La felicidad celestial

Publicado el 05/25/2017

Tal es el orden puesto por Dios en el universo, que Él quiere, para estimularnos a ir al Cielo, que nosotros en la Tierra conozcamos algunas cosas que den cierta idea de la felicidad de alma que se tiene viendo a Dios cara a cara. Imaginemos entonces, en un cuarto oscuro, a un hombre recostado, que sea ciego de nacimiento. Se hizo una operación para curarse de la ceguera, y le dijeron que tiene que pasar, por decir algo, cinco años en la oscuridad. Después de ese tiempo, sus ojos estarán bien y él verá. De vez en cuando entra en su cuarto una persona amiga, para conversar y distraerlo en esa larga noche. Y obtiene permiso del médico, no propiamente para prender la luz, ni siquiera una llama, sino un palito comburente – todos saben que cuando se enciende un fósforo y se apaga la llama, queda o puede quedar una parte del palito en estado comburente.

 

Entonces, el amigo le pasa eso por delante de sus ojos y le dice: “¿Ve? ¡Eso es luz! ¡Tenga ánimo para transponer estos cinco años en la oscuridad, porque su premio será ver el sol!”

 

Porque esta noche tiene la forma de un cono que se va apretando a medida en que vivimos: al final es más negra, más apretada, más estrecha, más aguda y llega a la muerte, en la cual se sale por la parte de arriba del cono.

 

El materialismo procura eliminar todo lo que recuerde la alegría celestial

 

Cuando la persona expira, y sucede, por lo tanto, la catástrofe, en el momento en que el alma se separa del cuerpo ella ve a Dios. De tal manera que de vez en cuando ella vio en esta vida fósforos – para usar una comparación de cuya precisión teológica no estoy seguro –, para animarla, como diciendo: “Tenga confianza, porque un día tú dirás lo que está dicho en la Escritura: nox sicut diæs iluminabitur1 – la noche será iluminada como si fuese de día. Y tu larga noche pasará a ser para ti un eterno día. ¡Ánimo! ¡Mira el fósforo! ¡Ve cómo es bella la luz!”

 

¡Se trata de una cosa que el corazón paterno y, sobre todo, el corazón materno, harían con tanto gusto! Eso nos da una idea de lo que Dios hace [con los hombres].

 

El materialismo de hoy quiere apagar en el hombre la noción de la espiritualidad del alma, porque quiere eliminar la noción de espiritualidad, de Dios y de la existencia del Creador.

 

Pero, para dar alguna cosa, voy a presentar algunos ejemplos hipotéticos de la vida cotidiana de los que se encuentran en este auditorio, y que, creo yo, en estos días se hacen aún más adecuados.

 

Contraste entre ambientes e impresiones espirituales

 

Tomen, por ejemplo, a una persona que va a hacer compras en el centro de la ciudad o en otra región muy bulliciosa de São Paulo. Anda por aquí, por allá, sube, baja, y ve horrores morales de toda clase. De repente pasa un taxi, entra, respira un poco y le indica al taxista el destino. Al llegar al local indicado, la persona se baja del automóvil y entra en nuestra sede principal: penumbra, temperatura agradable, hay una brisa; en la capilla, que está serena, se encuentra el Santísimo Sacramento, la sede respira todas sus bellezas.

 

La persona siente una especie de alivio, mitad por el frescor del cuerpo que sale de un calor intenso, y mitad por el frescor del alma que se retira del desorden y entra en aquel orden. Hay allí un alivio, una alegría de alma. Se tiene la impresión de que el alma se expande entera y se pone más o menos a gusto, dentro de sí misma.

 

¿Qué es eso? Es un placer del espíritu. Con el frescor, el placer del cuerpo es tan solo un vago eco de la alegría que tuvo el espíritu al entrar en ese ambiente. La persona se siente contenta.

 

Otra impresión, también espiritual: una persona va a un lugar neo-pagano moderno cualquiera, y allí es tratada con desdén, con poco interés, sino con hostilidad y se siente injustamente pisada. Después entra en nuestra sede, encuentra allí una vida burbujeante y tiene la impresión de haber transpuesto, en pocos pasos, una distancia interplanetaria, y de haber salido de un mundo y entrado en otro, en el cual siente la afirmación vibrante, enfática, de todos nuestros ideales, de nuestra razón de ser, de la Causa Católica.

 

Esa cosa tan deleitable es la consideración que tienen las personas para con ella al tratarla bien, amenamente, afablemente. La persona se siente confortada, su alma se regocija, y ella tiene la impresión agradable – que no tiene nada en común con la vanidad – de ser honrada, comprendida, querida, de ser objeto de atención. ¡Qué alegría da eso! ¡Es difícil que algunos de los aquí presentes no hayan pasado por una de esas dos impresiones!

 

Los placeres del alma

 

Ahora imaginemos a una persona que se muere y que ve a Dios cara a cara. La vida terrena quedó atrás, con todas las aflicciones, todos los calores, los fríos, todas las pruebas, las incógnitas, las dificultades, las incertidumbres, con todos los malestares. Todo quedó atrás, y ella no tiene delante de sí tan sólo el frescor de una sede sacral, sino a la propia Sacralidad, Dios Nuestro Señor, que la mira.

 

Observen a una persona que entra en la capilla de nuestra sede principal y siente algo extraordinario. Sin embargo es mucho más que eso; ella se coloca en la presencia del Absoluto, de Aquel que es el Valor en función del cual todo vale, y por fuera del Cual nada vale. Encantada, la persona percibe que Él la mira, pero que su mirada se dirige simultáneamente a otro lugar. Ella dice: “Ya sé, ¡yo pasé por ese lugar antes de llegar aquí! Es la Medianera de todas las gracias. ¡Oh, es Nuestra Señora!”

 

Son placeres del alma vagamente análogos. En nuestra vida deberíamos ir identificando esos placeres del alma. Casi dándoles un nombre y pensando, teniendo en vista el Cielo.

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1) Sal 138, 12 (Vulgata)

(Revista Dr. Plinio, No. 194, mayo de 2014, p. 16-21, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 18.2.1981).

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