Probaciones y gloria del Cirineo

Publicado el 04/17/2019

La tragedia irrumpe en la vida del Cirineo

 

Entonces el Cirineo, debía andar despreocupado, pensando en las pequeñas cosas de su vida común: cómo hacer para mandar arreglar la sandalia que estaba medio desgastada, o si él mismo la arreglaba… O, entonces: “¿De qué especie era aquel pajarito que piaba allá; ¿será que sirve para comer? Si se come, puedo llevarlo para alimentar a mi hijo; si no, para que mi mujer lo ponga en una jaula, así nos entretenemos en casa.” Y cositas así… Podemos imaginarlo alegre, canturreando alguna música. Es la despreocupación de la vida del pobre.

 

Jesús ayudado por el Cirineo a cargar la Cruz

Palacio Episcopal, Málaga, España

De repente se encuentra con una turba gritando: “¡Cógelo! ¡Mátalo! ¡Crucifícalo!” De lejos, el Cirineo oía unos gemidos. La tragedia irrumpió en su vida. Él nunca escuchó a nadie gemir así. ¡Qué dolor punzante! ¿Quién sería ese hombre que gemía? Tal vez pensó: “¿Serán gemidos, o más bien un cántico? ¡Qué voz armoniosa, qué timbre bonito, qué deseo tengo de ayudar a ese hombre, que gime de un modo tan celestial! ¿Quién será ese hombre?”

 

Por primera vez se sintió medio atraído por algo que nunca lo atrajo en la vida. Cuando él veía a alguien sufrir, sentía ganas de huir. El dolor era precisamente lo que su alegría despreocupada no quería; él quería huir de todos los sufrimientos, de todos los que sufren, porque de repente aquel dolor lo podría contagiar.

 

Alguien pide auxilio, una ayuda, siente lástima, pero puede acabar metido en la tragedia; y eso él no quiere, porque se preocupa excesivamente de su seguridad. Por eso tiene deseos de salir, de apartarse de aquel camino. Pero a la vez esta voz se sentía más cerca, la gritería de los verdugos también era más fuerte.

 

Simón pensaba: “¡Qué contraste! Cuando ese hombre gime es como una música; pero esos que gritan contra él, que lo persiguen, ¡qué horrible ruido, qué voces horrorosas, qué barullo sin armonía, qué gente mala! Me dan ganas de tomar partido.”

 

Era una gracia que, sin saberlo, tocaba su alma, penetraba en ella y el Cirineo quedaba inclinado a hacer el bien.

 

Pero por otro lado venía una insinuación del demonio: “¡Cuidado! ¡Huya! ¡Mire, aléjese por aquella puerta, esto va a darle problemas! De repente lo comprometen a usted con eso y sufrirá el dolor junto con él. ¡Dolor, no! ¡Huya del dolor! ¡Idiota, no se conmueva!”

 

Él pondera: “¡Mire eso es verdad! Si yo diera una vuelta por allá, por la otra puerta, sería un poco más largo, pero pasaría lejos de ese alboroto.”

 

La Sangre de Cristo brilla como un rubí

 

En ese momento se escuchan los gemidos nuevamente.

 

Con el corazón partido por la compasión, la gracia posando sobre él, pero con el egoísmo infundido por el demonio diciéndole lo contrario: “¡Piense en sí mismo, no se incomode por ese hombre! Si él estuviese en su lugar, huiría; ¡Huya usted también, no sea bobo!”

 

En la indecisión, el Cirineo continúa su camino. En cierto momento se da el encuentro: él ve un Hombre de treinta y tres años con sus largos cabellos desarreglados, goteando sangre, el rostro cubierto de moretones que lo volvía azul en un punto o en otro, con la nariz naturalmente arqueada, quebrada por un golpe brutal, con la cabeza coronada de espinas, con una Cruz pesadísima a sus espaldas y que Él arrastraba penosamente.

 

Simón quedó horrorizado y pensó: “¿Será que en la vida hay tanto dolor así? Nunca pensé que eso le pudiera pasar a alguien, pero de repente le sucedió a él. ¿Y no puede, de repente, sucederme a mí?”

 

El demonio susurra: “¡Huya! ¡Huya!”

 

Y un Ángel le decía: “¡Quédese aquí, hay algo para usted!”

 

Uno de los soldados romanos lo vio en esa indecisión y le ordenó brutalmente:

 

– ¡Coja el extremo de la cruz!

 

Los romanos dominaban Tierra Santa, eran los señores, y la nación judía había sido conquistada por ellos; por eso, mandaban en todo. Quien estuviera con aquel casco romano, con aquella armadura, con las armas del César, ese tenía que ser obedecido.

 

“¿Cómo – pensaba Simón –, me mandó coger esa cruz empapada de sangre? Veo la sangre que chorrea y gotea por el suelo, y me voy a impregnar de ella…”

 

Mientras pensaba en eso, el Sol incide en la Sangre que brilla de un color rubí. Algo le dice: “Esa Sangre es la salvación, recójala.” “¿Pero – piensa Simón – y el dolor, el peso de esa cruz?”

 

– Cójala ya – insiste el soldado –, porque él no está aguantando y tiene que subir hasta lo alto de aquella montaña.

 

El Cirineo delibera: “Yo entonces tengo que llevar esa cruz hasta la cima de la montaña. ¡¿Subir una montaña con esa cruz, detrás de ese pobre infeliz gimiendo así?! No tengo coraje, es muy duro, y no me gusta hacer esfuerzo.”

 

– ¡Cójala! Si no, recibirá una paliza.

 

Simón piensa: “Ahora la cosa se complicó, porque es mi sangre la que va a correr. De esta no me escapo… Debería haber huido, ahora tengo que coger la cruz.” Él, entonces, decide cargar la Cruz.

 

La bondad de Jesús rasga su alma

 

Quien lleva la Cruz lo mira. Y Simón siente que aquella mirada lo penetra completamente, y siente algo que nunca sintió en su vida. El Cirineo es un hombre casado, tiene hijos, algunos de ellos pequeñitos, tuvo buenos padres y relaciones de familia comunes, como las había en aquel tiempo. Pero él se siente objeto de una mirada como nunca nadie lo miró. Sentía que esa mirada, que le penetraba en el fondo de su alma, era de Alguien que lo conocía desde antes de nacer, sabía quién era él y quién había de ser. Una mirada extraordinaria, que lo envolvía con un afecto que nunca nadie le había tenido.

 

Jesús cae bajo el peso de la Cruz Iglesia de Jesús

Nazareno, Ciudad de México, México

Se sintió comprendido en sus particularidades, y percibió que aquella mirada conocía su vida entera, todos sus dolores, y que tenía compasión de él. El Cirineo se sintió atraído como nunca; habiendo tomado la Cruz, la Sangre caliente que escurría tocó sus manos, se sentía medio envuelto en aquella tragedia, y cada vez más atraído por ella.

 

Pero el miedo actúa por impulsos y, en determinado momento, le dice al romano:

 

– ¡Yo no quiero continuar!

 

– ¡Si no carga, ya verá!

 

Entonces, malhumorado, toma la Cruz y prosigue.

 

Un diálogo mudo se establece entre los dos hombres. El Hombre-Dios y el Cirineo. El Hombre- Dios le decía:

 

– Hijo mío, es por usted que Yo sufro. Usted me ve en el auge del abandono, de la desgracia, en el mayor desprecio de los hombres, pero míreme, note qué misteriosa grandeza hay en Mí. Qué bondad envolvente, la cual rasga su alma como un buen médico toca una llaga para poner en ella un ungüento. ¿Usted no ve que está sufriendo físicamente con el peso de mi Cruz, pero que su alma está sintiendo un alivio como nunca sintió? ¿No está notando que un horizonte nuevo se abre para usted?

 

Están al pie del Calvario, es necesario seguir subiendo y la Cruz se hace para Simón cada vez más pesada. Él piensa: “Es terrible esto, pero más terrible sería si yo tirara la Cruz y Él cayera bajo el peso de ella y se raspara las palmas de sus manos con las piedras del camino. Yo no soportaría eso, iré hasta arriba.”

 

Y ayudó a cargar la Cruz hasta la cumbre del Calvario.

 

Los verdugos le dicen a Jesús:

 

– ¡Ponga la cruz en el suelo!

 

Él, humilde y bondadosamente, coloca la Cruz en el suelo y al Cirineo que lo ayudaba le dirige una mirada de reconocimiento. Fue la última mirada que Él le dio a Simón.

 

El Cirineo se apartó y notó que los romanos ya no estaban pensando en él, estaba fuera de la tragedia.

 

Le dijeron a Nuestro Señor:

 

– ¡Abra los brazos, extienda bien las piernas, vamos a meter estos clavos en sus manos y en sus pies!

 

Y Él, como si quisiera sufrir eso hizo lo que le mandaban, y los martillazos comenzaron.

 

“Traspasaron mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos” (Sal 21, 17-18). Este Salmo se refería al Mesías. De hecho, pusieron clavos en cada mano y después en los pies. Según una tradición, no fue un clavo en cada pie, sino un gran clavo que atravesó los dos pies, sujetándolos a la Cruz.

 

Aterrorizado y al mismo tiempo fascinado

 

Una vez hecho esto, levantaron la Cruz y Él quedó suspendido de aquellos clavos de tal manera que, cuando los brazos soportaban su peso, los clavos comenzaban a rasgar las manos; cuando se apoyaba en los pies, para evitar que se rasgaran las manos, el clavo comenzaba a desgarrar los pies, y todo no era sino un aumento de dolor.

 

El Cirineo, de lejos, miraba aterrorizado y al mismo tiempo fascinado, no hablaba con nadie, él había vuelto a ser un anónimo entre la multitud.

 

En determinado momento, reparó que desde lo alto de la Cruz Nuestro Señor conversaba con los dos ladrones, que estaban de un lado y de otro. Notó que un ladrón blasfemaba y Nuestro Señor fingía no oír. Y que el otro ladrón miraba con tristeza y defendía a Jesús, diciendo:

 

– ¿Usted por qué blasfema de esa manera? Nosotros estamos aquí porque somos criminales; el destino de un criminal es morir como nosotros. Él es el inocente, Él es el justo, Él es el Santo, y muere así…

 

Y Simón oyó a Nuestro Señor responder:

 

– Tú hoy estarás conmigo en el Paraíso.

 

Quinta Estación de la Vía Sacra – Iglesia

de Santa María, Toronto, Canadá

Perdonó todos sus pecados y profetizó que Él iría al Cielo y llevaría consigo al buen ladrón.

 

El pueblo andaba de un lado a otro, algunos tiraban piedras, otros se burlaban, otros callaban, algunos lloraban. El cielo se fue oscureciendo cada vez más. En cierto momento se hizo de noche sobre Jerusalén y, sin embargo, eran apenas las tres de la tarde. Y en esa “noche” se oyó de Él un grito: “¿Eli, Eli, lamá sabactâni? – ¿Dios mío, Dios mío, por qué Me has abandonado?” (Mt 27, 46). Y, en seguida: “¡Todo está consumado!” (Jn 19, 30). Y murió.

 

Nuestra Señora le da una sonrisa apenada, pero dulce

 

Un grupo de mujeres estaba allí, entre las cuales había una que ejercía sobre Simón una atracción parecida con la producida por aquel Hombre. El Cirineo preguntó:

 

– ¿Quién es ésta?

 

– Es la Madre de Él – respondieron.

 

– ¿La madre de él? Pero ella para mí vale más que una reina, una emperatriz, más que todo el mundo. Qué honra ser madre de ese hombre fracasado, tan incapaz que siendo inocente no evitó su propia muerte. ¡Qué sabiduría la de este hombre derrotado, y qué victoria esta escena!

 

Jesús murió y todo el cielo se cubrió, oscureció, y cuando él pensaba en esto un temblor comenzó a sacudir la tierra.

 

El Cirineo continuó mirando aquello, tuvo miedo, sobre todo, cuando vio figuras humanas andando de ojos cerrados, todas envueltas en tiras de paño blanco, como en aquel tiempo se envolvían los cadáveres sepultados y, con la boca cerrada, censuraban terriblemente al pueblo. Y con los ojos cerrados parecía que miraban y radiografiaban el cuerpo y el alma de aquellos bandidos. Eran los justos de la Antigua Ley que salían de las sepulturas para increpar al pueblo que acababa de matar al Hijo de Dios. A lo lejos, él vio el Templo temblando.

 

Él quiso hablar con aquella Señora, pero no se atrevió, tal era la pureza que veía en aquella Dama.

 

Bajaron de la Cruz el Cuerpo sagrado de Jesús, lo ungieron sobre el regazo de Ella y lo llevaron para sepultarlo. Se organizó, entonces, el cortejo de unas diez o quince personas: San Juan Evangelista, las mujeres, Nicodemo, José de Arimatea.

 

Simón no tuvo el coraje de acompañarlo. Él pensó: “¿Qué me va a suceder? Me veo tan lleno de ideas, de preocupaciones, que estoy perdiendo la esperanza, porque, al fin de cuentas, soy un miserable, un cobarde, un hombre cargado de pecados. Nunca estaré a la altura de todo cuanto he visto.”

 

Calvario – Museo de Bellas Artes, Dijon, Francia

El cortejo se aproxima y aquella Señora dirige al Cirineo una mirada de bondad y le dice apenas dos palabras: “¡Hijo Mío!”

 

“Gané el día – piensa él –, gané la vida, estoy perdonado. Me voy a mi casa.”

 

En su residencia la mujer y los niños dormían, todo estaba tranquilo. El primer cuidado que tuvo fue cambiarse de túnica, coger la usada y besarla con reverencia; era su primer acto de adoración. El habrá pensado: “Ese Hombre es Dios”. Fue el primer acto de Fe, de adoración.

 

Dobló la túnica considerándola el mayor tesoro del mundo, besó las manchas de Sangre como si fueran la cosa más preciosa que jamás hubo en la Tierra – y efectivamente lo era –, la guardó en un lugar donde nadie la podía coger; se puso otra túnica y se sentó del lado de fuera del jardín.

 

El tiempo corría… De repente, él percibe que aquel cortejo se estaba dispersando. El Cirineo salió de nuevo detrás de ellos y vio la casa adonde se dirigían. Abrieron la puerta y, poco antes de entrar, aquella Señora mira para atrás y, desde el fondo de su dolor, le sonríe, apenada, pero dulce. El entendió, era una invitación.

 

El Cirineo comenzó a frecuentar a los Apóstoles y todo nos lleva a creer que se santificó, tal vez haya muerto mártir. El silencio se cierne sobre esta vida que comienza en el silencio. Era un hombre adulto que de repente salía de la banalidad, de la vulgaridad, y entraba en este arco de dolor y de gloria. Acabó cumpliendo su deber después de mil dificultades y se hundió de nuevo en el anonimato, pero su alma, así podemos esperar, fue recibida en el Cielo cuando murió. El Cirineo había tenido la honra, la vocación única de, él solo, cargar la Cruz del Cordero de Dios.

 

 

(Extraído de conferencia del 27/6/1987)

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