Vendrá con autoridad para juzgar

Publicado el 11/12/2017

Si cada alma se presenta ante el Todopoderoso y de Él escucha su sentencia eterna inmediatamente después de la muerte, ¿qué necesidad hay de un Juicio Universal? ¿Cómo será ese día terrible, que a unos llenará de terror y a otros, de regocijo?

 


 

Era domingo en Ars. El pasaje del Evangelio de San Mateo escogido para ser comentado en el sermón comenzaba con la conocida parábola de las vírgenes, las necias y las prudentes, y culminaba con la narración del regreso glorioso del Hijo del hombre al final de los tiempos.

 

Ese día, Cristo se presentará sentado en su trono, rodeado de ángeles; pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda, y dirigiéndose a éstas últimas les dirá: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41).

 

Maldecidos por su propio pastor…

 

Para incitar a la conversión a los disolutos fieles de su pueblo, San Juan María Vianney trataba de hacer tan viva como fuera posible la tragedia que supone ser maldecido por Dios eternamente:

 

“Cuando llegue el fin del mundo cada feligrés se reunirá con su pastor y nuestro Señor Jesucristo dirá:

 

—Pastor, ¡maldícelos!

—¡Cómo, Señor! ¿Maldecir yo a los hijos que he bautizado?

—¡Te digo, pastor, que los maldigas!

—¿Maldecir yo, Señor, a los hijos que te he instruido, a los que he dado tu santo cuerpo, distribuido el pan de tu palabra?

 

El pastor dirá lo que ha hecho por ellos. Nuestro Señor Jesucristo contestará:

 

—Pastor, no te han escuchado bastante: ¡maldícelos! Te lo ordeno: ¡maldícelos!

¡Ah, hermanos míos! ¡Cuán doloroso será, para un pastor, tener que maldecir a sus hijos! ¿No me creéis, hermanos míos? Pues bien, será así; sí, así será”.1

 

Todos nos podríamos imaginar en esa misma situación. Y si hacemos un buen examen de conciencia, no dejaríamos de encontrar faltas capaces de llevarnos, en ese tremendo día, el rechazo por parte de los que quisieron conducirnos por el buen camino…

 

“Velad, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 13), recomienda el Señor. Igual que ocurre con la muerte, tras la cual tendrá lugar el juicio particular y se definirá el destino eterno de cada uno, nadie sabe cuándo vendrá el momento supremo de la Historia en el que todo quedará manifiesto ante los ángeles, los hombres y los demonios.

 

En el Juicio Final, Dios premiará públicamente a los que practicaron la virtud y castigará a los réprobos. Habrá concluido el tiempo y sólo quedará la eternidad…

 

Serán revelados nuestros pensamientos, palabras, actos y omisiones

 

El Juicio Final es una de las principales verdades de nuestra fe, profesada por nosotros cada domingo, cuando en el Símbolo de los Apóstoles, proclamamos que Jesucristo, bajado del Cielo, “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.2

 

El gran Santo Tomás de Aquino, en su famoso comentario al Credo, explica con clarividencia la razón de este acontecimiento: “Al oficio del rey y del señor pertenece el juzgar: ‘El rey, que se sienta en el solio del juicio, disipa todo mal con su mirada’ (Prov 20, 8). Puesto que Cristo subió al Cielo y está sentado a la derecha de Dios, como Señor de todas las cosas, es claro que le compete el juicio. Y por eso en la regla de la fe católica confesamos que ‘ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos’ ”.3

 

En esa venida, enseña el IV Concilio de Letrán, Cristo “ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan, para recibir según sus obras, ora fueren buenas, ora fueren malas; aquellos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna”.4

 

Para ello serán revelados a los ojos de todas las criaturas los mínimos actos, palabras, pensamientos y omisiones, incluso lo que se ha hecho creyendo estar solo, tratando de escapar de la mirada de Dios, a quien no se le engaña, pues Él es “el que escruta los corazones” (Rom 8, 27). En el Juicio Final, asevera el Catecismo de la Iglesia Católica, se “revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena”.5

 

Cristo aparecerá como soberano Señor

 

En su primera venida, el Hijo unigénito de Dios vino pequeñito, en nuestra carne mortal, y para nacer escogió una ciudad sin importancia a los ojos de los hombres: Belén de Judea (cf. Mt 2, 1). Allí fue colocado en un pobre pesebre y adorado tan sólo por María y José, y por humildes pastores.

 

Sin embargo, la gloria que no quiso que brillara en la Encarnación refulgirá con esplendor en su parusía: “Después de haber aparecido bajo una forma humilde y despreciable en su primera venida —‘se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo’ (Flp 2, 7)—, aparecerá en la última venida como poderoso Rey y soberano Señor”.6

 

En ese gran día se manifestará “claramente ante el mundo entero que Cristo es el Hijo de Dios, el Redentor de la humanidad y el Rey de Cielos y tierra”.7 Y su gloria será contemplada por los espíritus angélicos, buenos y malos, por la humanidad de todos los tiempos, justos y pecadores, a fin de que los que no creyeron en Él reconozcan su poder y divinidad.

 

Trompetas que anuncian la resurrección de la carne

 

Es difícil hacernos una idea de la grandeza del momento en que Cristo vendrá a juzgar “a los vivos y a los muertos”.

 

Esta expresión, repetida casi maquinalmente al rezar el Credo, significa que, junto con los que aún estén vivos, serán juzgados los hombres y mujeres de todos los tiempos: desde nuestros primeros padres hasta el último que cruzará el umbral de la eternidad en ese entonces. Y para que eso ocurra, es necesario que antes se dé “la resurrección de la carne”,8 otra de las verdades contenidas en el Símbolo de nuestra fe.

 

Varias son las razones calibradas por Santo Tomás9 para justificarla. Entre ellas cabe mencionar la necesidad de desechar la tristeza y temor ante la muerte, y la exigencia de la identidad, es decir, que serán los mismos cuerpos que hemos tenido en la tierra los que nos acompañarán en la otra vida, revestidos, no obstante, de la incorrupción, inmortalidad e integridad, la cual pertenece a la perfección de la naturaleza humana.

 

Además, agrega el Doctor Angélico, cuando sean resucitados en el último día, los cuerpos de los buenos deberán acompañar la gloria de sus almas, que poseerán claridad, agilidad, impasibilidad y sutileza, las cuales son características del cuerpo glorioso. La condición de los cuerpos de los condenados será lo contrario: oscuros, pasibles y pesados, al estar sus almas como encadenadas en el Infierno. Pero por ser también incorruptibles e inmortales, arderán sin consumirse y serán en cierto modo carnales.

 

“La resurrección de los justos e injustos” (Hch 24, 15) será anunciada por el famoso clarinazo predicho en el Evangelio: “Enviará a sus ángeles con un gran toque de trompeta y reunirán a sus elegidos de los cuatro vientos, de un extremo al otro del cielo” (Mt 24, 31).

 

Aunque su sonido no procederá de instrumentos terrestres o celestiales. Será, como dice el discípulo amado, la propia voz de Cristo: “viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz” (Jn 5, 28). Y dirá: “ ‘Levantaos, muertos, y venid a juicio’. E inmediatamente se producirá el hecho colosal de la resurrección de la carne”.10

 

La conveniencia de un Juicio Universal

 

Llegados a este punto de nuestra reflexión, cabría una pregunta: si cada alma ya ha sido juzgada inmediatamente después de la muerte y recibió la sentencia inamovible decretada por el divino Juez, ¿cuáles serían los motivos que llevarían a Dios a reunir a todos los hombres en el Juicio Final?

 

Al enumerar con claridad y precisión filosófica sus causas, el P. Royo Marín11 explica que dicho Juicio tiene por finalidad manifestar tres aspectos de la divinidad del Creador: su sabiduría infinita, a la que no se le escapa nada de cuanto ocurre en la conciencia de los hombres o en la conducta de las naciones; su providencia admirable, que permitió en este mundo tantas veces la persecución del inocente y el triunfo del culpable para aumentar en ese día la gloria del primero y la confusión vergonzosa del segundo; y, finalmente, su justicia divina, que restablecerá el orden premiando a la virtud y castigando al vicio.

 

La existencia de un Juicio Universal también es necesaria para resaltar ante todo el orbe que Cristo es el Hijo unigénito de Dios, pues Satanás lo puso en duda y el mundo constantemente lo está negando a lo largo de la Historia, lo que ha llevado a autores espirituales a hacer consideraciones como esta: “Actualmente no hay en el mundo una persona más despreciada que Jesucristo; ya que es injuriado de un modo tan continuado y con tan desenfrenada libertad, como no lo sería el más vil de los hombres. He aquí por qué el Señor destinó un día, en el cual vendrá, con gran poder y majestad, a reivindicar su honor”.12

 

Analizándolo igualmente desde el prisma de los hombres, el Juicio tiene por objetivo justificar al inocente y declarar la maldad de los pecadores. Será un día de confusión para los que aparentaban ser correctos, pero en su interior maquinaban la falsedad. “Entonces aparecerá la felicidad auténtica de los buenos y la infelicidad irrevocable y merecida de los malos”,13 dice San Agustín.

 

Día de pena y terror; día de regocijo y triunfo

 

El día del Juicio, afirma San Alfonso María de Ligorio, “así como será para los réprobos un día de pena y de terror, será, al contrario, para los elegidos un día de regocijo y triunfo; porque entonces a la vista de todos los hombres sus beatas almas serán proclamadas reinas del Paraíso y hechas esposas del Cordero inmaculado. ¡Oh, qué ventura experimentarán los santos, cuando Jesús, volviéndose hacia la derecha, les diga: ‘Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la Creación del mundo’ (Mt 25, 34)!”.14

 

A Santa Catalina de Siena el propio Dios le reveló que cuando su Hijo venga a juzgar, “no habrá criatura alguna que no tiemble. Dará a cada uno su merecido. En los infelices condenados, su presencia producirá tanto tormento y terror, que ninguna lengua será capaz de contarlo. En los justos producirá temor reverencial, junto con gran alegría”.15

 

Además de los gozos que las cualidades del cuerpo glorioso aportarán a los santos, también los sentidos serán deleitados. Y, más que eso, la convivencia entre ellos será motivo de enorme felicidad, como Dios mismo le decía a Santa Catalina de Siena: “No quisiera que creyeras que la felicidad particular que te he dicho que poseen la tienen únicamente por ellos. No es así, sino que es participada por todos los bienaventurados ciudadanos del Cielo, por mis amados hijos y por los ángeles. Así, cuando el alma alcanza la vida eterna, todos participan de ella, y ella del bien de los demás”.16

 

Para los condenados, por el contrario, todo será dolor y sufrimiento. El hecho de resucitar con sus cuerpos íntegros no será ningún premio para ellos, sino motivo de castigo, pues si tuvieran un miembro menos sería un sufrimiento menor. Por otra parte, el Señor le habla a Santa Catalina sobre los precitos diciendo: “Recibirán éstos gran vergüenza y afrenta en presencia de mi Verdad y de todos los bienaventurados. El gusano de la conciencia roerá entonces la médula del árbol, o sea, del alma, y también su corteza, es decir, el cuerpo”.17

 

Triunfo perenne del Cordero inmolado

 

Cuando llegue el tiempo en que deban suceder estos espectaculares acontecimientos, será el momento de la victoria de Dios y del Cordero, profetizado en el Apocalipsis: “Eres digno de recibir el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (5, 9).

 

Entonces el demonio, el gran derrotado de la Historia, será lanzado junto con sus secuaces a las llamas eternas del Infierno, donde el triunfo perenne del Cordero y de los santos les causará mayor sufrimiento y terror aún.

 

Las Iglesias militante y padeciente se fundirán con la Iglesia triunfante, participando de su esplendor, pompa y majestad. Y los santos cantarán a coro: “ ‘Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza’. Y escuché a todas las criaturas que hay en el Cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo cuanto hay en ellos—, que decían: ‘Al que está sentado en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos’ ” (Ap 5, 12-13).

 

En la preparación para la Navidad que pronto comenzaremos, con la llegada del Adviento, tengamos ese panorama grandioso en nuestras mentes y en nuestro corazón, para que hagamos firmes propósitos de abrazar la santidad. Y cuando contemplemos al Niño Jesús nacido pobrecito en la gruta fría, acordémonos de las palabras del Padre eterno: “Entonces oculté en Él mi poder, dejándole sufrir penas y tormentos, como hombre. No es que mi naturaleza divina estuviera separada de la humana, sino que le dejé padecer como hombre para satisfacer por todos vuestros pecados. No vendrá así ahora, en este último momento, sino con autoridad, para reprender Él mismo en persona”.18

 


 

1 GHÉON, Henri. O Cura d’Ars. 2.ª ed. São Paulo: Quadrante, 1998, p. 37.

2 Dz 125.

3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. In Symbolum Apostolorum, a. VII.

4 Dz 801.

5 CCE 1039.

6 THIRIET, Julien. Explication des Évangiles des dimanches. Hong-Kong: Société des Missions Étrangères, 1920, v. I, p. 5.

7 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la salvación. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 562.

8 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., a. XI.

9 Cf. Ídem, ibídem.

10 ROYO MARÍN, OP, Antonio. El misterio del más allá. 5.ª ed. Sevilla: Apostolado Mariano, 2005, p. 80.

11 Cf. ROYO MARÍN, Teología de la salvación, op. cit., p. 562.

12 CRISTINI, CSsR, Thiago María (Org.). Meditações para todos os dias e festas do ano, tiradas das obras ascéticas de Santo Afonso Maria de Ligório. Freiburg im Breisgau: Herder & Cia, 1921, v. I, p. 7.

13 SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XX, c. 1, n.º 2. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1440.

14 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Obras ascéticas. In: CRISTINI, op. cit., pp. 8-9.

15 SANTA CATALINA DE SIENA. El Diálogo. In: Obras. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1996, p. 121.

16 Ídem, p. 123.

17 Ídem, p. 126.

18 Ídem, p. 120.

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