Comentario al Evangelio – SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – La garantía de nuestra victoria

Publicado el 05/27/2017

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 16 los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. 17 Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. 18 Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. 19 Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; 20 enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 16-20).

 


 

Comentario al Evangelio – SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR – La garantía de nuestra victoria

 

Al asumir nuestra carne, quiso el Hijo de Dios vivir entre nosotros para darnos ejemplo de la plenitud de perfección a la cual desea elevarnos. La subida del Señor a los Cielos también es un punto de imitación. ¿Cómo será entonces la nuestra?


 

I – EL MOMENTO DE LA PARTIDA DE JESÚS

 

La Iglesia celebra la Solemnidad de la Ascensión del Señor el jueves de la semana VI del Tiempo pascual, aunque en algunas diócesis ha sido trasladada, por motivos pastorales, al séptimo domingo de Pascua. Hubo épocas en que esta festividad se llevaba a cabo con gran esplendor. Así como el nacimiento del Niño Jesús se conmemora a la medianoche del 24 de diciembre y su muerte a las tres de la tarde del Viernes Santo, la Ascensión se hacía al mediodía. En la Edad Media era costumbre realizar una procesión que representaba el trayecto que hizo el Señor, acompañado por los Apóstoles y discípulos, desde Jerusalén hasta el monte de los Olivos, desde donde ascendió al Padre (cf. Hch 1, 12). Durante la Misa un diácono apagaba el cirio pascual tras el canto del Evangelio, como símbolo del último episodio de la existencia visible del Redentor en la tierra.

 

Cuando hoy contemplemos su subida a los Cielos tengamos presente que Jesús no nos ha abandonado, sino todo lo contrario, continúa entre nosotros conforme lo prometido en el Evangelio: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. Y nosotros, como hijos, también deseamos estar permanentemente con Él, ya que vino a este mundo para hacernos partícipes de su naturaleza divina.

 

II – ¿CUÁNDO SERÁ RESTAURADO EL REINO?

 

Los evangelistas tratan de exponer a lo largo de sus escritos los acontecimientos centrales de la vida terrena de Jesús, quien asumió en la mayor parte de la misma un cuerpo padeciente como el nuestro. No obstante, a excepción de San Lucas, no dicen prácticamente nada acerca de la Ascensión (cf. Mc 16, 19), un evento de suma importancia. Tan sólo encontramos algunos versículos dedicados a este misterio en el tercer Evangelio (cf. Lc 24, 50-51), aparte de un relato más pormenorizado al principio de los Hechos de los Apóstoles, en el que, dando continuidad a su primer libro, el mismo autor describe la acción mística de Jesús después de su partida a los Cielos, es decir, el desarrollo y la expansión de la Iglesia en sus orígenes.

 

Por esta razón, y porque el final del Evangelio de San Mateo ya ha sido objeto de otros comentarios nuestros,1 éste lo analizaremos a la luz de la narración que hace San Lucas —primera lectura de esta solemnidad (Hch 1, 1-11)—, puesto que el texto evangélico no se refiere propiamente al hecho histórico de la despedida del Señor, sino a una de sus apariciones ocurrida durante los cuarenta días en que, resucitado, convivió con los Apóstoles y les transmitió sus últimas enseñanzas.

 

Errónea concepción respecto al Mesías

 

En aquel tiempo, 16 los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. 17 Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.

 

Varias de las manifestaciones de Jesús en ese período ocurrieron en Galilea. La elección de una región apartada de Jerusalén hacía patente que el verdadero culto a Dios ya no

estaba vinculado al Templo, sino a su Persona divina. El primer versículo del Evangelio también nos recuerda su predilección por los sitios elevados, tantas veces demostrada durante su vida pública. Algunos creen que este episodio ocurrió en el monte Tabor, otros, en una de las montañas que rodean el lago de Genesaret.2 Lo cierto es que el lugar lo escogió el propio Jesús por razones sapienciales, como comenta San Rábano Mauro: “El Señor se les apareció en un monte, para dar a entender que el cuerpo que había tomado de la tierra al nacer, como sucede a todos los hombres, cuando resucitó ya estaba elevado sobre todas las cosas terrenas, y enseñaba a los fieles que si deseaban ver como Él la magnificencia de la resurrección, debían pasar aquí de las bajas pasiones a las aspiraciones más elevadas”.3

 

Al reconocer a Jesús, los Once se postraron ante Él para adorarlo. Podemos perfectamente pensar que los Apóstoles, en esos encuentros durante su permanencia visible entre ellos, antes de subir al Cielo, sentían en el fondo de sus almas que algo grandioso estaba por suceder. Sin embargo, a pesar de que lo habían acompañado en su predicación, habían pasado por el terrible trauma de verlo preso, flagelado, coronado de espinas, muerto en la cruz y sepultado, incluso habiendo constatado el milagro de la Resurrección y presenciado sus apariciones ya en cuerpo glorioso a lo largo de cuarenta días, no supieron interpretar bien esa imponderable promesa que la gracia les hacía en su interior, pues les faltaba que el Espíritu Santo bajase sobre ellos. Dedujeron, equivocadamente, que había llegado la hora del triunfo social de Cristo.

 

Esperaban, según la creencia común entre los judíos, la restauración de la soberanía política de Israel, llevada a una nueva plenitud en la cual el pueblo elegido, finalmente, estaría por encima de todas las naciones, sin necesidad de pagar impuestos a los romanos. Y desde esta perspectiva imaginaban que Jesús era el rey ideal. Por consiguiente, la propagación del Evangelio que les había recomendado, tendría que ser hecha al mismo tiempo con la palabra en los labios y con la espada en la mano derecha y una bolsa de dinero en la izquierda.

 

Como miembros del pueblo judío ya llevaban varios años sufriendo persecuciones y ostracismo, y no entendían el motivo por el cual Dios permitía esos infortunios; en realidad, lo que pretendía era instruirlos para que no depositasen sus esperanzas en el poder, en la política o en el dinero, sino en lo sobrenatural, en la religión verdadera, en la Redención obrada por Cristo y en la Revelación hecha por Él. Nos sorprende comprobar cómo esa errónea concepción perduró durante tanto tiempo entre los Apóstoles, pero la verdad es que en las apariciones del Señor resucitado, e incluso en el momento de la Ascensión, aún pensaban en una gloria humana, hasta el punto de llegar a preguntarle: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?” (Hch 1, 6). La explicación más común entre los exegetas acerca de este pasaje se centra en la mentalidad deformada de los que plantearon tal cuestión, pero pocos se detienen en la significativa respuesta del divino Maestro.

 

Cristo reina por medio de la Iglesia

 

En efecto, cabe señalar que en esta ocasión Jesús no contradice a sus discípulos, no refuta de forma violenta sus ansias de un poder ostensible sobre la faz de la tierra. En lugar de eso, les dice: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad” (Hch 1, 7). Es una clara alusión a que algo en la línea de lo que deseaban de hecho se realizaría, pero en el tiempo establecido por la voluntad divina. Momentos, por lo tanto, en que la omnipotencia de Dios se manifestará con todo vigor en su obra llamada Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, verificándose los efectos de la Preciosísima Sangre de Jesucristo, de valor infinito, derramada en el Calvario. Entonces habrá un solo rebaño, bajo la égida de un solo pastor, y la autoridad de Cristo se ejercerá de modo resplandeciente, incluso con reflejos en la vida social.

 

Esa misma perspectiva, revelada por el Señor el día de su Ascensión, la encontramos en los versículos subsiguientes de este Evangelio:

 

18 Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra”.

 

Tal autoridad “en el Cielo y en la tierra” Jesús la posee desde todos los tiempos, como segunda Persona de la Santísima Trinidad, Hijo unigénito de Dios. Sin embargo, como hombre la recibió por derecho de conquista a través del sacrificio de su Pasión y Muerte, como observa San Jerónimo: “Le fue dado el poder a Aquel que poco antes ha sido crucificado, que ha sido sepultado en una tumba, que había yacido muerto, que resucitó después; y le ha sido dado el poder en el Cielo y en la tierra para que el que antes reinaba en el Cielo, por medio de la fe de los creyentes reine en toda la tierra”.4

 

No obstante, la Iglesia afronta a menudo terribles tribulaciones en las cuales sus enemigos emprenden todos sus esfuerzos para arrebatarle su autoridad. Analizando la Historia constatamos que en ciertas circunstancias Dios llega a permitir incluso un aparente triunfo del mal. Y cuando éste está presto a alcanzar su auge y a punto de clavar el estandarte de la victoria absoluta, Dios revierte el curso de los acontecimientos. Así pues, ya que nunca ha habido una crisis tan grave como la de nuestros días, en donde el progreso del mal se encuentra en un estadio avanzado y vislumbra su éxito total, se hace necesario que en un momento dado ese mismo mal sea acorralado, aterrorizado, humillado y estrangulado, y la Iglesia brille con nuevo fulgor. Esta victoria, como hemos dicho más arriba, no se limita únicamente a la santidad en el terreno de las almas, que siempre ha promovido desde que fue fundada, sino que abarca incluso la sacralización del orden temporal.

 

Enseña San Pablo que la propia Creación, al estar gimiendo y sufriendo dolores de parto (cf. Rom 8, 22), también debe beneficiarse de la Redención, pues “fue sometida a la vanidad […] con la esperanza de que sería liberada de la esclavitud de la corrupción” (Rom 8, 20-21). De la misma manera, podemos afirmar que la sociedad civil, la cual está en la base de la espiritual y le ofrece elementos, fue duramente golpeada por el pecado y ha de recibir en este mundo — porque no pasará a la eternidad— su gloria, por los méritos del Salvador. En cambio, la asamblea celestial, formada por los santos, es perpetua y su premio consiste en convivir con Dios, en la visión beatífica.

 

A nosotros, como otrora a los discípulos, no nos “toca conocer los tiempos o momentos”, pero tenemos la certeza de que esa glorificación vendrá; pues el Señor posee pleno dominio sobre todas las cosas y, por más que los hombres quieran impedir el cumplimiento de sus designios, los realizará cuando sea su voluntad.

 

La necesidad de evangelizar

 

19 “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; 20a enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.

 

Abandonando el futuro en las manos de Dios, ¿qué debían hacer los Apóstoles? Poner en práctica la recomendación que Jesús les da en ese versículo, sin pensar en ninguna clase de restauración según sus deformados criterios, preparándose para dar testimonio de la Buena Noticia en todo el orbe, sin contar con ningún tipo de recursos militares, políticos o financieros, sino con la fuerza que recibirían del Espíritu Santo, como les había asegurado antes de dejarlos: “va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta el confín de la tierra” (Hch 1, 8). Con este irresistible poder comenzarían a divulgar las enseñanzas del divino Maestro y el Reino de Dios se implantaría de forma impalpable, mucho más a través de la fe que por medios concretos, como el grano de mostaza que, una vez plantado, se va desarrollando casi imperceptiblemente hasta alcanzar una expansión vigorosa (cf. Mt 13, 31-32).

 

Confusión entre la primera y la segunda venida del Mesías

 

20b “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”.

 

Jesús pronto marcharía al Padre. Pero antes promete que permanecerá con los hombres hasta la consumación de los tiempos. San Juan Crisóstomo resalta que se refiere aquí a todos los miembros de la Iglesia, pues “no dijo que estaría solamente con ellos, sino también con todos los que después de ellos habían de creer. […] El Señor habla con sus fieles como con un solo cuerpo”.5 Además de esto, comenta todavía este santo que Él llama la atención de sus discípulos sobre “el fin del mundo, a fin de atraerlos más y que no miren sólo las molestias presentes, sino también los bienes por venir, que no tienen término”. 6

 

Los Apóstoles, evidentemente, no podían acompañarlo en la Ascensión, porque ¿quién tiene fuerzas para subir al Cielo, “sino el que bajó del Cielo” (Jn 3, 13)? Sin embargo, cuando desapareció envuelto en una nube, se acercaron dos ángeles vestidos de blanco y preguntaron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al Cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al Cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al Cielo” (Hch 1, 11).

 

Las palabras de los mensajeros celestiales son muy expresivas, pues confirmaban las promesas de Jesús, abriendo la mente de los Once para que comenzaran a entender que la gloria y el boato deseado para el Mesías, y para la instauración del Reino de Dios en la tierra, no correspondía a los planes divinos en aquella circunstancia, sino que estaban reservados para su regreso. En realidad, estaban confundiendo la segunda venida de Jesucristo con la primera, pensando que ésta debería ser pomposa, atronadora, llena de magnificencia, brillo y esplendor. No obstante, nace en una gruta, abraza la pobreza hasta el punto de no tener donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), sus milagros tienen un carácter muy sereno, sin grandes estruendos, porque no quería llamar demasiado la atención e incluso, a veces, les prohibía que hicieran propaganda de ellos (cf. Mt 12, 15-16; Mc 1, 43-44). Sólo en la segunda venida —en que “volverá como lo habéis visto marcharse al Cielo”— se manifestará con grandiosidad y majestad.

 

En efecto, entonces el Rey de los reyes bajará seguido por el cortejo de los ejércitos celestiales, montados en caballos blancos y vestidos de lino blanco y puro (cf. Ap 19, 14). El Doctor Angélico defiende la tesis de que, antes de llegar a la tierra, a mitad de camino, el Salvador será recibido por una pléyade de jueces que irán a su encuentro, como suelen hacer las autoridades de un lugar cuando acogen a otra de mayor dignidad. Varones perfectos, escogidos para juzgar a la humanidad junto con Él, pues “en ellos se contienen los decretos de la divina justicia”.7 Sólo después, en medio de una apoteosis, empezará el Juicio Final, que separará el trigo de la cizaña (cf. Mt 13, 30), los de la derecha de los de la izquierda (cf. Mt 25, 33), y concluirá con la subida de los buenos al Cielo, en compañía del Hijo de Dios, mientras que los malos serán precipitados a las tinieblas.

 

III – LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, GARANTÍA DE LA NUESTRA

 

Aquel que hoy se eleva a los Cielos es el mismo que fue humillado, azotado, coronado de espinas, crucificado entre dos ladrones y depositado en un sepulcro. Su cuerpo estaba llagado de la cabeza a los pies, como con respecto a Él lo había profetizado el salmista: “soy un gusano, no un hombre, […] puedo contar mis huesos” (Sal 21, 7.18); pero, antes que su carne comenzase a sufrir la corrupción (cf. Sal 15, 10), se resucitó a sí mismo con su poder divino,8 pasó cuarenta días en la tierra y volvió al Padre.

 

Santo Tomás se pregunta qué fuerza lo habría hecho subir, y explica que, siendo la segunda Persona de la Santísima Trinidad, en ese instante ejerció su omnipotencia, por lo que la causa primera fue su virtud divina. Basándose también en San Agustín, añade que, en el momento de la Resurrección, la gloria del alma de Cristo redundó en la glorificación de su cuerpo, con sus atributos propios, entre ellos la agilidad, que confiere la capacidad de moverse según el pensamiento y el deseo, de manera que donde está el espíritu, allí esté también el cuerpo. Ahora bien, no convenía que permaneciese en la tierra, puesto que ésta es un lugar de descomposición, y era necesario que su cuerpo inmortal estuviese en el sitio apropiado, o sea, el Cielo empíreo. Así pues, concluye el santo doctor, la segunda causa de su Ascensión, fue “por la virtud del alma glorificada, que mueve al cuerpo como le place”.9

 

Una promesa hecha a toda la humanidad

 

Jesucristo se alzó por su proprio poder y tuvo la delicadeza de desplazarse lentamente, ascendiendo no a la velocidad del pensamiento, sino conforme a la admiración de los que presenciaban el milagro. Se fue distanciando con calma, sonriendo y bendiciendo, hasta volverse un punto cada vez menor y desaparecer. A la vista de la exaltación del Maestro, todos los presentes rebosaban de júbilo y “se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc 24, 52).

 

 

También la Ascensión es para nosotros motivo de gozo, de esperanza y de fe. ¿Por qué? Pongamos un ejemplo para facilitar la comprensión de este misterio y su implicación en la espiritualidad de los fieles. Sería imposible, y hasta monstruoso, imaginar que en el día de la Pascua sólo la cabeza del Redentor volviese a la vida, mientras que su cuerpo sagrado yaciese llagado en la sepultura. Si resucita la cabeza, ¡también todo el cuerpo tenía que hacerlo! Pues bien, la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo; y Él, al resucitar como Cabeza de la Iglesia, les da a los bautizados la garantía de la resurrección, porque “cada uno es un miembro” (1 Cor 12, 27). Lo mismo podemos decir de la Ascensión: al subir al Cielo en cuerpo y alma, el Redentor concede la garantía de conducirnos a la eternidad de la misma forma, ya que “por ser Él nuestra cabeza, es necesario que los miembros vayan adonde les ha precedido la cabeza”.10 En este sentido comenta San Juan Crisóstomo: “Obsérvese que el Señor nos hace ver sus promesas. Había ofrecido que resucitarían los cuerpos; resucitó Él de entre los muertos, y confirmó a sus discípulos en esta fe por espacio de cuarenta días. Ofreció también que seremos arrebatados al Cielo, y probó esto también por medio de las obras”.11

 

Cuando el Hijo de Dios asumió nuestra carne, quiso vivir entre nosotros para dar ejemplo de plenitud y perfección en todas las virtudes, actos y gestos que debemos practicar, incluso en nuestra futura partida al Cielo, como esperamos. La Ascensión del Señor es, pues, un punto de imitación para nosotros. ¿Cómo será entonces la nuestra?

 

De Dios vinimos, a Él debemos regresar

 

En el Evangelio de San Juan encontramos las palabras del divino Maestro que sintetizan la trayectoria de su vida terrena, y deben también ser el resumen de la nuestra: “Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Se pueden aplicar con toda razón a los hombres, pues ninguno de nosotros creó su propia alma. Tan sólo el cuerpo fue creado con el concurso de los padres —e incluso estos no lo engendrarían sin la fuerza de Dios—, pero el alma proviene de Él, que la crea en el instante de la concepción para que anime el cuerpo. Si fuimos constituidos por Dios, es necesario que nuestro desarrollo se haga con vistas a ese regreso a Él, como ocurrió con Jesús. He aquí la extraordinaria dignidad de nuestro origen y de nuestra finalidad: Dios.

 

No obstante, para alcanzar ese fin es indispensable que hagamos como el Señor, que vivió con la atención puesta en el Padre, conforme lo testimonió en su discurso de despedida: “Yo te he glorificado sobre la tierra” (Jn 17, 4a). En esto consiste la misión, el deber moral de cada hombre. Y no pensemos que tal meta se contrapone a nuestras obligaciones en el estado familiar o en cualquier otro, puesto que si las cumplimos por amor a Dios, en función de Él y para Él, realizamos nuestra vocación y podremos decir: “He llevado a cabo la obra que me encomendaste” (Jn 17, 4b). Con la Encarnación, Jesús reveló a la humanidad el Dios Uno y Trino, Padre, Hijo —que es Él— y Espíritu Santo, y mostró que la única religión verdadera, el único camino que nos fortalece y nos da paz es éste que Él trajo, con el perdón de los pecados, la institución de los sacramentos y la felicidad del estado de gracia. Por eso pudo afirmar: “He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo” (Jn 17, 6). En cuanto a nosotros, debemos continuar su obra y, para eso, contar con la fuerza del Espíritu Santo que nos fue prometida. Si estamos compenetrados de que somos miembros de su Cuerpo Místico, llamados a participar de la herencia de su gloria, y seguimos la vía por Él abierta, nuestros cuerpos resucitarán gloriosos en el último día.

 

Glorificación de la naturaleza humana

 

La Ascensión de Cristo es el preámbulo de lo que nos aguarda, como Él mismo anunció: “voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2). Al subir, nos abre las puertas del Cielo y, al cántico de los ángeles, se establece en su trono al lado del Padre, representando a toda la humanidad, como hermosamente entonamos en los versos del himno de Laudes de esta solemnidad: “Demos gracias a tal defensor que nos salva, que nos dio vida y hace sentarse nuestro cuerpo consigo en el Cielo en el trono de Dios”.12 De hecho, en el momento en que la humanidad santísima de Jesús se sienta en el “trono de la Majestad en los Cielos” (Heb 8, 1) y recibe la gloria debida, todo el género humano es también elevado.

 

Sabemos, empero, que sólo en el Juicio Final tendremos esa gloria, pues antes de eso todos moriremos y no se perdonará al cuerpo de la descomposición, sirviendo de alimento a los gusanos hasta deshacerse. Mientras que no lo recuperemos el alma estará, bajo cierto aspecto, en estado de violencia, como explica el padre Royo Marín: “Si es contrario a la naturaleza cualquier mutilación del cuerpo humano, […] es evidente que mucho más contrario a la naturaleza humana es que el cuerpo entero se arranque y separe de su alma”.13 Aun así, el período que trascurre entre el instante en que cerramos los ojos a esta vida y el de la resurrección en el último día es ínfimo comparado con la eternidad. En el fin del mundo comprobaremos el extraordinario poder de Dios, pues, así como creó nuestra alma de la nada, reconstituirá los cuerpos a partir de lo que de ellos aún reste; y, si hemos muerto en estado de gracia, los restituirá en estado glorioso, para subir al Cielo al igual que Jesucristo en su Ascensión, conmemorada litúrgicamente en esta solemnidad.

 

Él intercede por nosotros ante el Padre

 

A la vista de lo cual, la Oración colecta de hoy adquiere especial significado al recordar que la Ascensión del Señor “es ya nuestra victoria”. 14 Y prosigue: “Concédenos exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque donde nos ha precedido Él esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo”.15 Él está sentado en el trono de Dios, a la derecha del Padre, como Intercesor, Mediador y Sacerdote, presentándole su humanidad. Sin duda, nos basta esto para obtener todo lo que necesitamos. Y Él no sólo ofrece su humanidad, como lo hace después de pasar por todas las vicisitudes de un cuerpo padeciente, por la Pasión y por la Muerte. El padre Monsabré, célebre predicador dominico, teje algunas consideraciones sobre este tema: “Allí, concluís la obra de nuestra salvación; allí hacéis un llamamiento a nuestra fe, a nuestra esperanza, a nuestro amor, a nuestras adoraciones; allí, precursor diligente y dedicado, nos preparáis un lugar, mostrándonos la vía que seguiste y las generaciones bienaventuradas que habéis librado del poder de Satanás; allí, Pontífice misericordioso, mostráis vuestras llagas y aplicáis, en nuestro favor, los sufrimientos y los méritos de vuestra Pasión y de vuestra Muerte; de allí, derramáis sobre nosotros todos vuestros dones; de allí, en fin, vendréis un día, ley subsistente y viva, Sabiduría Encarnada, Señor de toda criatura, ejemplar de toda vida, plenitud de toda gracia, de allí vendréis, revestido de gran poder y de gran majestad, para juzgar a los vivos y a los muertos”.16

 

De este modo, tenemos al lado del Padre a alguien que participa de nuestra naturaleza, de nuestra carne y de nuestros huesos para abogar por nosotros, acompañado por María Santísima, que siempre vela con incansable maternidad por los hombres.

 

Pidámosles la gracia de que nuestras almas no se vean tiznadas por las ilusiones que llevaron a los Apóstoles a buscar una felicidad meramente humana. Esté nuestra atención siempre puesta en las cosas de lo alto, tratando de restituirle a Dios todo cuanto de Él recibimos a lo largo de nuestra vida. Y así como estamos en este mundo para imitar al Señor, que se encarnó para ser el Modelo supremo, así también debemos ser un ejemplo para los demás. He aquí la verdadera perspectiva en este estado de prueba: mantener siempre la esperanza de que, en determinado momento, estaremos en cuerpo y alma en los Cielos, en eterna y sublime convivencia con Dios.

 


 

1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. De rejeitado a onipotente. In: Arautos do Evangelho. São Paulo. N.º 18 (Junio, 2003); pp. 6-11; Comentario al Evangelio de la Solemnidad de la Santísima Trinidad – Ciclo B, en el volumen III de la colección Lo inédito sobre los Evangelios.

2 Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 605.

3 SAN RÁBANO MAURO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Matthæum, c. XXVIII, vv. 16-20.

4 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22,41-28,20), c. 28, n.º. 64. In: Obras completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 419.

5 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XC, n.º 2. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. II, p. 729.

6 Ídem, ibídem.

7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q. 89, a. 1.

8 Cf. Ídem, III, q. 53, a. 4.

9 Ídem, q. 57, a. 3.

10 Ídem, a. 6.

11 SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. XXIV, vv. 50-53.

12 SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. Himno de Laudes. In: COMISSÃO EPISCOPAL DE TEXTOS LITÚRGICOS. Liturgia das Horas. Petrópolis: Ave Maria; Paulinas; Paulus; Vozes, 2000, v. II, p. 830.

13 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la salvación. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 174.

14 SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. Oración colecta. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 347.

15 Ídem, ibídem.

16 MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie- Louis. Le Triomphateur. In: Exposition du Dogme Catholique. Vie de Jésus-Christ. Caréme 1880. 9.ª ed. Paris: Lethielleux, 1903, v. VIII, pp. 327-329.

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