilidad, hasta tal punto que le faltaron las fuerzas para salir de su habitación. Oprimido por un abatimiento terrible no deseaba más que permanecer a solas; y en la intimidad comentó que los sufrimientos de su alma habían llegado a lo inenarrable, “más allá de lo más allá del más allá…”.

 

Al día siguiente ya era incapaz de alimentarse y además experimentó una dolorosa constatación: por momentos sentía que se apagaba en su mente la luz de la consciencia y de la razón. Una vez, al volver en sí, se tocó la cabeza y dijo con mucha calma:

 

—El problema está aquí.

 

Como al final de la tarde se había agravado su estado de subconsciencia y de extenuación ya no quedaba otra salida: tanto los médicos como los demás circunstantes estuvieron de acuerdo en que su hospitalización se hacía indispensable. Por la noche uno de los veteranos allí presentes se acercó a su cama y le dio esta breve explicación:

 

—Dr. Plinio, las circunstancias en las que usted se encuentra son tales que no queda otra solución: tiene que ser ingresado en un hospital.

 

La respuesta, clara y lúcida, fue inmediata:

 

—Si es necesario, vámonos ya. En pocos minutos, acompañado por algunos miembros del Grupo, iba camino del Hospital Alemán Oswaldo Cruz, de São Paulo.

 

Lo llevaron directamente a urgencias para hacerle una primera valoración clínica, cuyo diagnóstico fue tranquilizado r, y más tarde lo trasladaron a una habitación.

 

Una terrible noticia confirma los avisos

 

Al día siguiente, 2 de septiembre, un sábado por la mañana, uno de los médicos del Grupo que estaba en el hospital llamó por teléfono al autor, que ya se encontraba en Brasil, para ponerle al corriente del resultado de los exámenes más recientes:

 

—Acaban de hacerle una ecografía: le han diagnosticado un cáncer enorme en el hígado; y ahora van a hacerle una radiografía del tórax para ver hasta dónde se ha extendido la metástasis.

 

Dr. Plinio durante su última estancia

en el Éremo del Amparo de Nuestra

Señora en agosto de 1995

Al oír esta noticia volvió a repetírsele la misma voz interior que había sentido junto a Mater Boni Consilii: “El Dr. Plinio va a morir, el Dr. Plinio va a morir”. Pero esta vez no venía cargada de tragedia sino de serenidad, con la certeza absoluta de que aquello era un designio de Dios y que la premonición inspirada por Nuestra Señora se iba a cumplir: moriría porque se ofreció como víctima expiatoria.

 

Media hora más tarde recibe otra llamada:

 

—La radiografía indica que hay metástasis en los dos pulmones.

 

—¿Cuánto tiempo le dan de vida?

 

—Dos o tres meses, a lo sumo.

 

Entonces el autor salió deprisa hacia el hospital. Sin perder la calma, encaraba la situación con una paz de espíritu que hasta a él mismo le sorprendía. A partir de ese día, el sobresalto que tuvo en Genazzano se convirtió en una gracia de seguridad y estabilidad. Así pues, con el panorama plenamente claro, se dio cuenta de que había llegado el momento de preparar al Grupo.

 

A él no le quedaba la menor duda al respecto: la causa defendida por el Dr. Plinio era invencible y su obra no podía fenecer. Su fallecimiento, como holocausto aceptado por la Providencia, no sería un episodio que interrumpiría el curso normal de los acontecimientos, sino que, por el contrario, significaría una aurora de grandes victorias y de gracias místicas para sus hijos fieles.

 

Unción de los Enfermos y Viático

 

Una de las primeras medidas que tomó el autor aquel 2 de septiembre, después de visitar al Dr. Plinio y charlar con él sobre los episodios de su último viaje, fue la de buscar a un sacerdote conocido para que le administrara a su padre y fundador el sacramento de la Unción de los Enfermos. A las once y media de la noche le preguntó si así lo deseaba, sirviéndose de un lenguaje indirecto para evitarle un choque emocional ante la perspectiva de la muerte:

 

—En las circunstancias en las que usted se encuentra, aquí en un hospital, usted tiene derecho a recibir los Santos Óleos. El canónigo está aquí, y puede administrárselos. ¿A usted le gustaría recibirlos?

 

—¡Oh, sí! Mucho, ¡mucho!

 

—¿Le puede administrar también el Viático?

 

—Lo quiero, de veras.

 

Al final, el Dr. Plinio se lo agradeció al sacerdote efusivamente. Con todo, algunos pensaron que no había tenido plena consciencia de lo ocurrido mientras era ungido y comulgaba. Ahora bien, durante la madrugada le comentó a uno de sus auxiliares:

 

—João estuvo aquí con el canónigo, preparándome para la muerte.

 

En realidad, con la salud minada por un cáncer tan voluminoso, el Dr. Plinio no había sido cogido por sorpresa, sino que vio a la muerte acercase desde lejos, tal vez a partir del año 1994 o incluso antes. Si bien luchara contra ella, no le tenía miedo en lo que a su salvación eterna se refería, pues había depositado su total confianza en la intercesión de la Santísima Virgen ante el divino Juez. Dispuesto a morir, su gran tormento no consistía en verificar la proximidad del desenlace, sino en el drama colosal por el que su alma estaba atravesando.

 

“Si un punto estuviera claro…”

 

La prueba por la que estaba pasando era causada en primer lugar por la propia enfermedad. Se sabe que el cáncer produce una fuerte perturbación en el organismo y en el caso del Dr. Plinio también ejercieron una influencia considerable las preocupaciones de las que estaba plagada su existencia. No obstante, su máximo sufrimiento en aquella etapa final fue una tremenda perplejidad, un problema sin solución. Durante el período de su permanencia en el hospital, en tres ocasiones diferentes, dos de ellas conversando con el autor, lanzó el siguiente gemido:

 

—Hijo mío, si tan sólo un punto me quedara claro, todo se resolvería.

 

¿Cuál era este punto que tanto ansiaba esclarecer? Quien conociera al Dr. Plinio de cerca y hubiera oído otrora sus confidencias no tendría dificultad en descubrirlo.

 

El Dr. Plinio recibiendo la Unción de los

Enfermos, el 2 de septiembre de 1955

Reconociéndose llamado desde la infancia a vencer la Revolución y a participar en la implantación del Reino de María, comprendía que le había llegado su hora extrema y que sus ojos no habían visto la promesa cumplida ni la faz de la tierra renovada. Entonces se preguntaba angustiado: “¿Qué será de mi misión?”.

 

Es verdad que podía responder fácilmente a este interrogante si tuviera la certeza de que se estaba muriendo por un designio de Dios, en aceptación de su ofrecimiento como víctima expiatoria y, por lo tanto, sin culpa por su parte. En tal caso, su vocación se realizaría de la forma más bella entre todas, post mortem, a través del holocausto. Aunque, ¿no estaría, por el contrario, siendo llevado de este mundo como consecuencia de un castigo de la Providencia, por alguna infidelidad? Pero ¿cuál sería esta falta?

 

¿Quizá el no haberle dado a Nuestra Señora todo cuanto Ella le había exigido? Examinaba su conciencia y no encontraba nada que reprocharse. Esa fue precisamente la paradoja, la más dolorosa de toda su historia, que lo atormentó sin interrupción durante el último mes hasta el momento de cruzar el umbral de la eternidad. Era el tormento que caracteriza a los santos, criaturas tan perfectas que sufren al ver ante sí la posibilidad de elevarse a una perfección aún mayor y piensan que no han alcanzado esa altura deseada de unión con Dios.

 

Otro aspecto de su drama interior consistía en la preocupación que tenía por su obra, fruto de toda una existencia de sacrificio y de heroico esfuerzo. ¿Se quedaría el Grupo acéfalo cuando él ya no estuviera? Percibía nítidamente en qué estado espiritual se encontraban algunos sectores y bien sabía que sin un auxilio especial de Nuestra Señora en breve se desharían. ¿Se cumpliría entonces aquello que dice la Escritura: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas” (Mc 14, 27)?

 

Los sufrimientos de un fundador-víctima

 

Para poder comprender bien al Dr. Plinio en su lecho de dolor es necesario considerar que, generalmente, quienes entregan su vida a Dios en holocausto y son aceptados por Él pasan por terribles pruebas de alma o de cuerpo, e incluso la muerte, sin llegar a tener la noción clara de que están padeciendo en función de tal ofrecimiento. Si estuvieran convencidos de esa relación de causa y efecto entre su inmolación y los sufrimientos a los que van siendo sometidos después, recibirían con ello tanto alivio que sus méritos se verían considerablemente disminuidos o, quizá, anulados.

 

El Dr. Plinio conversando con el autor,

en el Hospital Oswaldo Cruz

Algunas víctimas, por acción de la Providencia, llegan a olvidarse por completo del acto practicado y se juzgan objeto de la ira o del abandono de Dios, como castigo por sus culpas y miserias. La duda y la incerteza son, por lo tanto, elementos esenciales y característicos de esta vía espiritual.

 

Ahora bien, cuando la persona que así ha sido escogida por Dios se encuentra en el origen de alguna institución religiosa, es normal que sus tribulaciones sean aún mayores, pues, por lo general, todo fundador ha de sufrir por los hijos que lo seguirán a lo largo de los tiempos.

 

Última Comunión

 

El 22 de septiembre, durante la reunión matutina, el autor comunicó a los miembros del Grupo cuál era el verdadero estado del padre y fundador de todos. De este modo concluía la larga preparación que había comenzado con él mismo en Genazzano, junto a la imagen de Mater Boni Consilii.

 

Al día siguiente el Dr. Plinio entró en una inconsciencia casi completa, en cuyos intervalos se pudieron oír algunas palabras como éstas, pronunciadas al principio de la mañana:

 

—Así en la tierra como en el Cielo. Así en la tierra como en el Cielo.

 

Para ir al Cielo hay que rezar. El lunes 25 parecía que todos los padecimientos de las semanas precedentes se habían concentrado en él, y algunos pensaron que ya había llegado el fin. Los dolores lancinantes le arrancaban gemidos y todo su cuerpo temblaba por la fiebre, mientras sujetaba con fuerza una reliquia del Santo Leño, que no la dejaría hasta el instante supremo.

 

Aquella noche comulgó por última vez. Inesperadamente, en el momento en que el sacerdote ya se estaba marchando porque le parecía imposible que consiguiera comulgar, el Dr. Plinio volvió en sí e hizo señas de que quería recibir el Santísimo Sacramento. Fue el punto final, en esta tierra, a aquella convivencia eucarística iniciada el 19 de noviembre de 1917 en la Iglesia de Santa Cecilia,2 y hasta entonces nunca interrumpida.

 

Palabras postreras

 

El miércoles, en medio de las horribles molestias que le provocó un tratamiento que tuvieron que hacerle en las vías respiratorias, sorprendentemente se dirigió a uno de sus auxiliares y, hablando con gran dificultad, le dijo:

 

—Nuestra Señora está venciendo la batalla. Sólo falta que Dios dé la victoria.

 

Y enseguida pidió:

 

— Rece una Salve por mí.

 

Sí, las palabras postreras del Dr. Plinio registradas por sus hijos fueron una petición. Deseaba que rezaran por él la oración que había orientado sus pasos desde la infancia, a partir de aquel día en que, de niño, angustiado y sufriente, se postró a los pies de María Auxiliadora y le suplicó: “¡Sálvame, Reina!”. ¿Cómo no habría de salvarlo ahora la Reina a la que había amado con tanta ternura, a la que había consagrado toda una existencia de inmolación, de piedad, de luchas y de apostolado?

 

De hecho, se podía constatar cómo el cuadro de Nuestra Señora del Buen Consejo, que estaba constantemente delante de él, se había convertido en el punto de referencia casi exclusivo del Dr. Plinio en el hospital. Mientras su vida se iba consumiendo suavemente, pasaba mañana, tarde y noche mirando a esa imagen y rezando sin interrupción. Y durante los tres últimos días, cuando ya dejó de hablar por completo, sus ojos se quedaron fijos en Nuestra Señora hasta que entró en agonía.

 

La gloria de un varón de Dios

 

Finalmente, a las tres y media de la tarde de un martes, el 3 de octubre de 1995, comenzaba su agonía. En la mano derecha tenía la reliquia de la Santa Cruz y en la izquierda el rosario y una vela bendita encendida. A su derecha, el sacerdote rezaba la oración de los agonizantes. En aquella hora extrema, a través de su fisonomía y del ritmo acompasado de la respiración, trasparecían todas las señales de su sufrimiento, de su inmensa lucha, de su drama espiritual. Paradójicamente, se mostraba lleno de paz y serenidad, pero, al mismo tiempo, contraído, afligido, cogido por las garras de la muerte, tomado por las angustias y los dolores lancinantes de la separación entre el alma y el cuerpo. A las seis y veinticinco el Dr. Plinio exhaló su último suspiro. El autor tuvo en aquel momento una misteriosa consolación sobrenatural. Mientras algunos lloraban y otros salían del cuarto para dar rienda suelta a su consternación, él no conseguía entristecerse, sino que, por el contrario, sentía en su interior un verdadero entusiasmo, una enorme alegría por haber asistido a una escena con tanta majestad. No había fallecido una persona muy amada. No era la muerte de su padre y señor lo que había visto. Para él, se trataba de un varón de Dios que, en el auge de su gloria, daba el salto de la tierra a la eterna bienaventuranza.

 

De esta manera se afianzó todavía más en su alma la convicción que siempre lo había orientado: contra toda y cualquier apariencia, el Dr. Plinio vencería. Ésta era la gran realidad, y no albergaba la menor duda acerca de la nueva era histórica que se estaba iniciando, comprada con aquel ofrecimiento tan valioso. Entonces fue cuando el hijo se inclinó y abrazó a su padre y señor, reclinando la cabeza en su pecho, pues pensaba: “Su alma deberá salir del cuerpo en sentido ascensional. Por tanto, pasará por mí”».

 

En el ataúd, una sonrisa

 

Cuatro meses y medio antes de su muerte, durante una reunión, el Dr. Plinio había hecho una reflexión sobre el papel que tenía el sufrimiento en la vida de los hombres. Defendía que el dolor bien aceptado es, a su vez, generador de una alegría festiva, propia de las almas que se entregan a Dios sin reservarse nada para sí.

 

Misa de cuerpo presente en la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, 4/10/1995

“El verdadero dolor tiene en sí la misteriosa fiesta del ofrecimiento que se ha llevado a cabo”. Y, aludiendo a las palabras del divino Salvador en lo alto de la cruz, comentaba a continuación: “Es propio del holocausto haber sido realizado con tanta buena voluntad que, en la hora del ‘consummatum est’, florece una sonrisa”.

 

Pues bien, exactamente esa sonrisa fue vista en el rostro del Dr. Plinio, para sorpresa de todos, cuando su cuerpo, ya revestido con el hábito, fue colocado en el féretro. Había hecho su holocausto con tanta generosidad que, cuando pudo proclamar “todo está cumplido” (cf. Jn 19, 30), se verificó un cambio impresionante en su fisonomía: hasta entonces desfigurado e irreconocible, en ese momento pasó a reflejar una alegría suave, serena y plenísima, sin el menor trazo de amargura o decepción.

 

Al dejar el cuerpo, su alma fue acogida por Dios, y todas las dudas e incertidumbres se disiparon. Vio con claridad cómo su ofrecimiento había sido bien recibido y daría fruto: su misión se cumpliría y la Revolución sería derrotada.

 

En este paso hacia la luz, también comprendió por entero su propia vocación, tan elevada y sublime que no tuvo la posibilidad de desvendarla para sí mismo en el transcurso de su existencia terrena. Y, al ser fundador, ciertamente pudo contemplar de un golpe de vista todo el futuro de su obra hasta el fin de los tiempos. Entonces, misteriosamente, bajo el influjo del alma inmersa en el gozo sin límites de la visión de Dios, en su cuerpo ya inerte florece una sonrisa.

 

Extraído, con adaptaciones, de: “El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira”. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2017, v. V, pp. 413-46

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