Comentario al Evangelio – XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Publicado el 06/24/2015

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 21 Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. 22 Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, 23 rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva”. 24 Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.

25 Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. 26 Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. 27 Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, 28 pensando: “Con sólo tocarle el manto curaré”. 29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. 30 Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: “¿Quién me ha tocado el manto?” 31 Los discípulos le contestaban: “Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’” 32 Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. 33 La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. 34 Él le dice: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.

35 Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?” 36 Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe”. 37 No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. 38 Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos 39 y después de entrar les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida”. 40 Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, 41 la cogió de la mano y le dijo: “Talitha qumi” (que significa: “Contigo hablo, niña, levántate”). 42 La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. 43 Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña (Mc 5, 21-43).

 


 

XIII Domingo del Tiempo Ordinario –
“Basta que tengas fe”

 

 

Al obrar la milagrosa curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, Jesús enseña que las grandes gracias son concedidas a los que tienen más fe

 


 

I – El relato de San Marcos

 

A pesar de la elevada posición social y de su buena formación, Jairo sabía que todo esto no era nada al lado de la sabiduría del Señor.

Jairo pide la curación de su hija, Biblia de Oto Henrrique, Biblioteca del Estado de Baviera (Alemania)

El Evangelista San Marcos se distingue por la simplicidad de sus descripciones. Parco en comentarios, de lenguaje directo y poco dado a recursos literarios, desarrolla la narración en un estilo conciso, como tuvimos ocasión de observar en comentarios anteriores. Sin embargo, en los versículos consignados por la Liturgia de este decimotercer domingo del Tiempo Ordinario, tales características no le impiden al narrador trazar con gran vivacidad y elocuencia los maravillosos hechos realizados por Jesús, sorprendiéndonos con una riqueza de detalles que hacen las escenas verdaderamente arrebatadoras. Casi podríamos juzgar innecesaria cualquier otra apreciación, pero la profundidad de la Palabra de Dios siempre permite resaltar aspectos diferentes capaces de tocar nuestras almas.

 

Como premisa, es importante considerar que este pasaje pone de relieve la humanidad de Jesucristo. Mientras que en los escritos de San Juan puede percibirse su nítida preocupación por resaltar los lados divinos del Salvador, sin perder de vista los humanos, en los de San Marcos notamos una intención armónicamente opuesta. Sabemos que el primero compuso su Evangelio impelido por el combate a las herejías gnósticas de su tiempo. Y ¿qué habrá movido a este discípulo de San Pedro a seguir el camino inverso? Analicemos el texto sagrado.

 

II – Armonía entre la divinidad y la humanidad en la Persona de Jesucristo

 

En aquel tiempo, 21 Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar.

 

En una extraordinaria manifestación de poder, Cristo acababa de expulsar una legión de demonios del poseso de Gerasa (cf. Mc 5, 1-16). Uno de ellos, portavoz de los espíritus impuros, suplicó que no los mandase fuera de aquella región y que Jesús les ordenase entrar en una piara de cerdos que por allí hozaban. Habiéndolo consentido Jesús, los animales se lanzaron al mar y se ahogaron. Después de recomendar al exorcizado que volviese junto a los suyos y que contase lo que el Señor había hecho por él (cf. Mc 5, 19), el Maestro subió en la barca y emprendió la travesía del mar de Galilea. Antes de alcanzar la otra orilla, la noticia de su llegada ya se había difundido, pues en aquella época, a pesar de casi sólo existir comunicación oral, las novedades corrían como un relámpago. Al bajar de la barca, la playa se encontraba repleta de gente que deseaba verlo e impregnarse de sus doctrinas.

 

Un jefe de la sinagoga ajeno a los preconceptos farisaicos

 

22 Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, 23 rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva”. 24 Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.

 

Para estar a la altura del cargo de jefe de la sinagoga, Jairo ciertamente poseía títulos y una buena posición social. Pero, consciente de que sus conocimientos no significaban nada al lado de la sabiduría del Señor, a quien profesaba una auténtica admiración, fue en su busca para implorar la curación de su hija, que agonizaba. Al verlo, se postró delante de Él —lo cual era prueba de su completa sumisión— y, reconociendo su fuerza y su poder, le rogó que impusiese las manos sobre la niña. Ésta era la costumbre de los sacerdotes al rezar por los enfermos, y Jesús también la siguió en diversas oportunidades (cf. Mc 6, 5; 8, 23.25; etc.). Considerando su fe, Jesús quiso atenderlo.

 

Mientras se dirigía a la casa de Jairo, el Divino Médico era seguido por una gran muchedumbre que “lo apretujaba”, pues todos ansiaban acercarse a Él para escuchar sus palabras o hacerle alguna petición.

 

Una mujer que estaba perdiendo la vida poco a poco

 

25 Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. 26 Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor.

 

La sangre es señal de vida y, como es natural, perderla de forma progresiva significa debilitarse. Esta enferma había gastado toda su fortuna en innumerables tratamientos, pero los médicos no obtuvieron la esperada curación, y la dejaron en la ruina. Había llamado a todas las puertas sin ningún resultado, y bien podemos imaginar los padecimientos a que fue sometida debido a los escasos recursos de aquel tiempo. Pero, a pesar de los fracasos, aún tenía esperanzas de ser curada.

 

Fe y constancia para obtener la curación

 

27 Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, 28 pensando: “Con sólo tocarle el manto curaré”. 29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

 

Este versículo muestra la gran fama de Jesús entre el pueblo, hasta el punto de difundirse que, para quedar curado, bastaba tocar sus vestidos o ser cubierto por su sombra. Era, sin duda, una gloria impresionante.

 

Animada por lo que había oído decir acerca del Señor, esa mujer de fe robusta pensó: “Aquí está la solución”, y decidió tocar el manto del Divino Redentor, convencida de que tan sólo con eso resolvería su problema. Ella podría creer que con una súplica a distancia ya sería suficiente, sin embargo, la fe infundida por Dios en su alma le indicaba que la gracia estaba condicionada al gesto de “tocarle el manto”. De este modo quedaría patente que había recuperado la salud gracias al Maestro, sin dar margen a cualquier sospecha de que la había podido obtener por la intervención de un Ángel o de algún otro factor.

 

Pero la pobre señora tenía pánico de presentarse ante el Mesías, no sólo por timidez, sino también porque sabía que las circunstancias eran desfavorables para hacer público su pedido, pues estaba legalmente impura por causa de su enfermedad (cf. Lev 15, 25). Recordemos que en aquella época, y en particular entre los israelitas, las mujeres eran relegadas socialmente a un plano inferior y no sería apropiado a una hija del pueblo elegido tomar una actitud como la de la cananea (cf. Mc 7, 24-30; Mt 15, 21-28) —pagana y ajena a las costumbres judaicas—, que se acercó a Él gritando dramáticamente implorando ayuda. Pero la fe impulsaba a la enferma. Así que, aún siendo apretujada por la muchedumbre, fue acercándose poco a poco y, quizá después de varios intentos, encontró una brecha por la cual extendió el brazo y consiguió tocar por detrás el borde del manto de Jesús. Y enseguida quedó curada.

 

Estimulada por una fe robusta en la obtención de su curación, la mujer venció todos los abstáculos para conseguir tocar el manto del Señor

La curacion de la hermirroísa

Este pasaje nos enseña cómo, para obtener una gracia especial, a veces debemos perseverar ante las dificultades, soportando empujones, desprecios y hasta rechazos.

 

Pregunta humana, con intención divina

 

30 Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: “¿Quién me ha tocado el manto?” 31 Los discípulos le contestaban: “Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’” 32 Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto.

 

A primera vista causa extrañeza la expresión utilizada por San Marcos: “notando que había salido fuerza de Él”. De hecho, por su conocimiento divino, infalible y permanente, Jesús abarcaba todo. ¿Cómo explicar entonces que percibiese algo que no podía ignorar? En su humanidad, por el conocimiento experimental, estaba comprobando aquello que, en cuanto Dios, había visto desde toda la eternidad. Y el Evangelista subraya este detalle para transmitir una noción clara del lado humano de Jesucristo, después de haber quedado patente su divinidad por lo instantáneo de la curación.

 

Aunque hubiese podido dejar partir a la mujer, quiso preguntar quién lo había tocado, para llamar la atención de los Apóstoles e invitar a la mujer a dar testimonio, como afirma San Jerónimo: “¿Es que acaso el Señor no sabía quién lo había tocado? ¿Por qué, pues, la buscaba? Claro que lo sabía, pero deseaba que ella misma lo pusiera de manifiesto. […] Si no hubiera formulado la pregunta […], nadie se habría dado cuenta de que se había producido un milagro. […] Por esa razón hace la pregunta, para que aquella mujer lo reconozca públicamente y Dios sea glorificado”.1 El Hombre Dios demostraba así que la cura había sido llevada a cabo por Él, para evitar que el demonio inculcase en la mujer la idea de que había sido una mera coincidencia o fruto de una fuerza psicológica, como sustentan los racionalistas al analizar tales hechos.

 

La fe y el amor conquistan la vida divina

 

33 La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. 34 Él le dice: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.

 

En lugar de salir de prisa para escapar de una situación embarazosa, la mujer prefirió acusarse, tal vez temiendo que si no lo hiciera podía perder la salud que le acababa de ser restituida. Por eso, se arrodilló delante de Jesús temblando, pero confiando en su misericordia, y contó lo que le había sucedido. Conducta loable que indica que era una persona humilde, de conciencia recta y con tendencia a ser escrupulosa, pues imaginaba que había robado algo al Señor y deseaba devolvérselo, pero sin que le fuese retirado el beneficio obtenido.

 

La respuesta del Salvador nos permite conjeturar que la miró con gran complacencia y bondad. La llama “hija”, lo que significa que ella pasó a gozar de su naturaleza divina. Sí, en aquel instante tuvo tal arrobamiento y admiración por el Hijo de Dios, llegando incluso a la adoración, que le fue infundida la gracia santificante, porque como enseña Santo Tomás de Aquino,2 cuando la criatura racional se ordena a su debido fin ya está justificada. La vida sobrenatural penetra en quien se entusiasma y se encanta con algo superior, hasta el punto de amarlo más que a sí mismo. Sobre este asunto comenta San Juan Crisóstomo: “Hija suya, efectivamente, la había hecho la fe”.3 ¡Qué gloria haber recibido este título de los labios de Jesucristo!

 

Al mismo tiempo, las palabras “tu fe te ha salvado” indican que el restablecimiento se dio en razón de esta virtud. Ésta es la que nos une a Dios y, por este motivo, quien la posee en grado sumo alcanza una fuerza venida de lo alto. Es innegable que Jesús podría curar únicamente en función de su voluntad omnipotente. Sin embargo, condicionaba la realización del milagro a la fe —unas veces sólida, otras veces escasa— que encontraba en las almas.4 Donde ésta no existía, de ordinario Él no obraba ningún milagro (cf. Mc 6, 5). No consta, por ejemplo, que alguno de los fariseos que se acercó al Señor fuese curado.

 

El Señor estimula al padre afligido a crecer en la confianza

 

35 Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?” 36 Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe”. 37 No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

 

Es fácil imaginar la fuerte conmoción que produciría en Jairo la noticia del fallecimiento de su hijita, aún más por ser una época en que el sentido familiar era mucho más arraigado que hoy y la paternidad se ejercía de forma vigorosa. Como el entierro ya debía estar siendo preparado, los empleados quisieron detener al Maestro porque temían que su llegada, acompañado de tanta gente, provocase un no pequeño tumulto en tan trágicas circunstancias.

 

Con todo, Jesús, con una delicadeza apropiada para inspirar las costumbres del Ancien Régime, fortaleció la confianza de Jairo. El consejo: “No temas, te basta con creer y tu hija sanará —según San Agustín— no es un reproche a quien desconfía, sino una confirmación a quien creía más intensamente”.5 ¡La niña estaba muerta! Sus articulaciones estaban rígidas, su cadáver frío, listo para ser embalsamado, envuelto en vendas y ser sepultado en una gruta. Si la hija, por lo tanto, ya no tenía posibilidad de practicar un acto de fe, el padre lo hacía, al presentar la petición al Divino Maestro. Es probable, incluso, que a lo largo del camino, en compañía de Cristo, él haya reafirmado en su interior, cada vez con más fervor, la certeza de la resurrección de su hija. La fe del jefe de la sinagoga, así como la de los tres Apóstoles escogidos por Jesús para acompañarle, hizo que su intervención fuera del todo posible, pues muchas veces es la profunda convicción de terceros lo que hace que se establezca el nexo entre la omnipotencia de Cristo y la realización del milagro. Si Jairo hubiese pensado que la muerte de su hija ya no hacía necesaria la presencia del Salvador, no habría obtenido el beneficio de su resurrección.

 

Ésta es la fe que debemos tener, sobre todo en los momentos más difíciles de nuestra vida. Dada la importancia de esta virtud, es la más atacada por el demonio, procurando disminuirla y debilitarla para impedirnos obtener aquello que necesitamos. Siguiendo las enseñanzas del Divino Maestro en esta Liturgia: “Basta que tengas fe”. Creamos en su misericordia más allá de la realidad aparente, recordando que, cuando imploramos alguna gracia útil para nuestra salvación, para el bien del prójimo y la gloria de la Santa Iglesia, Dios tiene más empeño en darla que nosotros en recibirla. En realidad, nuestro deseo fue precedido por el suyo, desde siempre.

 

Sólo los que tienen fe presencian el milagro

 

38 Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos 39 y después de entrar les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida”. 40 Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña,…

 

La comitiva se encontró en la entrada de la casa con un cuadro de agitación propio del espíritu manifestativo de los orientales. Unos lloraban, otros gritaban, todos estaban conmocionados. La primera preocupación de Jesús fue calmarlos, diciendo que la niña apenas dormía. En efecto, la niña “estaba muerta para los hombres, que no habían sido capaces de resucitarla, y para Dios, dormía, a cuya disposición vivía su alma retirada, y su cuerpo permanecía tranquilo para ser resucitado”.6 Para Él, en cuanto Dios, la muerte no pasa de un simple sueño, pasible de ser interrumpido en cualquier instante por su poder, una vez que será Él mismo quien resucitará a toda la humanidad el último día. Y en la hija de Jairo podemos contemplar simbólicamente nuestra propia imagen en la tumba, deteriorada por el tiempo, a la espera del momento en que, a una orden del Supremo Juez y por su poder, nuestro cuerpo se unirá a nuestra alma en el estado que corresponda a cada una.

 

Sin embargo, por ser incrédulos, los presentes juzgaron que Jesús estaba equivocado, porque sabían que el cuerpo de la niña ya estaba inerte. Empezaron a reírse de Él, demostrando así como su llanto era fingido y egoísta; pues, si fuese auténtico, continuarían llorando sin preocuparse con lo que Él decía.

 

Por ese motivo, Jesús ordenó que todos se retirasen, a excepción del padre, de la madre y de los tres discípulos, los únicos con fe en aquel lugar. Quien no tiene fe constituye un impedimento para la acción de la gracia y pesa negativamente en la Comunión de los Santos. Signo de que los escépticos obstruyen el progreso espiritual en su propio medio. En relación a ellos, debemos tener una prudente cautela para no perder gracias por su mala influencia. Vemos también en esta escena cómo Dios aprecia los lazos familiares, pues resucita a la niña sobre todo por causa de sus padres. Bien podemos suponer que ambos se hayan salvado y que hoy estén regocijándose en el Cielo.

 

El Señor resalta su humanidad con un gran milagro

 

41 …la cogió de la mano y le dijo: “Talitha qumi” (que significa: “Contigo hablo, niña, levántate”). 42 La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor.

 

Una vez más San Marcos presenta conjugados los aspectos divino y humano del Maestro. Pone de relieve su humanidad al contar que Jesús quiso ir hasta la casa de Jairo, coger la mano de la niña y ordenarle que se levantase. ¿Sería necesario este recorrido, algún gesto o cualquier palabra? No, pues Él es Dios y desde lejos habría podido impedir la muerte o realizado la resurrección. Pero procedió así para dejar claro que aquella era una obra suya, y para que la niña, al despertar, sintiese que estaba en sus manos. De esta manera, demuestra que es Hombre aun al realizar milagros, y en la eficacia de su verbo resalta su divinidad.

 

Nueva delicadeza del Hombre Dios

 

43 Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

 

Jesús prohibió que fuese divulgado lo ocurrido, porque en aquella ocasión no era conveniente que un signo tan portentoso se diera a conocer. Es muy bonito que conste en la narración evangélica su preocupación por la comida de la niña, que el padre y la madre, impresionados por el acontecimiento, probablemente olvidaron. Tal delicadeza revela que el celo de todas las madres del mundo junto no equivaldría al cuidado de Él por una sola persona. Pero, ¿siendo Dios, no podría eliminar el hambre de la pequeña? Pues, ¿qué era más fácil, satisfacerle milagrosamente el apetito o hacerla volver a la vida? Sin embargo, quiso que los padres le diesen de comer, por dos razones. En primer lugar, para que comprobasen que la hija de hecho estaba viva, según asevera San Jerónimo: “Cada vez que resucitó a un muerto, ordenó que se le diera de comer, para que no se pensara que la resurrección era una fantasmagoría”.7 Después, a fin de mostrarnos cuánto ama el orden natural de las cosas, lo más apropiado era que los padres tomasen medidas para alimentar a la hija debilitada por una enfermedad mortal, y aunque ahora su salud estaba mejor que antes, una buena comida sería conveniente para recuperar las energías.

 

III – La vida divina también debe brillar
en nuestra humanidad

 

Al recorrer este rico Evangelio —el relato más detallado entre los registros sinópticos del mismo episodio—, contemplamos la armonía perfecta entre los aspectos humano y divino de Jesucristo. Según explica Santo Tomás de Aquino: “Cristo había venido a salvar al mundo no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su Encarnación. Y por esto, con frecuencia, cuando curaba a los enfermos no usaba sólo del poder divino, simplemente ordenando, sino que también añadía algo de parte de su humanidad”.8 Ante este verdadero caleidoscopio de manifestaciones, ora de una, ora de otra naturaleza, en la Persona Divina de Jesús, debemos analizar con atención sus relaciones con los hombres a lo largo de su vida terrena, para poder contemplarlo en toda su grandeza.

 

Con igual agudeza necesitamos procurar entender lo que pasa alrededor de nosotros. Como resultado de una fe poco firme, somos tendentes a concebir la realidad bajo un prisma estrictamente humano, menospreciando la visión sobrenatural. No obstante, la existencia humana siempre está sujeta a la influencia del mundo invisible y, por lo tanto, a nuestras tendencias se asocia la acción de un demonio o de un Ángel. Así como es impensable considerar al Señor solamente como Hombre, ignorando la unión hipostática, del mismo modo es un grave error olvidarnos de que, por el Bautismo, cada cristiano, siendo mera criatura, ascendió a la participación en la vida divina. Esto hace que todas nuestras decisiones estén marcadas por la gracia o por su ausencia. Sepamos distinguir por cuáles de estos factores somos influenciados. ¿Serán Ángeles o demonios? ¿La gracia o los instintos desordenados? ¿La virtud o el vicio? Con esta directriz veremos todo no en dos dimensiones, sino en la perspectiva de la eternidad.

 

Amor humano de magnitud infinita

 

Por causa de la culpa original y de los pecados actuales, las puertas del Cielo estaban cerradas para nosotros y merecíamos la muerte eterna. Sin embargo, el Verbo, habiéndose encarnado, experimenta en su humanidad sentimientos de inmensa compasión hacia nosotros. ¿En cuántas ocasiones, viendo partir de este mundo a un ser querido, no habríamos deseado morir en su lugar? Ahora bien, Jesucristo nos amó de tal manera que se entregó por nosotros y nos rescató con su sacrificio, franqueándonos el acceso a la vida verdadera. Meditar sobre esta maravilla nos proporciona un beneficio monumental, porque frecuentemente somos asaltados por aflicciones, tentaciones, miedos, y a veces incurrimos en funestos delitos; pero si el Señor cura, resucita y perdona, tiene poder para suavizar nuestros problemas y levantarnos de cualquier caída. ¿Qué es necesario de nuestra parte? “Basta que tengas fe”.

 

La hemorroísa, figura del pecador que aún tiene fe

 

En este sentido, la hemorroísa, que “se había puesto peor”, es la imagen de aquel que, privado del flujo vital de la gracia y de la energía sobrenatural, después de cometer una falta grave, va detrás de falsos remedios y busca la felicidad donde no está, juntándose con malas amistades y optando por ciertas compañías que lo desvían del buen camino. Y cuanto más esfuerzo hace para satisfacer sus ansias, tanto más se consume y se aparta de aquello que engañosamente procura; el brillo de la inteligencia y la fuerza de voluntad disminuyen; el dinamismo del alma se disipa. Perdidas por el pecado las virtudes y los dones, sólo le resta un vestigio de esperanza y un “tendón” de fe. A medida que reincide en nuevas transgresiones, también éstos se van apagando poco a poco.

 

Para evitar que eso suceda es indispensable que, si caemos, nos arrepintamos y digamos suplicantes: “Señor, merezco todos los castigos y, quizá, el infierno. Pero pido perdón por mis crímenes con ardorosa fe en vuestro poder”. Tengamos confianza en que Jesús siempre está dispuesto a curarnos, no sólo de los males físicos, sino, sobre todo, de los morales, para restaurarnos en el alma la inocencia, así como restituyó la salud a la hemorroísa. A tal punto se preocupa en revitalizar el alma, con preferencia en relación al cuerpo, que no legó a la Iglesia algo como una especie de cajero automático para curar enfermedades, en la que los enfermos se arrodillan y salen restablecidos, sino que instituyó el Sacramento de la Penitencia, con el que no contaron los eminentes varones del Antiguo Testamento. En aquel entonces, nadie podía recurrir a un sacerdote para acusarse de sus faltas y ser absuelto, con la certeza de quedar limpio de toda culpa. ¡Qué gran don puso a nuestro alcance el Divino Redentor!

 

¡Nosotros tenemos la Eucaristía!

 

Como los protagonistas del pasaje del Evangelio de este decimotercer domingo del Tiempo Ordinario, aproximémonos al Señor y Él nos prodigará sus favores. En el sacramento de la Eucaristía, más que estrechar la mano que levantó la niña en el lecho de muerte o tocar el manto cuyo contacto devolvió la salud a la mujer, cada uno de nosotros recibe a Jesús en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Si Él se da totalmente a nosotros, ¿no nos curará de las miserias, solucionará nuestras dificultades espirituales e, incluso, suplirá las carencias materiales? Pidamos a Jesús, por intercesión de María, una fe mayor que la de la hemorroísa y la de Jairo, para beneficiarnos de todos los tesoros que por su misericordia nos quiere conceder. ²

 

 


 

1) SAN JERÓNIMO. Tratado sobre el Evangelio de San Marcos. Homilía III (5,30-43). In: Obras Completas. Obras Homiléticas. Madrid: BAC, 1999, v.I, p.853.

2) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.89, a.6.

3) SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXXI, n.2. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ed. Madrid: BAC, 2007, v.I, p.619.

4) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q.43, a.2, ad 1.

5) SAN AGUSTÍN. De consensu evangelistarum. L.II, c.28, n.66. In: Obras. Madrid: BAC, 1992, v.XXIX, p.377.

6) SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L.II, c.5: ML 92, 182.

7) SAN JERÓNIMO. Contra Joviniano. L.II, c.17. In: Obras Completas. Tratados apologéticos. Madrid: BAC, 2009, v.VIII, p.339; 341.

8) SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q.44, a.3, ad 2.

 

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