LA VIDA Y EL DOLOR

Publicado el 09/25/2017

A la entrada de su tienda, en Canaán, un anciano contemplaba el cielo de noche con su esposa, también de edad avanzada. Dios les había prometido una descendencia más numerosa que las estrellas (cf. Gn 15, 5), de las cuales tan sólo una pequeña porción aparecía ante sus ojos. Y la promesa empezaba a cumplirse: la anciana mujer había dado a luz milagrosamente a un niño que en ese momento estaba con ellos y que por esos días daba sus primeros pasos. Cuando Isaac creció, Dios le pidió a Abrahán lo inimaginable: que le ofreciera en sacrificio al heredero de la promesa como víctima. Sin dudarlo ni perder la serenidad, conteniendo el dolor, el anciano patriarca se dispone a ejecutar la orden divina… Solamente en el último instante surge un ángel que sujeta el brazo del sacrificador (cf. Gn 22, 10-12).

 

Ahora bien, Abrahán era amigo de Dios… ¿Cómo se entiende que Dios trate así a los suyos?

 

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“¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Jb 7, 1), dijo Job. En efecto, el pecado original introdujo el sufrimiento como regla de la existencia terrena (cf. Gn 3, 17-19) y desde entonces la única forma de ganar esa guerra es saber disponer el alma frente al dolor. El que entiende que éste es inherente a nuestra condición humana y lo acepta con espíritu sobrenatural, vive con calma, alegría y buen humor; el que, por el contrario, trata de huir de cualquier padecimiento, está atormentado constantemente ante la mera perspectiva de tener que sufrir.

 

El hombre de fe encuentra en el dolor el pleno significado de su existencia, porque la vida humana se asemeja a ciertas flores, que sólo dan lo mejor de su perfume al ser estrujadas; o al trigo, que ha de ser molido para transformarse en pan; o incluso a la semilla echada a la tierra para que dé fruto.

 

Mientras que una persona no haga frente a la prueba, se vuelve una incógnita; puede suscitar esperanzas, nunca certezas. Únicamente después de haber enfrentado y vencido el sufrimiento, muestra su verdadero valor. Pues en todos los aspectos de nuestra existencia, el dolor es la condición y el precio de la victoria. En determinadas circunstancias, incluso al más perfecto de los hombres, le faltan las fuerzas naturales. Por consiguiente, necesita del auxilio sobrenatural, con el que todo lo puede (cf. Flp 4, 13). Para que no sea un derrotado, tiene que rezar y alimentarse con el Pan de los fuertes: la Sagrada Eucaristía. El que comprende que sufrir es natural, puede llegar hasta gemir o pedirle a Dios que aleje de él el dolor, pero se aclimata a éste como en su ambiente propio. El sufrimiento bien aceptado da esa alegría, esa serenidad que los antiguos llamaban consolación, en medio a una noble tristeza.

 

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Imaginemos ahora a Abrahán y a Isaac regresando de la terrible prueba, después de tan hermoso acto de obediencia que había transformado su angustia en alegría y gratitud. Además de la promesa reconfirmada, llevan en su alma una nueva plenitud de bendiciones y ofrendas de la amistad divina (cf. Gn 22, 16-18). Y Sara y ellos, cuando llega la noche, contemplan el cielo, para contar nuevamente las estrellas…

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