El triple desafío de la vida consagrada

Publicado el 07/04/2018

Responder de forma nueva y radical a las actuales provocaciones a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia es un triple desafío que estimula el cometido profético de las personas consagradas.

 


 

La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús —virgen, pobre y obediente— tienen una típica y permanente “visibilidad” en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la Historia, pero espera su plena realización en el cielo. […]

 

El cometido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos principales dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que la sociedad contemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia y especialmente a las personas consagradas a clarificar y dar testimonio de su profundo significado antropológico. […]

 

La alegría de practicar la castidad perfecta

 

La primera provocación proviene de una cultura hedonista que deslinda la sexualidad de cualquier norma moral objetiva, reduciéndola frecuentemente a mero juego y objeto de consumo, transigiendo, con la complicidad de los medios de comunicación social, con una especie de idolatría del instinto. Sus consecuencias están a la vista de todos: prevaricaciones de todo tipo, a las que siguen innumerables daños psíquicos y morales para los individuos y las familias.

 

La respuesta de la vida consagrada consiste ante todo en la práctica gozosa de la castidad perfecta, como testimonio de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana. La persona consagrada manifiesta que lo que muchos creen imposible es posible y verdaderamente liberador con la gracia del Señor Jesús. […]

 

Es necesario que la vida consagrada presente al mundo de hoy ejemplos de una castidad vivida por hombres y mujeres que demuestren equilibrio, dominio de sí mismos, iniciativa, madurez psicológica y afectiva. Gracias a este testimonio se ofrece al amor humano un punto de referencia seguro, que la persona consagrada encuentra en la contemplación del amor trinitario, que nos ha sido revelado en Cristo.

 

Precisamente porque está inmersa en este misterio, la persona consagrada se siente capaz de un amor radical y universal, que le da la fuerza del autodominio y de la disciplina necesarios para no caer en la esclavitud de los sentidos y de los instintos.

 

La castidad consagrada aparece de este modo como una experiencia de alegría y de libertad. Iluminada por la fe en el Señor resucitado y por la esperanza en los nuevos cielos y la nueva tierra (cf. Ap 21, 1), ofrece también estímulos valiosos para la educación en la castidad propia de otros estados de vida.

 

Profesión activa de la pobreza evangélica

 

Otra provocación está hoy representada por un materialismo ávido de poseer, desinteresado de las exigencias y los sufrimientos de los más débiles y carente de cualquier consideración por el mismo equilibrio de los recursos de la naturaleza.

 

La respuesta de la vida consagrada consiste en la práctica

gozosa de la castidad perfecta

San Juan Pablo II – Santuario Nacional de Santo Tomás,

Chennai (India)

La respuesta de la vida consagrada está en la profesión de la pobreza evangélica, vivida de maneras diversas, y frecuentemente acompañada por un compromiso activo en la promoción de la solidaridad y de la caridad. […] A través de estas formas, diversas y complementarias, la vida consagrada participa de la extrema pobreza abrazada por el Señor, y desempeña su papel específico en el misterio salvífico de su Encarnación y de su Muerte redentora.

 

Entre obediencia y libertad no hay contradicción

 

La tercera provocación proviene de aquellas concepciones de libertad que, en esta fundamental prerrogativa humana, prescinden de su relación constitutiva con la verdad y con la norma moral. En realidad, la cultura de la libertad es un auténtico valor, íntimamente unido con el respeto de la persona humana. Pero, ¿cómo no ver las terribles consecuencias de injusticia e incluso de violencia a las que conduce, en la vida de las personas y de los pueblos, el uso deformado de la libertad?

 

Una respuesta eficaz a esta situación es la obediencia que caracteriza la vida consagrada. Esta hace presente de modo particularmente vivo la obediencia de Cristo al Padre y, precisamente basándose en este misterio, testimonia que no hay contradicción entre obediencia y libertad.

 

En efecto, la actitud del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a la voluntad del Padre, y el misterio de la obediencia como camino para lograr progresivamente la verdadera libertad. Esto es lo que quiere expresar la persona consagrada de manera específica con este voto, con el cual pretende atestiguar la conciencia de una relación de filiación, que desea asumir la voluntad paterna como alimento cotidiano (cf. Jn 4, 34), como su roca, su alegría, su escudo y baluarte (cf. Sal 17, 3). Demuestra así que crece en la plena verdad de sí misma permaneciendo unida a la fuente de su existencia y ofreciendo el mensaje consolador: “Mucha es la paz de los que aman tu ley, no hay tropiezo para ellos” (Sal 118, 165).

 

La obediencia vivificada por la caridad une

 

Este testimonio de las personas consagradas tiene un significado particular en la vida religiosa por la dimensión comunitaria que la caracteriza. La vida fraterna es el lugar privilegiado para discernir y acoger la voluntad de Dios y caminar juntos en unión de espíritu y de corazón.

 

La obediencia, vivificada por la caridad, une a los miembros de un Instituto en un mismo testimonio y en una misma misión, aun respetando la propia individualidad y la diversidad de dones. En la fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con el otro un diálogo precioso para descubrir la voluntad del Padre, y todos reconocen en quien preside la expresión de la paternidad de Dios y el ejercicio de la autoridad recibida de Él, al servicio del discernimiento y de la comunión.

 

La vida de comunidad es además, de modo particular, signo, ante la Iglesia y la sociedad, del vínculo que surge de la misma llamada y de la voluntad común de obedecerla, por encima de cualquier diversidad de raza y de origen, de lengua y cultura. Contra el espíritu de discordia y división, la autoridad y la obediencia brillan como un signo de la única paternidad que procede de Dios, de la fraternidad nacida del Espíritu, de la libertad interior de quien se fía de Dios a pesar de los límites humanos de los que lo representan.

 

Mediante esta obediencia, asumida por algunos como regla de vida, se experimenta y anuncia en favor de todos la bienaventuranza prometida por Jesús a “los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28). Además, quien obedece tiene la garantía de estar en misión, siguiendo al Señor y no buscando los propios deseos o expectativas. Así es posible sentirse guiados por el Espíritu del Señor y sostenidos, incluso en medio de grandes dificultades, por su mano segura.

 

San Juan Pablo II. Fragmentos de la Exhortación apostólica “Vita consecrata”, 25/3/1996

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