Castidad y coraje

Publicado el 09/29/2020

El hombre casto es fuerte y corajoso. Pero aquel que juega con la tentación, comienza a subir en su interior – turbia, indolente, viscosa – la sensualidad, y cae. Esa caída introduce una debilidad, que en la hora del peligro lo conducirá a la cobardía.

Plinio Corrêa de Oliveira

La Orden del Templo [Templarios] nació en Jerusalén, en 1118, del deseo de un piadoso caballero de Champagne, Hugues de Payens, a fin de proporcionar ayu- da y protección a los peregrinos que afluían de toda Europa hacia el SantoSepulcro de Nuestro Señor Jesucristo.

Los “Pobres Caballeros de Cristo”

La primera Cruzada no les abrió un camino de comodidades. Eran continuamente atacados por los turcos, destrozados, extorsionados, esclavizados o muertos. Los cruzados que se establecieron en el país constituyeron, en el propio reino franco de Oriente, colonias que era necesario proteger. Les faltaba una protección armada, porque las tropas del reino franco no eran suficientes.

Fue con esa intención que Hugues de Payens congregó un puñado de hombres. No eran más que nueve al inicio, de los cuales no conocemos los nombres, y que se agruparon bajo el título de “Pobres Caballeros de Cristo”. Por causa de ellos se reunió, en 1128, el Concilio de Troyes, donde los “Pobres Caballeros de Cristo” recibieronde San Bernardo, en presencia del Legado Pontificio, de dos arzobispos y diez obispos, sus cartas de Caballería.

El nuevo Rey de Jerusalén, Balduino II, los alojó en su palacio, cerca al Templo de Salomón, de ahí su nombre. Con sus cartas de Caballería recibían también su Regla, pues se comprometieron a través de votos a observar la pobreza, la obediencia y la castidad sin la cual no habría existido la Orden del Templo. “La castidad es la seguridad del coraje”, se lee en su Regla. No citaré sino la página 1 que me pareció más bella, porque ella contiene toda la renuncia que la Orden exigía y la grandeza que daba a cambio. Los que deseaban ser caballeros, el día en que eran revestidos, se abrían ante ellos las puertas del Templo.

He aquí un trecho de la Regla:

Vosotros renunciaréis – les decía el maestro – a vuestras propias voluntades y al servicio del rey, por la salvación de vuestras almas y para rezar, según lo establecido por las reglas y la costumbre de los maestros reconocidos en la ciudad santa de Jerusalén. A cambio, Dios será vuestro, si prometéis despreciar el mundo engañador, por el amor eterno de Dios, y despreciar todos los tormentos de vuestros corazones. Saciados por el alimento de Dios, embriagados por los mandamientos de Nuestro Señor, no temeremos ir a la batalla, pues es ir en dirección a la corona.

Coraje: firmeza de princioios y ardor de ideales

Destacamos de este fragmento algunos pensamientos, de los cuales el primero es este: “La castidad es la seguridad del coraje”. Lo que está afirmado aquí es que el hombre casto tiene una fuerza y un coraje que el hombre no casto no posee.

Casi se diría que eso es mentira, porque el mundo de hoy acostumbra afirmar y proclamar lo opuesto: que el hombre casto es medroso, mientras que, por el contrario, el que no tiene pureza se lanza a todas las aventuras y por esa razón es propiamente un hombre fuerte. Entonces, se trata de probar que esa segunda opinión – que es la opinión pagana – es falsa, y que la primera es la verdadera.

¿Cómo se prueba que la primera opinión es la verdadera? La prueba es simple. En último análisis, ¿qué viene a ser el coraje? Es la firmeza de principios y el ardor de ideales por los cuales nosotros controlamos el miedo y sacrificamos nuestra integridad física, nuestra vida, y corremos cualquier otro peligro, de orden intelectual o moral, en beneficio de nuestros ideales. En términos más simples: si una persona tiene un determinado ideal, con principios bastante firmes para estar de hecho convencida de ese ideal y lo tiene como verdadero, ella posee una voluntad ardorosa, por donde ama ese ideal más que su propia vida.

Si eso se da, en la hora en que la persona siente miedo de morir, de ser herida, calumniada, despreciada, perseguida, etc., ella es capaz de controlar ese miedo en holocausto a sus ideales.

Es decir, fundamentalmente, el coraje se define como una firmeza en el pensar, en el querer, en el controlar.

La castidad es por excelencia una firmeza; la impureza, una cobardía

Ahora, la castidad, es por excelencia una firmeza. Es exactamente aquel alto grado de firmeza y de coraje por donde, cuando uno está convencido de que debe ser puro, el hombre comprende la belleza y la nobleza incomparables del ideal de pureza. Cuando comprende que la voluntad de Dios es esa, y que así debe ser; cuando tiene amor a esa pureza por amor a la voluntad del Creador, aunque sea tentado, rechaza la sugestión de la tentación y se mantiene puro. El hecho de la fidelidad en la pureza es, por definición y en su substancia, un acto de coraje. De manera que el puro es un corajoso, el corajoso es un puro. Las dos cosas son reversibles como una parte en el todo y el todo en una parte.

Por el contrario, imaginemos al individuo que cede a los instintos de la carne. Aparece la ocasión, es seducido; a pesar de que su conciencia le diga que es malo, y en su voluntad haya algo que rechaza aquello, comienza a jugar con la tentación: piensa, no piensa; mira, no mira; acepta, no acepta. Comienza, entonces, a subir en él – turbia, indolete, viscosa por naturaleza y por definición – la sensualidad. Finalmente cae.

¿Esa caída no lo dispone a la indolencia? Y esa indolencia ¿No lodispone a otra indolencia en la hora del peligro? Es evidente que sí.

De manera que el hombre puro es el verdadero corajoso. El hombre impuro tiene en la impureza un factor para no ser corajoso, un elemento de cobardía, de miedo. Alguien dirá: nosotros vemos en la Historia legiones enteras de hombres impuros que se portan con mucho coraje.

Cuando constatamos, en una narración histórica, por ejemplo, que mil, dos mil mahometanos se lanzan contra los católicos para derrotarlos, ¿Es verdad que los moros avanzan con verdadero coraje? Son fanáticos. Ellos avanzan en un torbellino de indignación y de furia que, de momento, sube en ellos. Son naturalmente
muy inflamables.

Pero cuando pasa el ímpetu, pasa aquel impulso, y comienza la reflexión, entonces es la hora del coraje. Porque no es coraje verdadero el del individuo que ataca ciego de furor, sin medir siquiera sus actos. Ese es un rabioso, un loco, que perdió el instinto de conservación, un tonto, no un corajoso. Hace eso como cualquier camorrista en la calle podría hacer; como un borracho, por ejemplo, puede provocar a otro y hasta arriesgar la vida. Pero no es el verdadero coraje, que consiste en una directriz, un control, una norma. Es apenas un desbordamiento irregular e inconstante, como son todos los desbordamientos.

Es una de las razones por las cuales, en las guerras de la Reconquista, los católicos de Portugal y de España acabaron venciendo a los moros: exactamente porque eran puros y corajosos. Los moros eran mucho más numerosos; los nuestros tuvieron, durante casi todo el tiempo, tropas muy superiores para enfrentar. Y los mahometanos fueron retrocediendo, porque tenían furor, pero no rompían el ímpetu del católico y huían. No tenían la fuerza de alma necesaria para una prolongada resistencia.

La castidad es una dedicación

Otro objetará: “Pero yo conozco muchos puros que son miedosos.” Eso puede pasar. Es un puro que no llevó su pureza hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, de sí, la pureza tiende a hacer del hombre un corajoso. El mismo hombre que tiene un coraje igual a cinco y es puro, si fuese enteramente puro tendría un coraje igual a diez; y si fuese impuro, tendría un coraje igual a cero. De sí, una virtud invita a la otra.

Por lo tanto, la Regla de los Templarios decía una cosa perfectamente verdadera: la pureza es el centinela del coraje. El verdadero caballero tiene que ser casto.

Eso tiene una aplicación eminente para nosotros, porque si deseamos ser verdaderos caballeros, si queremos enfrentar todos los riesgos inherentes a quien se mete en nuestra gran lucha por la Civilización Cristina, debemos ser castos y puros. Debemos temer no poseer el verdadero coraje por no tener la plena castidad.

Además, Dios bendice el varón casto y está con él. El auxilio para el varón casto en toda especie de lucha es la protección de Dios, que ama al casto de modo especial.

De la castidad no hay alabanza que no se pueda hacer. Ella es por excelencia una dedicación, porque un hombre verdaderamente casto renuncia a una porción de cosas a fin de vivir para un ideal más alto. Un ideal que tiene eso de específico: no nos da recompensas en la Tierra, pero sí en el Cielo, y por eso es el auge de la dedicación volcada propiamente para Dios, porque el ideal católico es el más puro, el reflejo más cercano de Dios.

… y una grandeza por excelencia

¿La castidad es una grandeza? A mi ver, es la grandeza por excelencia. Entre un rey no casto y el último recogedor de basura casto, es más el recogedor de basura casto que el rey no casto.

Es la virtud que acentúa más en el hombre la nota espiritual. Ahora, como el hombre es espíritu y materia, y su grandeza consiste principalmente en el espíritu, cuanto más sea puro, el factor espíritu domina más en él y se eleva más con la verdadera y pura grandeza del hombre. La castidad es, por tanto, una grandeza.

Otra enseñanza que obtenemos del fragmento leído, está expresado en esta idea: si el Templario se dedica enteramente, recibirá como premio la grandeza.El mundo piensa lo contrario: aquellos que se dedican son pequeños; grandes son aquellos que reciben la dedicación. Por ejemplo, un discípulo que se dedica a su maestro. El discípulo es menor que el maestro. Entonces, es despreciable ser dedicado, y extraordinario ser objeto de una dedicación. El hombre verdaderamente grande no se dedica, despierta la dedicación. La imagen del dictador es esta: un hombre llevando atrás de si millares que se dedican a él, pero él no se dedica a nadie.

La Doctrina Católica enseña lo contrario. La razón de ser de los grandes está en ser dedicados, pues sin la dedicación no existe verdadera grandeza. Todo hombre constitudo en una situación elevada, sea cual sea, está puesto allí para dedicarse.

Es el padre, el pastor y debe, por lo tanto, dar su vida por todos. Necesita realizar todos sus actos para el bien de aquellos sobre los que manda. Él no fue hecho para sacar ventajas del cargo, sino para servir. Fue lo que dijo Nuestro Señor: “El hijo delHombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28)

Admiración y grandeza

Esta verdad tiene, así como una medalla, su reverso: Aquel que es pequeño y sirve con satisfacción recibe la grandeza. Admirar consiste en mirar algo con entusiasmo, entendiendo la grandeza de aquello y amándola. Cuando comprendemos y amamos la grandeza de alguien, nos disponemos normalmente a dedicarnos a él, a servirlo. Por lo tanto, las almas capaces de admirar son también capaces de dedicarse y de servir.

La admiración es la puerta de toda grandeza y es imposible que admire algo sin que la grandeza de aquello que admiré, de algún modo, penetre en mí. Por eso, la grandeza es dada a los que admiran y se dedican al objeto de su admiración.

Aquellos que son grandes deben ser dedicados. En este sentido se podría interpretar el versículo del Magnificat que dice “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1, 52) como una invitación hecha a los poderosos para bajar de su sede y servir a los pequeños; y a éstos a elevarse por la admiración y llenarse de la grandeza de los poderosos. Tenemos, así, la admirable armonía del universo, donde grandes y pequeños coexisten unos para los otros, según la Doctrina de Nuestro Señor Jesucristo.

Esto debe infundir en nosotros una admiración cada vez mayor por la Civilización Cristiana con su orden, su sabiduría profunda, su armonía ex- traordinaria, su espíritu intrínseco y substancialmente anti-igualitario, que nos muestra la desigualdad como una cosa digna de amor, de entusiasmo.

Por otro lado, debe inspirarnos la idea de que la Civilización Cristiana, tan alta y extraordinaria, necesita ser defendida con todo el coraje, y ese coraje lo tendrán los puros.

“Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Estos no verán a Dios apenas en el Cielo. Los puros tienen una mirada límpida para ver, en esta Tierra, la conformidad de las cosas buenas con Dios, y ser corajosos para luchar hasta la última gota de su sangre en defensa de aquello que está de acuerdo con Dios.

Comprendemos mejor, así, los impulsos profundos del coraje de los Templarios. Esos caballeros, que en su época de oro fueron extraordinarios y sirvieron de muralla para la Civilización Cristiana, definieron el tipo perfecto de caballero católico.

Revista Dr Plinio. Año I. Nº1 Mayo de 2018, p.12-15; Extraído de conferencia de 3/2/1973

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