El más injusto e infame juicio de la Historia

Publicado el 03/09/2018

La transgresión de la Ley de Dios suele ir acompañada de la violación de las leyes humanas. Esto ocurrió de forma paradigmática en la injusta condenación a muerte de Jesucristo, cuando fueron violados los más básicos principios del Derecho.

 


 

Del corazón de Plinio Corrêa de Oliveira brotó en cierta ocasión este grito de dolor e inconformidad: “Contra Vos, Señor, conspiraron. […] Tanto os odian vuestros enemigos que ya no toleran vuestra presencia entre los vivos y desean vuestra muerte. Quieren que desaparezcáis para siempre, que enmudezca el lenguaje de vuestros ejemplos y la sabiduría de vuestras enseñanzas. Os quieren muerto, aniquilado, destruido. Sólo así habrán aplacado el torbellino de odio que se levanta en sus corazones”. 1

 

Un alma apasionada por Dios, que vivió, luchó y se ofreció en holocausto por la Iglesia, que meditando sobre la Pasión se preguntaba cómo era posible descargar tanto odio contra el Justo por excelencia, que pasó por el mundo haciendo el bien, curó a miles de enfermos, esparció por todas partes bondad, amor y misericordia. Y llegaba a la conclusión de que no fueron las causas de los acontecimientos narrados en el Evangelio meramente políticas, sociales o psicológicas.

 

El proceso que resultó en el apresamiento, pasión y muerte del Cordero Inmolado tiene sus raíces en un abismo tenebroso e insondable, y del cual salió el clamor al que los deicidas hicieron eco: “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso […]. Es un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta insoportable […]. Lo someteremos a ultrajes y torturas […]. Lo condenaremos a muerte ignominiosa” (Sab 2, 12.14.19-20).

 

Condenado a muerte sin ni siquiera haber sido oído

 

Los citados versículos del libro de la Sabiduría describen proféticamente lo que ocurriría con Jesús. En cierto momento, su simple presencia se volvió insoportable para sus enemigos, y entonces éstos tomaron la decisión de matarlo (cf. Jn 11, 53).

 

¿Cuál fue, por así decirlo, la gota que colmó el cáliz de la inconformidad? ¿Una increpación, un desafío?

 

No. Fue un acto de bondad, una manifestación de amor: la resurrección de Lázaro. Tan sólo a la voz de “Lázaro, sal afuera”, ese hombre sepultado desde hacía cuatro días sube la escalera de la tumba, de pies y manos atados con vendas, a la vista de una pequeña muchedumbre desconcertada (cf. Jn 11, 43-44).

 

Avisados de lo sucedido, los pontífices y fariseos convocaron al consejo y sin rodeos plantearon la situación: “¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en Él…” (Jn 11, 47-48). Instigados por Caifás, sumo sacerdote en funciones aquel año, los miembros de la gran asamblea decidieron matar al Hombre Dios. Así que sin ni siquiera haber sido citado e interrogado, Jesús era condenado inapelablemente a muerte por el “crimen” de hacer “muchos signos”, “multiplicar los milagros”.

 

Sin embargo, al no tener todavía los medios para pasar de la resolución a la ejecución, los fariseos y pontífices se limitaron a tomar algunas providencias para localizarlo y prenderlo.

 

Estaban a la espera de una oportunidad favorable para echarle mano sin que provocara una conmoción popular, cuando reciben la visita de un personaje del todo inesperado que les ofrecía la realización inmediata de sus oscuros designios:

 

—¿Cuánto me daréis si os lo entrego? —les preguntó el Iscariote.

 

Convinieron en treinta monedas de plata, el precio de un esclavo, y el traidor condujo a los esbirros del sanedrín al Huerto de los Olivos, donde con un beso les indicó al hombre que buscaban. Entonces prendieron a Jesús, le ataron las manos y lo condujeron a la casa de Anás, suegro de Caifás, y después a la de éste.

 

Transgredieron la Ley de Dios y las leyes humanas

 

La transgresión de la Ley de Dios suele ir acompañada de la violación de las leyes humanas; eso fue lo que ocurrió con Jesús. Desde el punto de vista jurídico, su apresamiento fue propiamente un secuestro, porque la jurisdicción policial del sanedrín se restringía al área del Templo. Era la primera de una serie de graves irregularidades procesales.

 

El sanedrín o sinedrio era el tribunal supremo de los judíos. Estaba compuesto por setenta y un miembros y dividido en tres cámaras: la de los sacerdotes, la de los escribas y la de los ancianos. Mucho se ha escrito sobre la abominable conducta de dicho tribunal hasta el momento en que Pilato, “el juez que cometió el crimen profesional más monstruoso de toda la Historia”,2 condenó a la crucifixión al Inocente por excelencia.

 

De las varias obras dedicadas a este tema, cabe destacar el preciso e interesante estudio hecho por dos sacerdotes franceses, titulado El valor de la asamblea que pronunció la pena de muerte contra Jesucristo.3

 

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Sus autores eran hermanos gemelos pertenecientes a una rica y aristocrática familia israelita de Lyon, Francia. Tocados por la gracia al asistir a algunas ceremonias católicas, iniciaron aún en la infancia el camino de la conversión, que culminó a los 18 años, con la recepción del Bautismo. Favorecidos por su conocimiento de la lengua hebraica, los hermanos Lémann pesquisaron en buenas fuentes la legislación penal en vigor en Israel durante la época de la condenación a muerte de Jesús. De modo que pudieron elaborar una lista de veintisiete irregularidades cometidas a lo largo de los distintos procedimientos judiciales, cada una de ellas suficiente para anular todo el proceso.

 

Mencionaremos a continuación algunas de las más interesantes.

 

Darle aires de formalidad a una sentencia ya emitida

 

Después de prender a Jesús en el monte de los Olivos, los alguaciles lo llevaron a la casa de Caifás, donde ya se había reunido el sanedrín para juzgarlo (cf. Mt 26, 57). Grave transgresión de la ley, pues ésta prohibía los juicios por la noche, bajo pena de nulidad.

 

A parte de esto, la reunión se realizó el primer día de los ácimos, víspera de la gran fiesta de la Pascua; y además el sanedrín no podía juzgar en la víspera de un sábado ni en la de un día de fiesta.

 

El propio Caifas que, con ocasión de la resurrección de Lázaro, se había constituido en acusador de Jesús, ahora lo interroga como juez; más aún, ¡como presidente del tribunal! Una monstruosidad jurídica, inadmisible en cualquier país civilizado.

 

Habiendo sido Jesús condenado ya de antemano, el verdadero objetivo de tal reunión era el darle aires de formalidad legal a la sentencia pronunciada días antes. Para ello, el sanedrín oyó la declaración de numerosos testigos falsos, sin análisis previo de su cualificación y sin exigirle tampoco que prestaran juramento; pero como ni siquiera concordaban entre ellos, Caifás se vio obligado a buscar una solución al callejón sin salida al que habían llegado e interpeló al divino Maestro diciendo: “Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios” (Mt 26, 63).

 

Capciosa cuestión: si respondía negativamente, sería condenado por impostor; si lo hacía afirmativamente, por blasfemo. Además, estaba vedado exigirle al acusado un juramento, porque eso implicaba en imponerle un dilema: cometer perjurio o incriminarse a sí mismo. El inicuo tribunal no les exigió a los testigos el juramento que tenía obligación de exigirles, y le exigió al acusado lo que estaba prohibido hacer.

 

Pero Jesús les dio una respuesta sublime: “Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo” (Mt 26, 64). Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: “Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?”. Y los miembros del sanedrín contestaron: “Es reo de muerte” (cf. Mt 26, 65-66).

 

Buscando desesperadamente la pena capital

 

A todas esas irregularidades se le sumaron otras, de no menor gravedad. Oída la respuesta del reo, le correspondía a Caifás analizarla con serena imparcialidad y después someter el caso a votación entre los miembros del tribunal. No lo hizo. Al contrario, estaba tan agitado por el odio que rasgó su vestidura sacerdotal, actitud que le estaba absolutamente prohibida al sumo sacerdote. La frenética agitación lo llevó incluso a romper otras muchas normas jurídicas, de las cuales aquí destacamos tres, de fundamental importancia todas ellas.

 

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Primera: forzó el voto conjunto de todos los miembros del sanedrín, cuando por ley debían hacerlo individualmente, uno a uno: “yo condeno” o “yo absuelvo”, todo ello debidamente registrado por los funcionarios competentes. Segunda: la sentencia fue pronunciada el mismo día que se inició el juicio; ahora bien, la legislación prescribía que en los casos de pena capital la sentencia tenía que trasladarse al día siguiente. Tercera: la sentencia de muerte fue pronunciada en la casa de Caifás; pero por ley solamente eran válidas las sentencias de muerte cuando se dictaban en la sala Gazith, o salón de las piedras esculpidas, situada en una de las dependencias del Templo.

 

Debido al hecho de que Judea había sido reducida a la situación de provincia romana, el sanedrín había perdido el ius gladii, es decir, el derecho soberano de aplicar la pena de muerte. En la práctica, por tanto, de nada les serviría a los del sinedrio todo aquel esfuerzo nocturno para prender y condenar a Jesús, si no conseguían la sentencia condenatoria promulgada por el gobernador romano. Entonces llevaron a Jesús apresuradamente de la casa de Caifás al pretorio de Pilato, donde comenzaron otra disputa, tan infame y oscura como la primera.

 

Sabiendo por dura experiencia que el magistrado romano no les daría la mínima atención con la acusación de blasfemia o cosa similar, le presentaron a Jesús como un criminal político, un sublevado, amotinador del pueblo, contrario al pago del tributo a Roma; en una palabra, enemigo del César.

 

Inseguro y acobardado, Pilato llevó a cabo varios intentos de liberar al divino Prisionero, pues se daba cuenta de que los escribas y sacerdotes no estaban procediendo con recta intención. Éstos, sin embargo, instigaban al populacho a que reclamaran a gritos la condenación a muerte de Jesús: “¡Crucifícalo, crucifícalo! […] Si sueltas a ese, no eres amigo del César. Todo el que se hace rey está contra el César” (Jn 19, 6.12).

 

Al oír esta amenaza, la poca valentía de Pilato se derrumbó, y les entregó al Inocente para que fuera crucificado. Así como los judíos prefirieron a un vulgar asaltante de caminos en lugar del Redentor, el gobernador me droso sacrificó a la Verdad en beneficio de su mediocridad con el simbólico gesto de lavarse las manos.

 

El triunfo más espléndido de la Historia

 

Concluido estaba, finalmente, el proceso más abominable de la Historia. Nuestro Señor Jesucristo, condenado a la más ignominiosa de las muertes, salió llevando la cruz a cuestas hacia lo alto del Calvario. Los esbirros, los sacerdotes y los escribas no desaprovecharon nada de lo que podían hacer para aumentar sus tormentos de cuerpo y de alma. El Cordero de Dios fue por fin inmolado.

 

Después de haber dicho “todo está cumplido” (Jn 19, 30), Cristo inclinó la cabeza y expiró. El propio Padre eterno se incumbió de hacer los solemnes funerales de su divino Hijo: el sol se oscureció, dejando la tierra envuelta en tinieblas; el velo del Templo se rasgó de arriba abajo, en dos partes; la tierra tembló; se rompieron las piedras; los sepulcros se abrieron y se vieron a los cuerpos de los difuntos andar por las calles de la ciudad deicida, increpando a los judíos.

 

A los ojos de los amigos del mundo, Cristo era un derrotado, el mal se había impuesto. La Virgen Santísima, no obstante, permanecía al pie de la cruz, con el corazón traspasado por la espada del dolor, pero convencida de que a ese aparente fracaso le seguiría a continuación una esplendorosa victoria. Nuestro Señor Jesucristo venció a la muerte y al mal para siempre, al resucitar al tercer día y abrirnos las puertas del Cielo. Así, lejos de ser una derrota, el holocausto del Justo fue en realidad el triunfo más espléndido de la Historia.

 


 

1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Via-Sacra. I Estação. In: Legionário. São Paulo. Año XVI. N.º 558 (18/4/1943); p. 3.

2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Via-Sacra. I Estação. In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año I. N.º 3 (Marzo, 1951); p. 4.

3 Cf. LÉMANN, Augustin; LÉMANN, Joseph. Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus- Christ. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1881.

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