Comentario al Evangelio – XIV Domingo del Tiempo Ordinario – El vademécum del apóstol

Publicado el 06/30/2016

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 1 designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. 2 Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. 3 ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. 4 No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. 5 Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. 6 Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. 7 Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. 8 Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, 9 curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: ‘El Reino de Dios ha llegado a vosotros’. 10 Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: 11 ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el Reino de Dios ha llegado’. 12 Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad. 17 Los setenta y dos volvieron con alegría, diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. 18 Él les dijo: “Estaba viendo a Satanás caer del Cielo como un rayo. 19 Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. 20 Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo” (Lc 10, 1-12.17-20).

 


 

Comentario al Evangelio – XIV Domingo del Tiempo Ordinario – El vademécum del apóstol

 

Válidas para todas las épocas históricas, las normas dadas por el divino Maestro a los setenta y dos discípulos delinean el perfil de un auténtico evangelizador y constituyen una preciosa guía para conducir a los hombres a la verdadera felicidad.

 


 

I – ¿CÓMO CONSEGUIR LA FELICIDAD?

 

Pródigo al irradiar luz y calor, el astro rey anuncia el comienzo y el final de cada día con fulgores siempre nuevos, ofreciendo a los que quieran contemplarlo, en el amanecer o en el ocaso, un bello espectáculo que proclama la grandeza de Dios. Algo semejante se puede observar en todos los seres materiales, porque el Creador los dispuso, uno a uno, conforme a los designios de su sabiduría, y “gracias a su palabra todo está en su sitio” (Eclo 43, 26). Los árboles frutales, por ejemplo, alimentan a hombres y a animales con la abundancia de sus frutos, cuya diversidad de sabores, olores, formas y colores caracteriza la riqueza de su vitalidad. Y el reino animal, ya sea dentro de las aguas o en lo alto de los cielos, sobre la tierra o incluso en sus profundidades, manifiesta con más profusión aún las infinitas perfecciones del Autor de la vida. Guiados por instintos infalibles, los animales se mueven con impresionante precisión para obtener su sustento y algunas especies construyen refugios tan ingeniosos, como es el caso de las abejas, que dejan asombrada a la misma inteligencia humana. Respecto a tan elocuente armonía de la Creación, afirma San Buenaventura: “El universo es semejante a un canto magnífico que manifiesta sus maravillosas armonías; sus partes se suceden hasta que todas las cosas sean ordenadas con vistas a su fin”.1 Este fin último y absoluto de todas las criaturas consiste en dar gloria a su Creador, porque Él no hizo el mundo de la nada por necesidad, sino como manifestación de una bondad infinita, conforme enseña Santo Tomás.2

 

Vista de Jerusalén desde el Monte

Scopus a finales del siglo XIX

En los seres irracionales, esa alabanza es tributada por el mero hecho de existir y llevar en sí reflejos del Creador, como canta el Eclesiástico: “De la gloria del Señor está llena su obra” (42, 16). No obstante, el deber de tal glorificación le cabe especialmente a las criaturas inteligentes y libres —ángeles y hombres—, por ser capaces de honrar a Dios por amor, de modo consciente, libre y voluntario. El famoso teólogo fray Royo Marín, OP, pondera: “Al hombre principalmente, compuesto de espíritu y materia, le corresponde recoger el clamor entero de toda la creación, que suspira por la gloria de Dios (cf. Rm 8, 18-23), y ofrecérsela al Creador como un himno grandioso en unión de su propia adoración”.3

 

En su misericordia, la Providencia hace coincidir esa glorificación con la felicidad del ser humano, buscada a lo largo de la vida terrena con incansable ardor: “Alcanzando su propia felicidad, el hombre glorifica a Dios, y glorificándole encuentra su propia felicidad. Son dos fines que se confunden realmente, aunque haya entre ellos una distinción de razón. La suprema glorificación de Dios coincide plenamente con la suprema felicidad nuestra”,4 concluye el teólogo dominico. Aunque tal plenitud se alcanza únicamente al entrar en la bienaventuranza eterna, el hombre puede gozar de cierta felicidad verdadera aún en esta vida. La disfrutan, pues, todos los que orientan su existencia hacia la finalidad suma, conociendo, amando y sirviendo a Dios, trilogía que se resume en la práctica de la virtud y en el empeño de promover su gloria en la tierra.

 

Pero, como “el bien, en cuanto tal, es difusivo; porque, cuanto mejor resulta ser algo, tanto más difunde su bondad a cosas más lejanas”,5 las almas poseedoras de tal alegría no la limitan a su satisfacción personal, sino que desean transmitirla a todos sus semejantes. Surge así el corolario de la verdadera felicidad, sobre el cual el Evangelio de este decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario nos ofrece preciosas enseñanzas: hacer el bien al prójimo, llevándolo a participar en esta tierra de las alegrías de la virtud camino de las eternas alegrías del Cielo.

 

II – EL VADEMÉCUM DEL APÓSTOL

 

Aunque no es posible saber con precisión el orden cronológico de los hechos ocurridos en la etapa de la vida del Señor que el Evangelio de hoy contempla, muchos comentaristas concuerdan en reunir, como pertenecientes a un solo viaje, el relato de San Juan sobre la ida de Jesús a Jerusalén para la Fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 1-53), y el de San Lucas, que registra que el Salvador había decidido dirigirse a la Ciudad Santa porque el tiempo de la Pasión se aproximaba (cf. Lc 9, 51).6

 

Según esta interpretación y de acuerdo con la narración del tercer evangelista, fue durante ese viaje que Santiago y Juan preguntaron al Maestro si podían hacer bajar fuego del cielo sobre los inhospitalarios samaritanos, siendo reprendidos por el Redentor con una bellísima afirmación acerca de su misión: “Porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos” (Lc 9, 56). A continuación, el evangelista registra tres diálogos entre Jesús y algunas personas con la vocación de seguirlo. Los consejos dados por el Señor evidencian la seriedad del llamamiento para ser apóstol y la necesidad, impuesta por la vocación, de romper los lazos con el mundo (cf. Lc 9, 57-62).

 

Situando la elección de los setenta y dos discípulos inmediatamente después, San Lucas compone un cuadro bastante expresivo respecto del estado de espíritu y de la conducta que debe caracterizar a los que han sido convocados a propagar el Reino de Dios. Probablemente, sería después de finalizar las conmemoraciones religiosas mencionadas por San Juan cuando Jesús, teniendo en vista la evangelización de la vasta región de la Judea, instituía el nuevo método de acción apostólica considerado en el Evangelio de este domingo.

 

Enviados de dos en dos

 

En aquel tiempo, 1 designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de Él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él.

 

Ya en el primer versículo, San Lucas muestra el objetivo fundamental de la misión: predisponer a las almas para recibir al mismo Maestro. Esta preparación, en la que el apostolado de un discípulo atrae hacia el bien, es muy importante —y no raras veces imprescindible— para que en el momento del encuentro con el Bien en Persona, el alma esté abierta a la acción de la gracia, no ponga obstáculos y se entregue sin reservas.

 

Por otro lado, se puede percibir el divino celo de Cristo por sus seguidores, al agruparlos en parejas antes de enviarlos a la predicación. En efecto, teniendo que actuar en el mundo, el enviado necesita de un especial apoyo colateral para no sucumbir ante ataques del demonio, como enseña el Eclesiastés: “Si a uno solo pueden vencerle, dos juntos resistirán” (Ecl 4, 12). Por eso, “debían ir en forma que uno a otro se sostuviesen”.7 Estaba, pues, instituido el método de acción a ser obedecido, a lo largo de los siglos, por numerosas órdenes religiosas, cuyas reglas prescribirían a sus miembros andar siempre acompañados por un hermano de vocación al desempeñar actividades en ambientes ajenos a la vida comunitaria.8

 

La necesidad de obreros

 

2 Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”.

 

La vida cotidiana de los habitantes de Palestina, región de tierras fértiles y bien cultivadas, estaba muy marcada por la agricultura. La imagen de la mies madura, por ser bastante conocida, permitía que los oyentes de Jesús entendiesen con facilidad la relación de semejanza. En general, la siembra era realizada únicamente por el propietario, siendo necesario, sin embargo, contratar a numerosos segadores para el momento de recoger la cosecha. Al referirse a la falta de “obreros” para la “mies”, el Señor dejaba claro que la distribución de la semilla de la gracia en las almas y su germinación es obra de Dios, que es quien obra las conversiones, restándole al hombre tan sólo la tarea de recoger los frutos. Sobre este asunto el Salvador ya había hablado, junto al pozo de Jacob: “Con todo, tiene razón el proverbio: Uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado. Otros trabajaron y vosotros entrasteis en el fruto de sus trabajos” (Jn 4, 37-38). Aunque el concurso humano no le es necesario al Omnipotente, Él lo desea como medio para estimular la caridad fraterna, cuya esencia se cifra en el empeño de llevar al prójimo a amar y servir al Señor de la mies.

 

“Aparición de Jesús a los Apóstoles”

– Catedral de Notre Dame, París

Además, este pasaje resalta uno de los insondables misterios de la Providencia: la desproporción entre el número de misioneros y las almas que deben ser evangelizadas. Tal situación es una constante en la historia de la Iglesia, incluso cuando hay un generoso florecimiento de vocaciones religiosas. Y el divino Maestro hace depender de nuestras oraciones el aumento del número de esos obreros, indicando la necesidad de rezar no solamente por la conversión del mundo, sino también para que la Providencia se digne enviar almas particularmente llamadas al apostolado, llenas de amor a Dios y de celo por la salvación de los hombres.

 

Corderos entre lobos

 

3 “¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos”.

 

Debido a la estrecha relación que existía entre la actividad pastoril y la vida cotidiana de los judíos, resultaba muy viva esta otra metáfora usada por Jesús para exponer las dificultades que encontrarían los discípulos al anunciar el Reino de Dios, conforme Él mismo diría más tarde: “No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Por tanto, determinaba cómo deberían actuar en tales situaciones: a semejanza del cordero, animal conocido por su mansedumbre al ser llevado al matadero, soportando con espíritu sereno las persecuciones, sin dejarse perturbar con las aprensiones causadas por los ataques. Al ponerles ante la perspectiva de estar en continuo riesgo durante la evangelización, igual que un cordero en medio de una manada de lobos, el Buen Pastor le pedía a sus discípulos una completa confianza en su protección. No obstante, la misma afirmación sonaba como una amonestación que incitaba a los discípulos a ser sagaces en el ejercicio de la misión y vigilantes en relación a los adversarios, pues eran “enviados, no como presas, sino como distribuidores de gracia”,9 explica San Ambrosio.

 

Curiosamente, las propias persecuciones demuestran el incesante amparo del Señor a su rebaño, como lo resaltan las palabras que San Cirilo de Alejandría pone en boca de Dios: “Yo haré de los perseguidores una ayuda para los que sufran persecución. Haré que los que humillan a mis ministros colaboren a la buena voluntad de estos”.10 De hecho, al atacar a los discípulos de Jesús, los enemigos les proporcionan excelentes circunstancias para la práctica de muchas virtudes, tales como la humildad y la resignación ante las injurias y malos tratos, y el robustecimiento de la fe y de la confianza en la Providencia. Sobre todo, favorecen la purificación del amor a Dios. De este modo, incide sobre ellos la promesa de la bienaventuranza de quienes padecen persecuciones por causa de la justicia, haciéndoles merecedores de una gran recompensa en el Cielo (cf. Mt 5, 10). Si la hostilidad llega al extremo del martirio, la violencia se transforma en gloria para los cristianos, permitiéndoles recibir en la vida eterna el premio de la fe. Y desde allí, intercediendo junto a Dios por los fieles que permanecen en la tierra, estrechan los vínculos entre la Iglesia triunfante y la Iglesia militante fortaleciendo al Cuerpo Místico de Cristo.

 

Sin embargo, frecuentemente sucede algo diferente. La fuerza de la gracia conferida por el Salvador a su grey es tal que muchos “lobos” terminan convirtiéndose en “corderos”… Ejemplo supremo de esto es Saulo, fariseo que “respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor” (Hch 9, 1), y que terminó siendo el Apóstol por excelencia.

 

Instrucciones a los enviados

 

Después de esos precedentes, el Señor instruye a sus discípulos sobre la conducta que debe seguirse en la evangelización. Un presupuesto fundamental para considerar bien los próximos versículos es tener en cuenta que Jesús hablaba de acuerdo a las costumbres del tiempo, muy diferentes de los hábitos actuales. Sin embargo, como la palabra de Dios “permanece para siempre” (Is 40, 8), tales determinaciones continúan siendo válidas en nuestros días, bastando solamente saber interpretarlas. Pasemos, pues, a analizar esas normas que San Lucas registra como si fuese un directorio de apostolado, un auténtico vademécum de quien es llamado a evangelizar.

 

4a “No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias;…”

 

Debido a los contratiempos propios de un desplazamiento a pie, un par de sandalias extra era accesorio indispensable para cualquier viajero, así como la bolsa y la alforja. Esta última servía para transportar, además de otras pertenencias, alimentos frugales —en general, fruta seca, como dátiles e higos—, para reponer las energías durante el camino.11 El dinero era guardado en la alforja. Ante la necesidad real de tales pertrechos para un viaje, parece un poco extraña la recomendación del divino Maestro. Sin embargo, con ello quería inmunizar a los discípulos contra el mundanismo, vicio que lleva al individuo a fijar su principal atención en los bienes materiales, buscando en ellos su propia seguridad. Según esa visión equivocada, los utensilios mencionados por el Señor tenían cierto valor simbólico, porque indicaban las condiciones financieras de su propietario y, por tal motivo, eran usados con la intención de conquistar prestigio ante la opinión pública. Pero, procediendo del modo indicado por Jesús, se les exigía a los discípulos un entero abandono en la Providencia, como enseña San Gregorio Magno: “Porque la confianza que en Dios tenga el predicador debe ser tanta, que, aunque no provea lo necesario para esta vida, tenga por cierto que esto no le ha de faltar; y así, no por poner su atención en las cosas temporales provea menos de las eternas a los otros”.12

 

“Cristo con los Apóstoles” – Catedral de Santiago, Chile

Vigilancia en las relaciones humanas

 

4b “…y no saludéis a nadie por el camino”.

 

Las costumbres sociales judías vigentes en aquel tiempo no permitían saludos rápidos y simplificados, como los del mundo actual, cuyas normas de educación, reducidas a lo esencial, cada vez más se vuelven carentes de gentileza y de distinción. A las interjecciones monosilábicas pronunciadas hoy día por dos personas cuando se encuentran le correspondían antiguamente ceremoniosos y prolongados saludos, que entre los orientales era añadida una razonable conversación mediante un intercambio de noticias sobre los familiares, los negocios y la salud, entre otros asuntos.13 Además de retardar la realización de los deberes de evangelización —sobre todo en los caminos palestinos, en donde siempre había un intenso movimiento de viajeros—, tales saludos podían ser una temeridad para el misionero, debido a las malas influencias a las que se exponía, relacionándose con personas que,grosso modo, vivían de acuerdo con las máximas del mundo. Asimismo, los transeúntes no eran el objetivo de la misión, sino las poblaciones de los lugares indicados por Jesús. Con eso, el Señor enseñaba —no sólo a los que le escuchaban en ese momento, sino a todos sus futuros seguidores— cómo la falta de vigilancia en la convivencia con personas cuya vida no está dirigida por la buena doctrina puede debilitar las convicciones religiosas. Y resaltaba la importancia de no poner nunca en riesgo nuestra propia salvación con el pretexto de hacer el bien a los demás.

 

La palabra, instrumento de la gracia

 

5 “Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. 6 Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros”.

 

En estos dos versículos el Maestro señala cómo la voz del discípulo está vinculada a la acción de la gracia, y confiere a sus enviados el poder de restablecer la paz en las almas dóciles a la intervención de Dios. Ahora bien, según la clásica definición de San Agustín, la paz es la tranquilidad del orden.14 Por lo tanto, los seguidores de Jesús —en especial los llamados a ejercer el ministerio sagrado— deben estar compenetrados de que sus palabras son revestidas de una particular expresividad, unción y fuerza de persuasión para poner a las almas en el camino del cumplimiento de su finalidad, o sea, la santidad y la gloria de Dios. Y tal es la sublimidad de la vocación que el apóstol se beneficia incluso cuando la predicación es rechazada o recibida con indiferencia, pues los esfuerzos empleados en esos casos no son frustrados, y redundan en gracias para su propio progreso espiritual.

 

El sustento material

 

7a “Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario”.

 

El apóstol pasa toda su existencia en el ejercicio de la misión, renunciando a la posibilidad de obtener lucros profesionales, como el común de las personas, correspondiéndole a los beneficiarios la responsabilidad de proveerle sustento y hospedaje, como argumenta San Pablo: “Si nosotros hemos sembrado entre vosotros lo espiritual, ¿será extraño que cosechemos lo material?” (1 Co 9, 11). En consecuencia, quienes prestan auxilio a los discípulos, participan de manera más profunda de las gracias concedidas por la Providencia a esa misión específica y, en el momento de rendir cuentas a Dios en el Juicio después de la muerte, esa asistencia se transformará en elemento de misericordia, según la promesa del Salvador: “Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa” (Mc 9, 41).

 

7b “No andéis cambiando de casa en casa”.

 

Con esta orden, Jesús exige de los enviados una virtud que mucho se identifica con el alma generosa de un apóstol: la abnegación. Deben adaptarse con facilidad a las circunstancias adversas, sabiendo vivir en la penuria y también en la abundancia (cf. Flp 4, 12), sin inquietarse por su propias comodidades y sin exigir privilegios. Como señala San Gregorio Nacianceno, “el resumen de todo esto es que deben ser tan virtuosos, que el Evangelio se propague no menos por el modelo de su vida que por su palabra”.15

Factor de salvación o de condenación

 

8 “Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, 9 curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: ‘El Reino de Dios ha llegado a vosotros’”.

 

“Cristo con los Doce Apóstoles”, por Taddeo di Bartolo.

Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

Además de reiterarles la norma encerrada en el versículo anterior, el Señor les ordena sanar las enfermedades —sobre todo las espirituales, causadas por el pecado— y anunciar que el Reino de Dios está cerca, procurando liberar a las almas de las preocupaciones terrenas para elevarlas a las consideraciones sobrenaturales. Teofilacto relaciona los dos aspectos: “Cuando se curan en cuanto al alma, se acerca a ellos el Reino de Dios, el cual está lejos de aquel a quien domina el pecado”.16

 

10 “Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: 11 ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el Reino de Dios ha llegado’. 12 Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad”.

 

El Señor señala que la actitud del apóstol ante el rechazo de aquellos a quienes quiso hacer el bien, debe ser incentivarles el temor a Dios, “un llamamiento a la conciencia”.17 Incluso cuando es repudiado, el predicador no debe callar las verdades de la fe, conforme el consejo dado a Isaías: “Grita a pleno pulmón, no te contengas; alza la voz como una trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus pecados” (Is 58, 1). Y el Salvador añade que en el día del Juicio la importancia dada a la palabra de los representantes de Dios será factor de salvación o condenación para los que la oyeron.

 

Regreso de los discípulos

 

17 Los setenta y dos volvieron con alegría, diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. 18 Él les dijo: “Estaba viendo a Satanás caer del Cielo como un rayo”.

 

El éxito obtenido en esta primera misión —“indicio manifiesto del gran triunfo”18 de la Iglesia en el transcurso de la Historia, como observa San Juan Crisóstomo— es resaltado por San Lucas al describir el estado de ánimo general de los setenta y dos: volvieron llenos de alegría, pues habían alcanzado el objetivo para el cual Jesús los había enviado, además de haber comprobado su fuerza, a cuyo nombre los mismos demonios obedecían.

 

Haciendo alusión a la caída de Satanás, precipitado en el infierno antes de la creación del hombre, el Señor daba una prueba más de su divinidad, declarando su eternidad, y anunciaba que, con la expansión de la predicación evangélica, el demonio, dominador del mundo desde el pecado original, comenzaba a ser definitivamente derrotado: “Si Jesús persigue tanto a los demonios, […] es porque Dios actúa en Él con imperio y su Reino ya ha empezado”.19

 

La vocación, un don más precioso que el poder

 

19 “Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno”.

 

Los Hechos de los Apóstoles presentan un acontecimiento que ilustra la efectividad de tal poder al narrar lo ocurrido con San Pablo durante una de sus incursiones en la cuenca del Mediterráneo para difundir el Evangelio: picado por una víbora, no sufrió ningún mal, dejando estupefactos a los nativos de la región (cf. Hch 28, 3-6). Sin embargo, el significado de la promesa hecha por el Maestro es mucho más amplio. Según un reputado exégeta moderno, las mordeduras y el veneno de estos animales dañinos “sintetizaban en el mundo antiguo los peligros de la muerte, y son símbolos del ‘poder del enemigo’”,20 al cual Cristo se refiere. El Señor confirma, por lo tanto, que los discípulos están revestidos de una fuerza sobrenatural para enfrentar los asaltos del demonio. Esa protección divina nunca falta a los que se encuentran en el ejercicio de las actividades propias de su vocación específica, y había sido especialmente comprobada por los setenta y dos durante el período de la misión.

 

20 “Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo”.

 

“Cristo con los Doce Apóstoles”, por Taddeo di Bartolo.

Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

Los excelentes resultados de la evangelización, en la cual los discípulos habían manifestado abundantemente los dones recibidos de la Providencia para beneficio de las almas, como suele suceder, atraían los aplausos de la opinión pública. Si tales homenajes no fuesen restituidos a Dios, convenciéndose de que eran meros instrumentos para la acción de la gracia, el buen éxito del apostolado podría convertirse en un peligroso obstáculo para la vida espiritual de cada uno. Poco a poco, de modo casi imperceptible para ellos mismos, el deseo inicial de glorificar a Dios sería sustituido por un egoísmo pretencioso, ávido de recibir honras personales. Por eso, “el Salvador reprocha la primera jactancia y la corta de raíz, ya que de Ella nace el deseo de vanagloria; la corta con rapidez, imitando a los mejores agricultores que en el mismo momento en que ven brotar una zarza en el jardín o entre las hortalizas, la arrancan de raíz”.21 Enseguida, con grandeza y simplicidad infinitas, Jesús les revela la más sublime dádiva concedida por Él, incomparablemente superior al dominio sobre la naturaleza y las potencias infernales, y por la cual realmente deberían exultar de alegría. Por cumplir con perfección su finalidad en esta tierra, dando a Dios la gloria que le era debida, estaba garantizada para cada uno de ellos la verdadera y eterna felicidad: sus nombres estaban “inscritos en el Cielo”.

 

III – LLAMADOS AL REINO DE LA VERDADERA FELICIDAD

 

 

El conjunto de enseñanzas contenidas en el Evangelio de este decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario nos lleva a una importante conclusión. La ilusión óptica es una de las numerosas impresiones engañosas captadas por nuestros sentidos, los cuales, por ese motivo, deben ser sometidos a los sensatos juicios de la razón. No obstante, si muchas de las percepciones transmitidas por la sensibilidad pueden ser falsas, nada es causa de tantas ilusiones —desde los comienzos de la Historia, empezando por Adán y Eva, en el Paraíso— como el modo de obtener la felicidad. Ese es el deseo primordial del hombre, buscado con ardor insaciable durante toda su vida. En el mundo actual, muchos confundirán la felicidad con las innovaciones de la técnica o de la ciencia; otros, con las exigencias de la moda o el culto a la salud; otros incluso, con los lucros financieros, el buen éxito en los negocios, las relaciones sociales, la realización profesional, los sueños románticos, etcétera. Además de no saciar la sed de felicidad natural, esas ilusiones del mundo frecuentemente ponen en riesgo también la felicidad eterna, por conducir al pecado, el cual, siendo un desorden del hombre en relación a su fin, que es Dios, trae como consecuencia inevitable, después de una satisfacción pasajera, la frustración y la tristeza.

 

A la misión de los setenta y dos discípulos elegidos por Jesús le correspondería muy bien el título de evangelización de la felicidad, desde dos aspectos. En primer lugar, respecto a los discípulos, porque al entregarse por entero en beneficio del prójimo, movidos por el amor a Dios, experimentaban en sí mismos “más dicha en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Y en segundo lugar, en relación con las almas favorecidas por la predicación, porque les es ofrecida la posibilidad de cumplir los designios de Dios, transformando la vida terrena en una preparación para llegar al Cielo.

 

También a todos nosotros, los bautizados, el Maestro nos llama a la verdadera felicidad, fruto de la buena conciencia y de la fidelidad a la vocación individual que nos ha otorgado Él mismo, ya sea para el estado sacerdotal, religioso o seglar. Tal felicidad tendrá como esencia la evangelización, es decir, hacer el bien a las almas, presentándoles las bellezas de lo sobrenatural e instruyéndolas en la verdad traída por Cristo al mundo. En suma, hoy el Salvador nos convoca a transmitir a todos los hombres la alegría de glorificar a Dios, trabajando para que su voluntad sea efectiva así en la tierra como en el Cielo.

 


 

1 SAN BUENAVENTURA. In I Sent. d. 44, a. 1, q. 3. In: Opera Omnia. Florencia: Ad Claras Aquas (Quaracchi), 1883, t. I, p. 786.

2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 44, a. 4.

3 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología Moral para seglares. Madrid: BAC, 1996, v. I, p .29.

4 Ídem, p. 38.

5 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma contra los gentiles. L. III, c. 24.

6 A este respecto, véase FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v. II; LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. L’Évangile de Jésus-Christ avec la synopse évangélique.París: Lecoffre – J. Gabalda, 1954.

7 PEIRÓ, SJ, Francisco Xavier. Evangelio comentado. Madrid: Sapientia, 1954, v. I, p. 807.

8 Ya en el siglo V, San Agustín recomendaba en su regla: “Cuando salgáis de casa, id juntos; cuando lleguéis adonde vais, permaneced juntos” (SAN AGUSTÍN. Regula ad Servos Dei, IV, 2. In: Obras. Madrid: BAC, 1995, v. XL, p. 570).

9 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas.L.VII, n. 46. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p. 367.

10 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Comentario al Evangelio de Lucas, 61, apud ODEN, Thomas C.; JUST, Arthur A. La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Evangelio según San Lucas. Madrid: Ciudad Nueva, 2006, v. III, p. 246.

11 Cf. LAGRANGE, op. cit., p. 213.

12 SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L. I, hom. 17, n.º 5. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p. 602.

13 Cf. CARRILLO ALDAY, Salvador. El Evangelio según San Lucas. Estella: Verbo Divino, 2009, p. 217.

14 Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L.XIX, c. 13, n.º 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI-XVII, p. 1398.

15 SAN GREGORIO NACIANCENO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. X, vv. 3-4. 16 TEOFILATO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea, op. cit., vv. 5-12.

17 PEIRÓ, op. cit., p. 810.

18 SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea, op. cit., vv. 3 -4.

19 LAGRANGE, op. cit., p. 358.

20 CARRILLO ALDAY, op. cit., p. 219.

21 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Comentario al Evangelio de Lucas, 64, apud ODEN; JUST, op. cit., p. 251.

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->