Comentario al Evangelio – Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

Publicado el 07/31/2015

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 24 cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. 25 Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». 26 Jesús les contestó: «En verdad; en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. 27 Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». 28 Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». 29 Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado». 30 Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? 31 Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer” ». 32 Jesús les replicó: «En verdad; en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. 33 Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». 34 Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». 35 Jesús les contestó: «Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6, 24-35).

 


 

Comentario al Evangelio– Domingo XVIII del Tiempo Ordinario El pedagogo Incomparable

 

 

Con una didáctica insuperable, usando la figura material de la multiplicación de los panes, el divino Maestro prepara al pueblo para aceptar el verdadero Pan de vida anunciado a lo largo de los siglos.

 


 

I – Dios educa al pueblo elegido

 

Los textos de la liturgia del XVIII Domingo del Tiempo Ordinario contemplan episodios que, a pesar de la gran distancia cronológica, guardan íntima relación entre sí. La primera Lectura, sacada del libro del Éxodo, relata la murmuración de los hijos de Israel a causa de la escasez de alimento por la que estaban pasando. Estado de espíritu que revela la ingratitud característica de personas que “tienen dura la cerviz y el corazón obstinado”. (Ez 2, 4).

 

Sin duda, y es fácil de entenderlo, debería haber sido muy ardua aquella caminata de un pueblo entero rumbo a la Tierra Prometida. “Los valles eran cada vez más angostos; los montes más sombríos; y aquel grandioso paisaje montañoso, con sus gargantas estrechas, por las que tenían que pasar apretados, se hacía cada vez más extraño a los israelitas, acostumbrados a las llanuras del Bajo Egipto. Esta marcha fue en extremo penosa; la alimentación era escasa, y las preocupaciones por el descanso y por sus mujeres y niños, indecibles. Entonces se acordaron de Egipto, donde las fatigas apenas habían sido mayores; pero donde por lo menos contaban con el descanso y la comodidad de la noche.

 

Profunda nostalgia se apoderó de ellos”.1

 

En Egipto, a pesar del rigor inherente a la esclavitud, tras la ingrata faena diaria, no les faltaba la comida en casa. Recordemos que, además de la abundancia de peces, las crecidas periódicas del río Nilo al fertilizar los campos permitían, ya en aquella época, tres cosechas anuales. Y, naturalmente, la precariedad de una marcha por el desierto no les ofrecía las mismas regalías. Ahora bien, dependían de la Providencia en todo y varias veces, por la intercesión de Moisés, el agua la conseguían de la roca…

 

Es decir, la inestabilidad material era completa, y continuamente tenían que practicar actos de confianza en el auxilio divino, en bastantes ocasiones contra todas las apariencias.

 

Los hijos de Israel se rebelan contra Dios

 

En esa difícil situación, por infidelidad, el pueblo judío murmuraba contra Moisés y, en el fondo, contra Dios mismo, diciendo: “¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad” (Ex 16, 3).

 

Los israelitas olvidaban todos los prodigios que Dios había hecho hasta ese momento para librarlos de la esclavitud y ajenos a los más altos planes divinos se rebelaron ante la perspectiva de morir de hambre. En realidad, en esas circunstancias, vivían del milagro cotidiano. Sin embargo, no tuvieron la suficiente altura de miras para entender que todo estaba previsto por el Dios de Israel.

 

“El Señor dijo a Moisés: ‘Mira, haré llover pan del cielo para vosotros’” (Ex 16, 4). Y a continuación le dio las indicaciones sobre cómo proceder con el milagroso alimento venido de lo alto. Estas instrucciones nos explican la razón de la prueba: Dios estaba educando en la virtud de la confianza a ese pueblo de dura cerviz.

 

Una prueba para educarlos en la confianza

 

El fondo de la cuestión, el verdadero drama de los judíos, consistía en la falta de fe y en la poca confianza en la Divina Providencia. Preferían una seguridad material que excluyese cualquier incertidumbre respecto del futuro. Con todo, Dios les pedía un abandono completo en sus manos para convertirlos —como veremos en la segunda Lectura— de hombres viejos en hombres nuevos, con miras más altas, con otra mentalidad, completamente dóciles a los designios celestiales.

 

La confianza día a día era la condición requerida: “Que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba, a ver si guarda mi instrucción o no” (Ex 16, 4). Bien podemos suponer que aun habiendo oído con claridad el mandato del Señor muchos, ya en la primera ocasión, habrían recogido más de lo necesario, ante la falta de certeza de que se repitiera el milagro en los días siguientes. Sin embargo, esa porción cuidadosamente reservada se pudría… Era una prueba para educarlos en la fe, en la confianza y en la disponibilidad plena en las manos divinas. Pues el Dios de Abraham sabría cuidar de ellos mejor que ellos mismos.

 

Y es curioso observar lo meticuloso de este desvelo: con el fin de preservar el culto divino, únicamente los viernes se les permitía recoger dos medidas, para ahorrarle al pueblo trabajar en sábado, el cual debería estar dedicado enteramente a la oración. Y Dios dijo a Moisés: “‘He oído las murmuraciones de los hijos de Israel’. Diles: ‘Al atardecer comeréis carne, por la mañana os hartaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor Dios vuestro’. Por la tarde una bandada de codornices cubrió todo el campamento; y por la mañana había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, como escamas, parecido a la escarcha sobre la tierra” (Ex 16, 12-14).

 

A pesar de la murmuración, manifestando un amor incondicional al pueblo elegido, el Señor generosamente les dio alimento en abundancia: “os hartaréis de pan”. Los sació también de carne: “y la comeréis […] hasta que os salga por las narices y la vomitéis” (Nm 11, 19-20).

 

Dios los preparaba para el verdadero Maná

 

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“El pueblo judío recoge el maná en el desierto”

Museo de la Cartuja (Francia).

Una vez más, no obstante, el don de Dios les sirve para manifestar lo apocados que eran en la fe, porque: “Al verlo los hijos de Israel se dijeron: ‘¿Qué es esto?’. Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: ‘Es el pan que el Señor os da de comer’” (Ex 16, 15). No obstante esto, durante cuarenta años, sin fallar nunca, recibieron un alimento que contenía todos los sabores, es decir, el maná adquiría en el paladar el sabor deseado de quien lo consumía (cf. Sb 16, 20-21).

 

Dios usa este procedimiento durante todo el deambular del pueblo en el desierto, para habituarlo a vivir de la dependencia del Cielo, para rectificar su mentalidad excesivamente calculadora y pragmática.

 

Y así, mediante el maná, alimento material, los preparaba para el verdadero Maná, alimento espiritual bajado del Cielo que nos proporciona la vida eterna y que el mismo Jesús nos lo anuncia en el Evangelio de hoy. De esta forma, con una didáctica verdaderamente divina, la liturgia va preparando los espíritus para tratar sobre la Eucaristía.

 

II – El verdadero Pan bajado del Cielo

 

Después de la primera multiplicación de los panes, el pueblo se había entusiasmado verdaderamente con Jesús, al haber probado un alimento de una calidad jamás vista. Ese pan que salió de las manos del divino Redentor fue, sin duda, el más excelente de la Historia, como igualmente lo fue, por cierto, el vino de las bodas de Caná. Y ese manjar de inigualable sabor debió haber producido incluso efectos altamente benéficos para la salud, y proporcionado especiales condiciones para la práctica de la virtud, además de una gran consolación espiritual, como figura que era de la Eucaristía.

 

“Me buscáis porque comisteis pan”

 

En aquel tiempo, 24 Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.

 

Al día siguiente, envuelta en aquellas consideraciones, la muchedumbre no pensaba en otra cosa que seguir al Maestro, ávida de saborear una vez más ese pan. Quizá imaginaba que el Señor multiplicaría siempre los panes y los peces, con la esperanza de que no necesitarían trabajar más para su sustento diario, olvidándose de aquella sentencia divina: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3, 19).

 

Ahora bien, había sido informada que al atardecer los discípulos salieron en barco hacia Cafarnaún y que el Maestro se había ido en la misma dirección. No obstante, desconocían que Jesús anduvo sobre las aguas y se había unido a ellos de madrugada (cf. Jn 6, 17-21).

 

25 Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». 26 Jesús les contestó: «En verdad; en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros».

 

Cuando localizaron a Jesús se quedaron sorprendidos: Si no había subido en la barca con sus discípulos, entonces ¿cómo había llegado hasta allí?

 

Pero Cristo no les reveló el milagro de haber caminado sobre las aguas, porque aún no estaban preparados para la perspectiva del dominio que poseía sobre su propio cuerpo; a sus discípulos sí que quiso mostrarles ese poder. Tras haber visto el milagro de la multiplicación de los panes, esto les ayudaría a entender lo que más adelante les sería revelado.

 

Y Jesús, con su divina sabiduría, no respondió a la pregunta, sino a la intención de sus autores, aprovechando al mismo tiempo para reprenderles por su preocupación meramente material: “Me buscáis no porque habéis visto signos…”. Concretamente, la multiplicación de los panes había sido una demostración retumbante e inequívoca de su poder sobre la materia, pero el pueblo parecía que no comprendía su significado.

 

Se quedaron en los efectos sin remontar a la Causa

 

Sólo ese espectacular signo hubiera bastado para que aquellas personas concluyesen que estaban en la presencia de Dios. Sin embargo, preocupadas más con el sustento material que con la revelación de lo sobrenatural, no sacaron esa conclusión y estaban allí movidas por puro interés pragmático. Se limitaron al pan, rechazando admirar al que se les había manifestado de forma tan extraordinaria.

 

En otras palabras, se quedaron en los efectos, no remontaron a la Causa. Por eso los reprendía el Señor.

 

He aquí una lección muy importante que aprender de este versículo, para que no cometamos el mismo error en nuestra vida espiritual: muchas veces podemos apegarnos a las consolaciones, como ese pueblo al pan, olvidándonos de mirar hacia el Autor de ellas. El que procede así pierde un fruto espiritual extraordinario por no estar remontándose siempre a la Fuente de las gracias y restituyendo debidamente todo lo que recibe.

 

Conviene destacar una vez más la sabiduría del Maestro al educar a las multitudes: primero agradó a todos ofreciéndoles aquel extraordinario pan; después, a pesar de haber ido a buscarle movidos por mero interés, aprovecha esa circunstancia para prepararlos a aceptar una revelación mucho más importante.

 

Alimento que perdura para la vida eterna

 

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“La multiplicación de los panes” 

Vitral de la iglesia de San Sulpicio, Fougères (Francia).z/

27 «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios».

 

Otrora el Señor le había proporcionado a su pueblo cebollas, carne y pan con hartura en las fertilísimas orillas del Nilo. Después lo liberó de una prolongada esclavitud y le ofreció en el desierto el maná del cielo, codornices en abundancia y agua sacada de las piedras. Finalmente, presente entre los hombres en la divina Persona de Jesús, multiplica los panes. Actuando de este modo educaba a esos hombres para la dependencia continua de la Divina Providencia, pero esos alimentos, después de todo, son perecederos y se refieren a la vida terrena.

 

Ahora, ese mismo Dios desea dar un paso más en la manifestación de su amor por la humanidad: desvelar el misterio de la Eucaristía, el verdadero Pan de los ángeles, que es el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Él mismo, Jesucristo. Procuraba llamar la atención del pueblo para esa inminente revelación.

 

Al oír hablar de un alimento que “perdura para la vida eterna”, la gente enseguida lo considerará capaz de obrar ese milagro, pues, entre tantos prodigios, ya había hecho un pan inigualable.

 

Así, partiendo de la figura material para llegar a la realidad espiritual, relaciona el milagro de la multiplicación de los panes con otro Pan que les daría.

 

Y en una creciente manifestación de su divinidad, afirma que es el varón “marcado con el sello del Padre”. No obstante, aún así, tampoco será aceptado: aquellas personas ya habían presenciado numerosos milagros —como ciegos que recuperaban la vista, cojos que volvían a andar e incluso muertos que regresaban de sus tumbas—, pero se daban cuenta que se les iba exigir algo difícil. Y trataban de tergiversarlo.

 

¿Qué necesitaban aún para creer?

 

28 Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». 29 Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado».

 

Para los que en aquel momento estaban ante la revelación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, no era apropiada tal indagación, porque ésta desviaba del centro del misterioso tema tratado. A un hombre que dice ser Dios, se procura seguirlo. Por el contrario, la pregunta revelaba un deseo de practicar obras divorciadas del Mesías, como si los autores de la misma juzgasen que se puede vivir bien sin Él.

 

En su respuesta el Señor retoma el asunto que estaba tratando y da una orientación al mismo tiempo tan fácil y tan difícil: era necesario que creyeran en su palabra. En eso consistía la realización de la obra divina.

 

30 Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? 31 Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”».

 

Buscando un pretexto para no aceptar la revelación que acababa de serles hecha, deseaban un signo para creer en Jesús, como en otro tiempo sus antepasados exigieron de los profetas la realización de algún prodigio para comprobar la veracidad del oráculo. Un pedido fuera de lugar a la vista de los numerosos milagros obrados por el Señor en las distintas regiones donde había predicado. ¿Qué necesitaban aún para creer?

 

Según la concepción vigente el Mesías debería tener el poder de restaurar el dominio político de Israel. Entonces se comprende la referencia al maná, considerado no como una dádiva de Dios sino la solución de un problema temporal procedente de un gran caudillo como Moisés. Conforme esta idea, era el profeta y no el mismo Dios el que daba al pueblo el maná. De la misma manera, consideraban la multiplicación de los panes y peces la salida a una dificultad material, al ver en Jesús un líder meramente humano, como otro Moisés.

 

Anuncio del verdadero Maná

 

32 Jesús les replicó: «En verdad; en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. 33 Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».

 

El Señor recurre a la fórmula del juramento —“en verdad, en verdad”— para dar énfasis a sus palabras. Obcecados, como se ha dicho más arriba, en su visión humana de la realidad, atribuían el milagro del maná al poder de Moisés, que sólo era un mediador entre Dios y el Pueblo Elegido.

 

Ahora bien, el que les daría “el verdadero pan del cielo” es el mismo Dios que otrora había sustentado con el maná a sus antepasados. Y al decir “mi Padre”, Jesús hace otra referencia a la identidad de naturaleza; por lo tanto, una vez más proclama su divinidad. En un crescendo de explicaciones fue invitando a sus oyentes a reconocer en Él al Hijo de Dios. Era una preparación para que comprendieran el trascendental significado de la Eucaristía, que sería instituida en la Última Cena.

 

Un deseo todavía imperfecto

 

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“Jesús cura a un ciego” (Jn 9, 6) 

Biblioteca del Monasterio de San Millán de la Cogolla, (España).

34 Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan».

 

Aunque todavía no entendiesen bien el alcance de las palabras de Jesús, pensaban que quedarían satisfechos en su búsqueda de la felicidad terrena si siempre se les diera un pan como ése. Tenían que desprenderse del hombre viejo, de espíritu materialista, y adquirir la mentalidad del hombre nuevo (cf. Ef 4, 22-24), el cual “no sólo de vive de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4), como dice la aclamación antes del Evangelio.

 

Esa Palabra es Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne. Es necesario vivir de esa Palabra.

 

Entendieron que aquel pan del cual se habían hartado en la víspera no era nada comparado con el que les estaba siendo prometido. Por eso, el Señor revelará claramente el gran don de la Eucaristía.

 

35 Jesús les contestó: «Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».

 

Había llegado la hora del anuncio preparado por Dios desde hacía muchos siglos: el Pan de vida no es sino Aquel que da, mantiene y desarrolla la vida sobrenatural, el Cordero inmolado para nuestra salvación.

 

Ese deseo muy materialista todavía, el Señor procura elevarlo a una perspectiva sobrenatural, de modo a que aceptasen lo que revelaría en los versículos siguientes, no contemplados en la liturgia de este domingo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Tras esta proclamación incluso algunos discípulos, escandalizados, se apartaron del divino Maestro.

 

Un anuncio repetido hasta hoy

 

Aun siendo seres limitados, poseemos en el alma un espacio vuelto hacia lo infinito que Dios tuvo la delicadeza de poner al crearnos para favorecer nuestra relación con Él. Así pues, nada de este mundo puede satisfacer enteramente al hombre porque “no se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de oír” (Ecl 1, 8). Por consiguiente, cuando buscamos la felicidad en los placeres o en los bienes terrenos, nos decepcionamos.

 

El que no conoce a Dios y, como los gentiles, vive detrás de las cosas materiales, siempre padecerá hambre y sed, porque nunca conseguirá satisfacerse en su orgullo y en su sensualidad.

 

El que, al contrario, se alimenta del Pan verdadero, Pan angélico, Pan divino que es el mismo Jesucristo, tendrá más sed y hambre de Dios, de lo sobrenatural, de la vida divina y, por lo tanto, será menos aguijoneado por el deseo de pecar.

 

En términos sublimes, San Agustín expresa la felicidad de liberarse del hambre y sed de pecado y arder de sed y hambre de Dios: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!

 

Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo.

 

Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz”.2

 

El mundo del hombre viejo nos ofrece todo tipo de bienes materiales, de satisfacción de la egolatría y de los apetitos sensuales, pero no proporciona lo que da paz al alma, la Eucaristía, en la que está realmente presente Nuestro Señor Jesucristo.

 

Ante este inestimable don, ¿cuál debe ser nuestra gratitud?

 

III – No miremos atrás

 

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“El Santísimo Sacramento rodeado por San Pedro, San Pablo y los Padres Latinos” 

Iglesia de San Patricio, Boston (EE. UU.)

La liturgia de este domingo se refiere a la felicidad del hombre, cuando se lanza totalmente en los caminos del divino Redentor. Es la enseñanza de San Pablo a los efesios contenida en la segunda Lectura de este domingo: “Esto es lo que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los gentiles, en la vaciedad de sus ideas” (Ef 4, 17).

 

Recurriendo al nombre de Dios, nos alerta a que no seamos como los paganos, que ponen su inteligencia en las cosas materiales y acaban adorando ídolos de madera, metal o piedra, lo que constituye una manera de adoración de sí mismos.

 

“Vosotros, en cambio, no es así como habéis aprendido a Cristo, si es que lo habéis oído a Él y habéis sido adoctrinados en Él, conforme a la verdad que hay en Jesús. Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 20-24).

 

Hay que renunciar a los errores de la vida pasada, a los malos ambientes, a las amistades inconvenientes, a todo lo que conduce al pecado.

 

El hombre viejo se rige por una serie de principios errados y está dominado por sus pasiones. Ahora, el ser humano debe escoger el rumbo de su vida mediante una deliberación de su voluntad, venciendo, por lo tanto, la solicitud de sus malas inclinaciones. Si nuestra meta es la gloria de Dios, hemos de apartarnos de todo lo que nos vincula al hombre viejo, sin mirar siquiera atrás para contemplar el pasado, como hizo la mujer de Lot (cf. Gn 19, 26). Dice la Escritura: “El perro vuelve a su propio vómito” (2 P 2, 22).

 

¡No queramos imitarlo! De este modo, la revelación de la Eucaristía, alimento que abre el alma hacia una inmortalidad bienaventurada, constituyó la coronación de una didáctica desarrollada durante siglos, desde la peregrinación por el desierto del Pueblo Elegido hasta el grandioso episodio narrado en el Evangelio de este domingo.

 

Seamos agradecidísimos con Dios, porque en este Sacramento recibimos beneficios muy superiores a aquellos concedidos al pueblo judío en el desierto, o a las multitudes que fueron en busca del divino Redentor movidas por el mero deseo del pan material. Éstos lo vieron y oyeron, pero no tuvieron el privilegio, tan a nuestro alcance, de recibirlo diariamente en el banquete eucarístico.

 


 

1 SCHUSTER, Ignacio; HOLZAMMER, Juan B. Historia Bíblica. 2ª ed. Barcelona: Litúrgica Española, 1946, t. I, pp. 247-248.

2 SAN AGUSTÍN. Confesiones. L. X, c. 27: ML 32, 795.

 

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