Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles (Misa de la Vigilia) – 29 de junio – El amor siempre debe crecer

Publicado el 06/27/2016

 

– EVANGELIO –

 

15 Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis corderos”. 16 Por segunda vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le contesta: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Él le dice: “Pastorea mis ovejas”. 17 Por tercera vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: “¿Me quieres?” y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas. 18 En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. 19 Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme” (Jn 21, 15-19).

 


 

Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles (Misa de la Vigilia) – 29 de junio – El amor siempre debe crecer

 

La pregunta que Jesús le hizo a San Pedro —“¿me amas?”— se la hace hoy a todo bautizado, invitándolo a crecer siempre en la caridad a fin de que el Divino Amado viva en cada uno.

 


 

I – La fuerza de la semilla

 

Una persona que no entiende de Botánica y mira una semilla será incapaz de prever qué clase de planta nacerá de ella. Sobre todo porque las semillas son muy similares entre sí. Al contrastarlas con las dimensiones de un árbol no son más que una pepita o un hueso de diminuto tamaño. ¿Cómo vamos a saber lo que está contenido, por ejemplo, en una semilla de secuoya o de cedro del Líbano? Cuando las observamos, no nos es dado ver el árbol que de allí va a salir y sólo un tiempo después de echarlas a la tierra conoceremos sus posibilidades de germinación. Es lo que Jesús nos enseña: “El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza” (Mt 13, 31). Pequeñísimo cuando se planta, de él brota un arbusto que suele alcanzar los tres o cuatro metros de altura, donde las aves se posan y hacen sus nidos. ¿Quién iba a ver esos efectos en esa minúscula semilla? Así, del mismo modo, el Reino de los Cielos comienza a echar sus raíces en un alma y se extiende por el mundo.

 

Los comienzos de la Iglesia

 

Desde esa perspectiva hemos de contemplar la Liturgia de la Vigilia de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo. La primera Lectura, de los Hechos de los Apóstoles (3, 1-10), nos muestra el brote de aquel diminuto grano de mostaza. Describe la escena en la que San Pedro está entrando en el Templo, acompañado por San Juan, y un paralítico les pide limosna. La curiosa respuesta de San Pedro llama la atención: “Míranos” (Hch 3, 4). Esa orden no era solamente para que los viera con ojos carnales, sino que le indicaba al enfermo que debía mirarles con fe. En la expectativa de recibir de esos hombres de Dios alguna cosa que pudiera satisfacer completamente sus necesidades, el lisiado acogió con confianza las palabras de San Pedro: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda” (Hch 3, 6). La fórmula que usó el Apóstol dejaba claro que era el Señor quien hacía el milagro, verdad ésta que San Pablo también destaca en la Carta a los Gálatas (1, 11-20), considerada en la segunda Lectura, en la cual muestra cómo la doctrina que enseña la aprendió únicamente del Divino Maestro.

 

Como un minúsculo grano de mostaza que empieza a manifestarse vigorosamente, así vemos a la Iglesia, en sus comienzos, creciendo con fuerza y esplendor en medio de la persecución y, como recuerda el Salmo, “a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (18, 5), pues tiene la promesa de inmortalidad sobre la que fue edificada por Cristo. No obstante, al estar constituida por criaturas humanas se hace imperativo que éstas también progresen individualmente con vistas a beneficiar y robustecer todo el Cuerpo Místico. Ésta es la enseñanza que el Evangelio de hoy nos ofrece.

 

II – La fe sin obras está muerta

 

San Pedro poseía la virtud de la fe en un grado tan alto que fue el Apóstol elegido para proclamar la divinidad de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), lo cual enseguida mereció esta repuesta del Maestro: “No te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt 16, 17). Sin embargo, llegado el momento de afirmar que era discípulo de Jesús, cuando se lo preguntaron en el patio del Pretorio (cf. Lc 22, 56-60), Pedro lo negó tres veces, pues se amaba más a sí mismo que al Señor. Cuando el amor es íntegro, debe ir incluso más allá del instinto de conservación, como dice San Agustín: “A esta virtud nadie la vence. Ningún vaivén del mundo, ninguna avenida de la tentación extinguirá su fuego. […] contra la fuerza avasalladora de la caridad, nada puede el mundo”.1 De esta forma, ante sus propios ojos y ante toda la Historia quedó evidente lo imperfecto que aún era su amor, a pesar de que su fe ya era excelente. Pero como ésta no se había manifestado en obras, como debía haberlo hecho, corría el riesgo de extinguirse (cf. Sant 2, 26).

 

La tercera aparición del Señor resucitado

 

Los versículos que preceden al Evangelio de esta Vigilia narran el principio de la tercera aparición del Señor a los Apóstoles después de la Resurrección. A pesar de que hubieran convivido con Cristo resucitado, puesto el dedo en sus llagas para constatar su resurrección e incluso lo vieron comer, todavía permanecían en una perspectiva más humana que sobrenatural a respecto de la misión del Mesías, pues el Espíritu Santo aún no había bajado sobre ellos. También tuvieron otras pruebas que igualmente constituían un valioso auxilio para su fe. Sin embargo, estaban desorientados. Por eso volvieron a la pesca, actividad que ejercían antes de seguir a Jesús, lo que podía indicar el comienzo del abandono de la vocación. Se pasaron toda la noche echando las redes sin conseguir nada y, seguramente, se sintieron tristes cuando vieron en la orilla a un cliente y no tenían ni un pez que ofrecerle. Éste les recomendó entonces que lo intentasen de nuevo y echasen la red al lado derecho; y gustosamente accedieron para evitar que se marchara. Tan abundante fue la pesca que bastó una señal de San Juan para que San Pedro entendiera que se trataba del Señor, lo que le movió a tirarse al agua para ir a su encuentro. Jesús, pues, les invita a comer pan y peces y es en ese momento cuando se desarrolla el diálogo del pasaje que hoy contemplamos.

 

El amor es la condición para apacentar el rebaño de Cristo

 

15 Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis corderos”.

 

En aquella época, cuando se quería dar solemnidad a lo que se le iba a decir a alguien se invocaba el nombre del padre del interlocutor, a manera de comprometer a toda su ascendencia: “Simón, hijo de Juan…”. Llama la atención, a primera vista, que el Señor formule la pregunta que se registra en ese versículo. Desde toda la eternidad, en cuanto Segunda Persona de la Santísima Trinidad, vio al Príncipe de los Apóstoles incluso en la etapa de la vida espiritual en la que se encontraba en ese instante. Sabía perfectamente que San Pedro tenía una determinada disposición de alma y que lo amaba más que los otros. Entonces, ¿por qué le interrogaba?

 

En efecto, Jesús consideraba necesario que ese Apóstol lo amase más para poder apacentar su rebaño, ya que solamente difunde paz y hace germinar la tranquilidad, el consuelo y la alegría el que posee un amor vigoroso, pues, como enseña Santo Tomás, “la caridad, por su propia razón específica, causa la paz”.2 Y ante la cuestión planteada por el Señor, confrontando su amor con el de los demás, San Pedro tuvo que hacer un examen de conciencia, rápido como un rayo, con relación a su amor al Divino Maestro. Por el mero hecho de reflexionar y responder, su caridad creció, llevándolo enseguida a hacer el firme propósito de vencer su amor propio y amar más a Jesús que a sí mismo. Por consiguiente, el Señor no se lo pregunta para informarse —ya lo conocía todo—, sino para beneficio de los otros Apóstoles, de la Historia y del mismo Pedro. En realidad, para que el amor eche raíces y tenga auténtico valor, no basta con un acto de la voluntad en el fondo del corazón; es necesario que sea explícito y se manifieste públicamente, porque “la medida del amor son las obras”.3 Al haber procedido de este modo, San Pedro ya se encontraba en condiciones para apacentar los corderos del rebaño de Cristo.

 

El Señor quería darle más a Pedro

 

16 Por segunda vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le contesta: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Él le dice: “Pastorea mis ovejas”.

 

El amor de San Pedro ya era enorme cuando recibió el mandato de apacentar los corderos, pero Jesús quería del Apóstol un amor más fogoso, un progreso constante en esa virtud y por eso se lo preguntó una segunda vez. Pero ahora no repite la fórmula “más que éstos”, pues San Pedro, tras la primera pesquisa, ya estaba ante la perspectiva de que el amor debe aumentar siempre, y ante su respuesta afirmativa el Señor también amplió el rebaño; no serían únicamente corderos, sino también ovejas. “Sólo Pedro —comenta el P. Didon— es encargado del aprisco, de los corderos y ovejas, de los simples fieles y de los pastores secundarios: a él le corresponde conducirlos a los pastos de Cristo; y como las almas no se alimentan más que de la verdad de Dios, de la fuerza de Dios, del amor de Dios: a Pedro, el más grande de los pastores, le cabe comunicarles la verdad por la doctrina, la fuerza y el amor por los Sacramentos. Jesús le ha dado la custodia de esos tesoros incorruptibles. La Iglesia, como poder jerárquico, está toda en él, a partir de ahora. La palabra del Señor acaba de crearla, en un instante, a orillas de ese lago, donde le había prometido a Pedro hacer de él un pescador de hombres”.4

 

Aprovechemos este versículo para considerar también por qué se le dio a Pedro más amor. Aunque debiera adherir a la invitación del Divino Maestro en el sentido de confesar su amor, no pensemos que tal crecimiento fue fruto de un esfuerzo puramente personal, similar al del ejercicio físico que por la simple repetición robustece la salud. La perfección de la caridad es una dádiva gratuita de Dios,5 y las gracias que la Providencia le concedió a San Pedro en ese momento le fueron dadas con el objetivo de consolidarlo en esa virtud, no en beneficio propio, sino para auxiliar a los demás. Esto demuestra la gran relación que existe entre el amor y el apostolado; éste no se reduce a un método, ya que es menester, en primer lugar, crecer en el amor para después hacer el bien con eficacia.

 

Más vale amar que conocer

 

17a Por tercera vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”.

 

Llegados a este versículo, en el que Jesús le interroga a Pedro por tercera vez sobre el mismo asunto, cabe destacar el detalle de no haberle preguntado: “¿Pedro, me conoces?”, sería absurdo. Aunque no menos absurdo, aparentemente, parece esta pesquisa: “¿Me quieres?”, puesto que si Pedro no lo amase no estaría allí. Ahora bien, a pesar de ese evidente amor, San Pedro había negado al Divino Maestro tres veces, y no lo hizo porque lo desconociera, sino porque, como hemos dicho más arriba, había flaqueado en la caridad y cedió al respeto humano, dándole más importancia a la opinión de los demás que a la del Señor. Si, por el contrario, lo amase plenamente, con total entrega de sí mismo, no lo habría negado y quizá hubiese muerto al lado de Cristo. Así, en el Calvario no estarían únicamente dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda del Salvador, sino también el primer Pontífice, dando ejemplo de que se debe seguir a Jesucristo, nuestro Señor, hasta la Cruz. Por lo tanto, Jesús quiso que esas faltas fueran reparadas mediante una afirmación en sentido contrario. De hecho, a pesar de esa flaqueza, San Pedro ya había sido designado para apacentar, enseñar, gobernar y santificar (cf. Mc 1, 17). Vemos, pues, el criterio que el Divino Maestro usó para elegir al Jefe de la Iglesia: no llamó al más prudente, al más hábil o al más diplomático —sabemos que San Pedro cometió errores en ese sentido—, sino que al verlo por primera vez lo eligió por ser el que más amaba, y le dio el nombre de Pedro (cf. Jn 1, 42) porque le diría más tarde: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). En arameo no existe el femenino y el masculino para este sustantivo; las palabras piedra y Pedro tienen el mismo género,6 y, por consiguiente, puede significar tanto una cosa como otra. Así pues, concluimos que el requisito esencial del Papado es el amor; y si San Agustín llegó a afirmar: “Dilige, et quod vis fac ―Ama y haz lo que quieras”,7 podíamos completar: incluso ser Papa.

 

Para sellar esta cuestión con la autoridad del Doctor Angélico, 8recordemos que, basado en la obra Jerarquía celeste de Dionisio Areopagita, nos explica que los querubines conocen más que aman, mientras que los serafines, proporcionalmente, aman más que conocen, motivo por el cual éstos constituyen el más alto de los coros angélicos. No es difícil deducir que el amor, en lo que respecta al mérito, es superior al conocimiento.

 

Delante del Señor nunca debemos entristecernos

 

17b Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: “¿Me quieres?”…

 

Nos sorprende constatar la tristeza de San Pedro ante la tercera pregunta de Jesús. Sin duda, tal dolor provenía del notorio paralelo establecido entre las tres negaciones y las tres afirmaciones que ahora le eran exigidas. Este recuerdo, unido a la insistencia del Maestro, le dio la impresión de que el Señor podía dudar de su amor, y le causó pena. Ahora bien, sin que el hecho disminuya toda la veneración debida a San Pedro, es evidente que no debería haberse quedado triste. Ante todo, porque ése fue el medio que Jesús empleó para que su amor se dilatase, pero también porque nadie debe entristecerse en la presencia del Señor. El Divino Maestro quería de él un alma grande y un corazón con toda la capacidad de amar. Aunque en nosotros dicha aptitud es limitada, se vuelve pasible de aumentar cuando es infundida la virtud de la caridad,9 que se robustece con la práctica y puede ser perfeccionada por los dones del Espíritu Santo, en particular el de la sabiduría.

 

San Pedro corresponde a la invitación

 

17c … y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas”.

 

San Pedro, demostrando cierta aflicción, le respondió como diciendo: “¿A qué se deben estas preguntas? Tú lo sabes todo, incluso conoces mis negaciones, ahora sabes mis afirmaciones. Tú sabes que incluso cuando te negué, te amaba, porque lo hice por debilidad y por no tener suficiente amor. Soy un miserable, te pido perdón. Señor, tú sabes que te quiero”.

 

Seguir al Divino Maestro hasta las últimas consecuencias

 

18 En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. 19 Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme”.

 

Finalmente, sólo después de la tercera pregunta Jesús entra en el tema de la muerte de San Pedro, porque hasta ésta serviría para la glorificación de Dios. El Señor ya había pasado por la crucifixión, por lo que podemos deducir que el Apóstol entendió perfectamente el sentido de lo que le estaba siendo dicho. Era indispensable que ante la perspectiva de esa postrimería, tuviera ya la disposición de alma de seguir el camino andado por el Maestro, según su voluntad, y de abrazar el martirio, correspondiendo al sacrificio que Jesús había ofrecido por él. “En efecto —comenta San Agustín—, era preciso esto: que primero muriese Cristo por la salvación de Pedro, después Pedro por la predicación de Cristo”.10

 

Procediendo de esta forma, Jesús indica que espera gran flexibilidad de los que le sirven, para realizar todos sus designios: podrá hacer de cada uno de nosotros lo que quiera, enviarnos a cualquier parte, reservarnos el tipo de muerte que más le plazca. Escuchando, en esa ocasión, la predicción del Divino Maestro sobre las circunstancias de su martirio, San Pedro ya se estaba preparando para éste por la simple consideración de esa posibilidad. Comenzaba ahí la lucha contra sí mismo para vencer el miedo. En ese duelo interior entre el instinto de conservación y el amor y la obediencia a Jesucristo, Señor nuestro, recibe este precepto: “Sígueme”. Es decir: “Hice eso por ti. Ahora quiero que lo hagas por mí. Sígueme”.

 

III – Un mandato para todos los siglos

 

En el Evangelio de esta Solemnidad trasparece, una vez más, el deseo que el Señor tiene de dejarnos, en esta tierra, a alguien que esté enteramente vinculado a Él como su máximo representante. Cuando dice: “Apacienta mis ovejas”, Jesús entrega su rebaño a la custodia de un pontífice al que asiste de manera directa: “Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los Cielos” (Mt 18, 18). Con ello, Jesús mantiene encendido el faro que ha de guiarnos por el camino correcto, pero antes quiso que ese Pontífice alcanzase un apogeo de amor.

 

Puede ocurrir que nos pasemos toda la noche pescando sin conseguir nada, para que quede patente nuestra insuficiencia; no obstante, si el Señor interviene, todo está arreglado.

 

Las palabras que San Pedro escuchó de los labios del Redentor resuenan a través de los siglos en los oídos de todos los que han sido llamados, por el Bautismo, a ser otros Cristos. Mediante ese Sacramento recibimos una marca indeleble que nunca más saldrá de nuestra alma. Así como San Pedro aceptó la voz de mando del Señor —que no es una invitación o una mera indicación, sino un precepto—, el carácter del Bautismo exige, también de nosotros, una aceptación: ser tal cual Él es, renunciando a cualquier resquicio de un espíritu que no sea el de Él.

 

El mandato viene del Creador del universo, de Aquel cuya palabra es ley. No significa necesariamente que debemos morir como Él, sino que hemos de imitar su vida, tomarla como patrón y transferirla a nuestra existencia en los días de hoy. Si únicamente la fe no fue suficiente para el primer Papa, aquel sobre el cual la Iglesia fue erigida, ¿bastaría para nosotros? A él, Jesús le preguntó tres veces para hacerle crecer en el amor, incluso antes de la venida del Espíritu Santo, y también como símbolo de lo que nos susurra a cada instante: “¿Me amas?”. Nos corresponde a nosotros responder con determinación: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. De esa forma, de consentimiento en consentimiento, nos volveremos llamaradas de amor por Él, porque sin la caridad nuestra fe está muerta.

 

El amor de los dos Apóstoles en el momento de la muerte

 

En esa línea resplandece el ejemplo de San Pablo, por la facilidad con que anduvo hacia la muerte, sin quejarse, sin levantar objeciones, sin rebelión. Al final de su vida dijo: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe” (II Tim 4, 7); y entregó su alma a Dios con alegría, dando muestras de su gran amor a Dios. San Pedro anduvo en el camino de la caridad, sobre todo después de Pentecostés, y al llegar el momento de extender las manos para ser ceñido por otro, no quiso ser crucificado como el Señor, sino cabeza abajo, según cuenta la tradición, al juzgarse indigno de morir de la misma forma que su Maestro. El Papa San Clemente I comenta: “Por emulación y envidia fueron perseguidos los que eran máximas y justísimas columnas de la Iglesia y sostuvieron combate hasta la muerte. Pongamos ante nuestros ojos a los santos Apóstoles. A Pedro, quien, por inicua emulación, hubo de soportar no uno ni dos, sino muchos más trabajos. Y después de dar así su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido”.11

 

Ése es el amor que cruza el umbral de la eternidad. La fe se diluye en la puerta de entrada del Cielo y se transforma en visión; la esperanza se desvanece ante la realización; sin embargo, el amor pasa a la visión beatífica robusto y brillante, se establece en su plenitud y permanece, porque “la caridad no pasa jamás” (I Cor 13, 8). A ejemplo de San Pedro, ese amor será vigoroso hasta en edad avanzada, porque el Jefe de la Iglesia no se estancó en el grado de caridad que había alcanzado, sino que progresó siempre; y en el momento de la muerte se encontraba en el auge de su entusiasmo.

 

No amar nunca de manera estable

 

Amemos al Señor más que a nosotros mismos, no de manera estable, sino en un ininterrumpido aumento. Cada mañana que nos despertemos nuestro amor debe ser mayor que el del día anterior, realizando con más empeño los actos de la vida cotidiana. Cuando oigamos la pregunta de Jesús: “¿Me amas?”, responderemos: “Señor, te amo con toda mi alma, pero dilata mi capacidad de amar, pues quiero amarte más”. Ese amor hace que el Divino Amado viva en quien lo ama y su mentalidad asuma la nuestra, haciéndonos completamente sumisos a su voluntad. Si somos fieles llegaremos a una situación parecida a la de Santa Teresa de Jesús,12 que decía padecer con el peso de su cuerpo, ya que éste le impedía vivir únicamente bajo el impulso de la caridad, como ella querría.

 

Hagamos crecer la semilla plantada en nuestras almas

 

Así como nuestro cuerpo crece y se mantiene por la alimentación —de lo contrario caminaría hacia la muerte—, también la vida sobrenatural del hombre se sustenta de amor. He aquí el secreto de la germinación de la gracia, porque la acción de Dios se vuelve más fértil y pujante por la caridad. Por el amor de los santos Apóstoles Pedro y Pablo a Jesucristo, a su vocación, sumándose más tarde el apostolado, la voz de Cristo empezó a resonar y extenderse por todo el universo. También nosotros hemos sido llamados a amar, convencidos de que hemos de propagar ese amor y esa voz, que es la voz de Dios, haciéndola resonar por todo el orbe.

 

San Pedro y San Pablo están en el Cielo intercediendo por nosotros. Recurramos a ellos pidiendo en esta Vigilia que nos obtengan, a ruegos de la Santísima Virgen, gracias que nos asuman por completo y transformen nuestras almas en llamas vivas de amor, para proclamar por todo el mundo la Buena Noticia del Evangelio. De esta manera se podrá decir, en determinado momento, que el Espíritu de Dios bajó a la tierra y su faz fue renovada. ²

 


 

1) SAN AGUSTÍN. Enarratio in psalmum XLVII, n.13. In: Obras. Madrid: BAC, 1965, v.XX, p.154-155.

2) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.29, a.3, ad 3.

3) SAN AGUSTÍN. De Trinitate. L.VIII, c.7, n.10. In: Obras. 3.ed. Madrid: BAC, 1956, v.V, p.527.

4) DIDON, OP, Henri-Louis. Jésus Christ. Paris: Plon, Nourrit et Cie, 1891, p.807.

5) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q.24, a.3.

6) Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Infancia y Bautismo. Madrid: Rialp, 2000, v.I, p.328-329; LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Matthieu. 4.ed. Paris: J. Gabalda, 1927, p.323-325; RICCIOTTI, Giuseppe. Vita di Gesù Cristo. 14.ed. Città dell Vaticano: T. Poliglotta Vaticana, 1941, p.322.

7) SAN AGUSTÍN. In Epistolam Ioannis ad Parthos tractatus decem. Tractatus VII, n.8. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, v.XVIII, p.304.

8) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I, q.108, a.5, ad 5; a.6. Santo Tomás afirma que si el objeto es inferior al sujeto, más vale conocerlo que amarlo; pero si el objeto es superior al sujeto, más vale amarlo que conocerlo (cf. Idem, a.6, ad 3).

9) Cf. Idem, II-II, q.24, a.2.

10) SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus CXXIII, n.4. In: Obras. Madrid: BAC, 2009, v.XIV, p.948.

11) SAN CLEMENTE I. Primera carta a los corintios, V,2-4. In: RUIZ BUENO, Daniel (Ed.). Padres Apostólicos. 5.ed. Madrid: BAC, 1985, p.182.

12) Cf. SANTA TERESA DE JESÚS. Cuentas de conciencia, 54ª, 15. In: Obras Completas. 4.ed. Madrid: BAC, 1974, p.483-484.

 

 

 

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