Meditación sobre la Navidad

Publicado el 12/23/2016

En las épocas de decadencia, el ansia de placeres lanza en el desvarío a las personas que buscan en ellos la finalidad de sus vidas. En el Pesebre de Belén, el Niño Dios nos da tres lecciones fundamentales para alcanzar la santidad. El Dr. Plinio las medita siguiendo la escuela de San Ignacio de Loyola.

 


 

Estamos en las festividades que recuerdan la infancia de Nuestro Señor Jesucristo, de las cuales la principal es la Navidad, dentro de cuya atmósfera pasan todas las otras. Así, me parece muy apropiado que meditemos hoy sobre la Navidad.

 

Les voy a presentar dos meditaciones distintas, para después preguntar cuál modo de considerar la Navidad les habla más [al alma], porque me gustaría analizar cómo se comportan los espíritus en las generaciones que sucedieron a la mía.

 

La primera meditación tiene una altísima autoridad, pues es sacada de San Ignacio de Loyola.

 

La sed de delicias, riquezas y honras

 

En los períodos de decadencia, como fue la época en la que Nuestro Señor nació, los hombres, en su gran mayoría, viven para sí mismos y no para Dios, y el egoísmo de ellos tiende hacia uno de estos tres objetivos: delicias, riquezas y honras.

 

Como delicias, San Ignacio entiende todos los placeres que los sentidos pueden dar. En primer lugar, los placeres sensuales, aunque también los del gusto, la vista, el olfato, el oído, en fin, todo lo que la vida de lujo pueda proporcionar de agradable y delicioso.

 

Él entiende por riquezas la simple posesión de dinero. Es la avaricia de aquellos que buscan el dinero, no por causa de los placeres que éste puede dar – pues en ese caso lo que los mueve es la sed de placeres, para cuya obtención el dinero es apenas un medio –, sino aquellos que tienen la manía del dinero. Quieren ser ricos por ser ricos, aunque no saquen mucho provecho de sus fortunas, y viven a veces de un modo muy oscuro, apagado, banal y hasta miserable, para tener la alegría de sentirse continuamente en la posesión de una gran cuantía.

 

Después están los placeres de la honra: personas que no buscan tanto el dinero ni la vida agradable, cuanto la consideración de los demás. Quieren ser objeto de grandes homenajes, de grandes atenciones, de grandes reverencias, buscan el prestigio.

 

Esta clasificación está perfectamente bien hecha. En último análisis, el egoísmo de los hombres tiene uno de esos tres objetos, y todos podrán notar a su alrededor – y tal vez en sí mismos, haciendo un examen de conciencia – que si cada uno se dejase llevar por sus propias inclinaciones, correría atrás de una de esas tres cosas.

 

Alguien me dirá: “Dr. Plinio, pero esta clasificación está muy esquemática, porque una persona puede ir atrás de las tres cosas al mismo tiempo: gustarle mucho el dinero, las delicias y el prestigio.” Es verdad, pero es propio del espíritu humano que a la persona le guste, necesariamente, una de esas cosas mucho más que las otras, hasta el punto de, habiéndolas experimentado todas, acabar fijándose en una de ellas, haciendo de ésta la finalidad de su vida. Como enseña Santo Tomás de Aquino, hay una cohesión en el ser humano, por la cual éste también es llevado a poseer una unidad de objetivo; y cuando un hombre no busca a Dios como su fin último, acaba buscando su finalidad en uno de esos tres placeres.

 

Una meditación para un católico coherente

 

San Ignacio considera cómo Nuestro Señor Jesucristo vino al mundo para probar a los hombres que esos placeres no valen nada. Evidentemente, esta prueba sólo vale para los católicos, pues tiene como punto de partida la convicción de que Nuestro Señor Jesucristo es Hombre Dios y que, por lo tanto, cualquier lección dada por Él es infinitamente sabia y verdadera. Un ateo no aceptaría esa prueba. Pero, ¿cómo hacer una meditación de Navidad para un ateo, dado que él niega los presupuestos de la Navidad?

 

Esta es, por lo tanto, una meditación para un católico. No para cualquier católico, sino para un católico con cierto fervor, capaz de impresionarse, en alguna medida por lo menos, con las cosas de la religión. Los ejercicios espirituales ignacianos presuponen un católico que tenga la posibilidad de sensibilizarse por los temas de la religión, algún deseo de ser coherente con su fe, de tal manera que saque de los principios religiosos consecuencias para su proceder, y que considere insoportable haber una incoherencia entre su propia conducta y su fe.

 

El Creador de todas las riquezas quiso nacer pobre

 

San Ignacio comienza preguntándose de qué valen las riquezas de este mundo. Al fin de cuentas, Nuestro Señor Jesucristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, siendo Dios, creó el Cielo y la Tierra, porque las operaciones divinas de la Santísima Trinidad son conjuntas, y por eso fueron las tres Personas de la Santísima Trinidad conjuntamente, quienes crearon el universo con todas las riquezas que él contiene.

 

Por lo tanto, fue Dios quien creó todo lo que hay en la Tierra de maravilloso y de capaz de fundamentar la prosperidad de un hombre. Nadie puede tener una riqueza comparable a la de Él que, además de haber creado todas las riquezas existentes, posee el poder inagotable de crear todas las que quiera y sin el menor esfuerzo, porque es omnipotente y ejerce su omnipotencia con una facilidad perfectísima. Basta ver las estrellas del cielo para comprender qué riqueza representa cada una de ellas, y entender con qué facilidad Dios crea todo. Además, Él es mucho más rico en su esencia, que simplemente por aquello que creó.

 

Ahora bien, ese Dios infinitamente rico quiso venir a la Tierra como un pobre. Quiso tener como padre jurídico a un carpintero; quiso nacer de una madre que hacía quehaceres domésticos como cualquier otra; quiso ser recostado en un pesebre, o sea, en el lugar más pobre que se pueda imaginar, teniendo como calefacción apenas el aliento de algunos animales y las ropitas hechas para Él por Nuestra Señora; y por albergue, no una residencia de hombres, sino de animales, porque la gruta donde Él nació era un lugar donde los animales iban a comer. ¡Ahí nació el Verbo de Dios! Él quiso mostrar, de ese modo, cómo el hombre debe ser indiferente a las riquezas cuando se trata de compararlas con el servicio de Dios, y, por lo tanto, no debe vivir ante todo para ser rico o tener grandes capitales, sino para servir, amar y alabar a Dios en esta Tierra, para después adorarlo en el Cielo por toda la eternidad.

 

Supongamos que la relación de los bienes del hombre más rico del mundo ocupase un catálogo del tamaño de un directorio telefónico. ¿Qué sería eso en comparación con Dios Nuestro Señor? ¡Absolutamente nada!

 

Por lo tanto, todos esos hombres que corren desenfrenadamente atrás del dinero, haciendo de la obtención de la fortuna la única preocupación de sus vidas, y de las conversaciones sobre finanzas su tema predilecto; que colocan toda la felicidad en la idea de poseer dinero y de nunca quedar pobres; esos hombres proceden como verdaderos insensatos, pues desprecian y no comprenden la lección que Nuestro Señor Jesucristo nos dio en el pesebre: que el hombre puede desear adquirir y conservar las riquezas, desde que no haga de eso el objetivo supremo de su vida, sino la gloria de Dios y, por lo tanto, la gloria de la Iglesia Católica.

 

Renunciar a las delicias por la gloria de Dios y por amor a las almas

 

Respecto a las delicias, si Nuestro Señor Jesucristo quisiese, habría mandado a reunir en el Pesebre las sedas más deliciosas del universo, habría ordenado a los ángeles que introdujesen en el lugar donde Él nació los perfumes más agradables, podría tener una música más agradable para oír que todas las melodías existentes en la Tierra, porque si los ángeles cantaron para que los pastores oyesen, ¡con mayor razón le cantarían al Niño Jesús! Y no hay ninguna música terrena que, ni de lejos, se pueda comparar a la música angélica. El Niño Jesús podría haber tenido abrigos supereficaces, haber sido nutrido desde el comienzo con las mejores comidas que hay en el mundo; en una palabra, Él podría haberse llenado de delicias desde el primer momento de su vida terrena.

 

Él hizo lo contrario: quiso nacer recostado sobre paja, material cuyo contacto no da ningún regalo al cuerpo. Él quiso estar en un establo, donde normalmente el olor no es bueno, por más que Nuestra Señora y San José hayan limpiado antes el lugar. Él quiso estar tiritando de frío, naciendo a la media noche de un mes de invierno en la región donde nació. Y quiso tener como música tan sólo el mugido de los animales que estaban junto a Él.

 

Por lo tanto, lo opuesto a todas las delicias que se puedan imaginar. Él quiso todo eso de esa forma, para mostrar a los hombres cómo es una locura hacer de las delicias la principal finalidad de la vida. Desde que sea para el bien de las almas y para la gloria de Dios, debemos deshacernos de todas las delicias, buscando apenas aquello que pueda favorecer a la causa católica, aunque sea con mucho sacrificio y con mucha renuncia.

 

La locura de la vanidad

 

¿Qué es el deseo de las honras? Según esta concepción de San Ignacio, es el hecho de alguien procurar ser objeto de reverencias por el hecho de poseer cualidades superiores a los demás, como por ejemplo, ser más inteligente, más hábil, más divertido, más diplomático, más interesante, más simpático, o por cualquier otro predicado que la persona tenga o que imagina tener. Por esa causa se juzga con derecho a recibir de los demás una atención especial.

 

A veces es tal la miseria humana, que el hombre se envanece hasta de las cosas no propias de causar vanidad. Se cuenta que el famoso San Pablo el Ermitaño, habiéndose quedado muy viejo y viviendo solo en el desierto, en cierto momento pensó ser, probablemente, el hombre más viejo de la Tierra. Ahora bien, el hombre más viejo de la Tierra es el más cercano a la sepultura, con un estado físico – y a veces mental, también – en mayor desagregación. Realmente, ¡no era el caso de quedarse vanidoso!

 

No obstante, él tuvo que luchar contra la tentación de pensar: “¡Ah, yo soy hoy el hombre más viejo, el mayor anciano de toda la Tierra!” Si al menos se juzgase la persona más madura, que alcanzó, aunque efímeramente, el punto de mayor conciliación entre lo que la edad puede dar y la juventud conservar, ya estaría equivocado, pero habría un fragmento de lógica dentro de eso. Pero envanecerse por ser el más viejo de la Tierra, ¡es simplemente un disparate! Pero hasta con eso un hombre puede ser tentado de tener vanidad.

 

Nuestro Señor Jesucristo quiso nacer despojado de todo aquello que puede envanecer. Es cierto que Él fue príncipe de la Casa de David, pero también es cierto que vino al mundo teniendo como padre jurídico a un carpintero; nació, como yo decía, de una Madre que hacía los quehaceres domésticos, en una época en que la Casa de David había perdido su poder político, su prestigio social, su dinero, y en que Él no era absolutamente nada en el orden terreno de las cosas. Y nació como un paria, fuera de la ciudad, porque en ésta nadie le quiso dar abrigo a sus padres. Ellos iban de casa en casa pidiendo lugar, pero no había hoteles, hospederías, y nos los acogieron. Él quiso nacer en un pesebre para probar hasta qué punto son locos aquellos que conservan una idea fija de aparentar ser más que los otros; y que en vez de procurar servir a la causa católica, hacen de esa vanidad el fin de sus vidas.

 

Aplicaciones a la vida espiritual

 

El modo por el cual un católico debe aprovechar estos raciocinios es hacer una aplicación a los demás. Cuando él ve que alguien que no vive según la Ley y para la gloria de Dios, sino exclusivamente para su propio beneficio – tal amigo de la familia, tal vecino, tal colega de profesión –, que tiene prestigio o que lleva una vida deliciosa, o que posee mucho dinero, si él tiene la tendencia a admirar a ese hombre sólo por eso, él debe decir:

 

“No, este procedimiento es censurado por Nuestro Señor en el Evangelio. Nuestro Señor, Rey y Sabiduría eterna, enseñó lo contrario. Esas cosas son secundarias y esos individuos, al poner en ellas todo el empeño de sus vidas, actúan de un modo irracional y serán condenados por esa causa en el último día. Por el contrario, bienaventurados serán aquellos que renuncien a la riqueza, a los placeres, a las honras; o que tengan riquezas, placeres y honras, pero siempre con la disposición de renunciar a ellos en cualquier momento, si la causa católica así lo pidiese. Voy a admirar a esos del partido de la renuncia; voy a despreciar a los otros, no me permito tener admiración por una persona que no vive como debería vivir.”

 

Y aplicar a sí mismo también. ¿Qué procuro en las relaciones con los demás? ¿Ser considerado por mi riqueza, por la vida regalada que llevo, por algún título de superioridad que tengo? Entonces no valgo nada, porque yo no debo ansiar la consideración de los demas, sino que amen a Dios; encaminarlos hacia el amor de Dios, y no fijar la atención sobre mí, pues de lo contrario estaré robando aquello que es debido a Dios. debo preocuparme apenas con la dedicación entera de mi alma a Nuestro Señor, a Nuestra Señora y a la Santa Iglesia Católica.

 

Necesidad de la oración

 

Por lo tanto, según la escuela de San Ignacio, una escuela verdadera, debemos tener esas consideraciones día y noche delante de nuestros ojos, y eliminar de nuestras almas con energía, como quien arranca la hierba dañina, las consideraciones mundanas que llevan a adorar el dinero, los placeres y las honras.

 

Naturalmente, esto supone mucha oración, porque el hombre no cumple este propósito de pensar siempre en eso apenas con un acto de fuerza de voluntad. Este es un pensamiento tantas veces penoso para el hombre, que él tiene dificultad de tenerlo siempre en vista. Y aunque lo tenga, sentirá mucha dificultad en renunciar a esos placeres. Él necesita de la oración, de la gracia, necesita mortificarse para conseguir hacer esto. Pero si actúa de esta forma, lo conseguirá y así podrá agradar a Dios.

 

Entonces, el programa es tener esta meditación delante de los ojos y orientar sus oraciones, su Rosario, su Comunión, sobre todo las Misas a las que asista, los actos de piedad o de apostolado que haga; orientar todo según esta idea: estar desapegado del dinero, de los placeres y de las honras.

 

Aquí está una meditación hecha según la escuela de San Ignacio de Loyola.

 

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(Revista Dr. Plinio, No. 189, diciembre de 2013, p. 19-25, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencia del 29.12.1973)

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