El leproso agradecido

Publicado el 02/18/2020

Al hombre le resulta difícil soportar cualquier sufrimiento. Por eso, es corriente agradecer la curación. No obstante, ¿existirá alguien que alabe a Dios por su enfermedad?

 


 

La lepra siempre ha sido considerada un paradigma de infelicidad en razón de sus horribles y dramáticas consecuencias físicas y sociales. Por eso las curaciones de dicha enfermedad que el divino Maestro hacía a lo largo de su predicación causaban una profunda impresión.

 

Sin embargo, la salud restituida a esos infelices simbolizaba una curación todavía más preciosa: la del alma. Indudablemente, el afán de los leprosos a la búsqueda de la salud era superado por el divino deseo de proporcionarles la salvación eterna.

 

Todavía hoy se encuentran hermosas actitudes de gratitud como la

de aquel agradecido leproso

El leproso agradecido – Biblioteca del monasterio de Yuso,

San Millán de la Cogolla (España)

En la conocida curación de los diez leprosos en la que sólo uno, el samaritano, regresó para agradecérselo a Jesús, el divino Maestro le preguntaba: “los otros nueve, ¿dónde están?” (Lc 17, 17). De hecho, todos habían sido curados milagrosamente. No obstante, solamente uno de ellos logró la verdadera salud: al ver su cuerpo limpio, volvió, desbordante de gratitud, a los pies de la Fuente de la Vida y, por tanto, fue el único que oyó la alentadora sentencia: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19).

 

Visitando una leprosería del siglo XX

 

Dos mil años han pasado y aún hoy día se pueden encontrar hermosas actitudes de gratitud como aquella, e incluso, en cierto sentido, más impresionantes…

 

Una pareja de Heraldos del Evangelio visitaba, precisamente, una leprosería cerca de la localidad brasileña de Belén do Pará. Aunque en la actualidad la medicina cuenta con la vacuna contra la lepra, descubierta en 1987 por el venezolano Jacinto Convit García, hasta el presente no ha sido posible erradicar por completo dicha enfermedad.

 

Allí se encontraban los misioneros llevando una bonita imagen de la Virgen de Fátima, dispuestos a sembrar en los corazones desvalidos el mensaje de esperanza legado por Cristo a sus discípulos. Recorrieron las instalaciones del hospital asumidos por un notable sentimiento de compasión ante el atroz sufrimiento de aquellas personas transformadas en llagas vivas. Yacían en su lecho de dolor, exiliados de la convivencia social en esa nueva y pequeña Molokai, y nuestros misioneros se sentían otros Damián de Veuster.

 

“¡Dios es muy bueno!”

 

Cuando pensaban haberlo visto todo, aún les faltaba la más bella lección de conformidad con los misteriosos designios de la Providencia. La enfermera que los acompañaba insistió en detenerse un momento para explicarles qué se iban a encontrar en la última habitación del pasillo: “Se trata de un caso de lepra precoz. El enfermo que está aquí tuvo que abandonar su pequeño mundo infantil cuando apenas empezaba a tener uso de razón, para encerrarse en las paredes de una leprosería y ver como su cuerpo se desintegraba a lo largo de casi setenta años: ya ha perdido las piernas, le faltan las manos, casi no le queda nariz, no tiene ningún diente, oye con dificultad y casi no ve”. Sería difícil creer en la existencia de un hombre así, si ambos religiosos no lo hubieran visto.

 

“¡Adalucio! ¡Adalucio! ¡La Virgen ha venido a visitarlo!”, exclamó la enfermera, hablándole al oído del paciente, a fin de despertarlo de su adormecimiento casi continuo. El leproso entreabrió los ojos, topándose, en medio de las brumas de la ceguera, con una escena que se le figuraba como bajada del Cielo. Entonces, los dos misioneros le dirigían unas palabras de consuelo cuando fueron interrumpidos por la voz lenta y entrecortada de Adalucio: “¡Dios es bueno…, Dios es bueno…, Dios es muy bueno!”. Los heraldos se quedaron sin saber qué decir ante sublime reacción.

 

Un himno dedicado a los amigos de la cruz

 

Si tuviéramos la oportunidad de recorrer las ciudades modernas contando este hecho, muchos tal vez pensarían: “¡Ese hombre tiene el derecho a reclamar a Dios!”. Sin embargo, esa no fue la actitud de Adalucio. Es, precisamente, el leproso que no ha sido curado, pero alaba y da gracias a Dios, y con más de 70 años de edad practica tan heroico acto de alabanza por el hecho de existir.

 

Adalucio terminó sus días llevando en su cuerpo la cruz de la lepra. Y todo indica que el alma de ese pobre Lázaro de Pará, que en vida soportó con resignación la tragedia, fue a reunirse en el Cielo con todos los santos y recibirá de vuelta su cuerpo, pero ya no macerado y leproso, sino íntegro y luminoso, en el último día de la resurrección de la carne.

 

Pero, después de todo, ¿qué es lo que agradecía Adalucio? Exactamente no se sabe. No obstante, la frase “¡Dios es muy bueno!” nos recuerda la conmovedora oración compuesta por un paracaidista francés, Andrés Zirnheld, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, cuya letra sería más tarde adaptada para convertirse en uno de los himnos de la École Militaire Interarmes.

 

Parece un himno dedicado a los amigos de la cruz, tal como los describe San Luis María Grignion de Montfort.1 A esas nobles almas bien se les aplica la divina promesa de Jesús: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 25).

 

1 Este santo francés, como se sabe, es el autor de la Lettre circulaire aux amis de la Croix (Carta a los amigos de la cruz).

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