El Beato Fra Angélico, el Santo Tomás de la pintura

Publicado el 02/20/2017

“¡Mi gloria más grande fue pintar para ti, oh Cristo!” – Así reza uno de los epitafios del Bienaventurado Fray Angélico, cuyo incomparable talento logró estampar las maravillas celestiales en luminosos frescos.

 


 

El Bienaventurado Juan de Fiesole, llamado Beato Angélico, una de las expresiones más altas de la piedad y del buen espíritu en la pintura y en la iconografía católica, retratista eximio de Nuestra Señora y de los santos, es festejado por la Iglesia el 18 de este mes. Poseemos algunos trazos biográficos suyos, que componen de forma conmovedora su figura de artista y de varón virtuoso.

 

Un santo de genialidad inimitable

 

Guidorino di Pietro nació cerca de 1387, en Florencia. A los 20 años, habiendo oído en una noche de Navidad un sermón del gran dominico Fra Giovanni, decidió ingresar a la Orden de los Predicadores, habiendo sido admitido como novicio en el convento de Santo Domenico, en Fiesole, y mudado su nombre para el de Giovanni.

 

El joven demostraba una gran aptitud artística, pero consideró un deber sacrificarla a Dios. Sus hermanos de hábito lo disuadieron de la idea, animándolo a desarrollar sus dones. Para eso, el prior le ordenó enseguida que ornase los libros de la biblioteca conventual.

 

Como buen dominico, tenía un gran entusiasmo por la obra de Santo Tomás de Aquino.

 

La conocía perfectamente, nutría con ella su piedad, y sobre la misma lanzó, inconscientemente, los fundamentos de su futura propia obra. La “Suma Teológica” lo llevó a descubrir la nueva razón de vivir su ideal estético.

 

Para que exista la belleza son necesarias tres cualidades, decía Santo Tomás. En primer lugar, la integridad, pues las cosas inacabadas, como tales, son deformadas. A seguir, la proporción armónica entre las partes. Finalmente, la claridad, pues consideramos bellas las cosas de colores claros y brillantes.

 

Los demás monjes están llenos de admiración. “Fra Giovanni no pinta, él reza”, dice uno de ellos. En efecto, su arte era un canto, una oración. Jamás cogía sus pinceles sin invocar al Todopoderoso, y en estado de gracia colocaba sus ángeles en los jardines floridos del Cielo. Sus ángeles, tan bellos y puros, se diría que estaban ejecutando una música que se difundía en notas cristalinas sobre las arcadas del convento, mientras él les daba vida.

 

De vez en cuando, un fraile anciano abría la puerta de la celda del pintor, miraba maravillado y regresaba sin hacer ruido, escondido en su capuz. Ese admirador secreto y olvidado le dio el nombre de la gloria: el de Angélico. Sólo un religioso, antes de él, había sido digno de usarlo: Santo Tomás, su guía y maestro. A partir de ese día, Fra Angélico solo tuvo un cuidado en la Tierra: merecer el epíteto divino y convertirse en el Santo Tomás de la pintura.

 

Fra Angélico rezaba antes de comenzar a pintar. Arrodillados en el suelo, dos monjes jóvenes también rezaban. Tres pobres lámparas de aceite iluminaban la casa, haciendo temblar las sombras y brillar las tonsuras. Después, el pincel del Angélico, que se diría hecho con cabellos de ángeles, comenzaba a correr y a colorear. Su azul era inigualable. “Pinto el cielo como el del Paraíso”, acostumbraba a decir sonriendo.

 

Fra Giovanni obtuvo en Roma la estima y la amistad del Santo Padre. Un día, éste lo consideró digno del arzobispado de Florencia, que se encontraba vacante. Pero el Angélico le suplicó al Pontífice que designase en su lugar a uno de los hermanos de su Orden, amigo suyo, religioso lleno de ciencia y humildad. Y así Fra Angélico nombró a un arzobispo que sería canonizado cien años más tarde, San Antonino.

 

El humilde religioso, que se había convertido en uno de los artistas más célebres de su tiempo, estaba todavía en Roma cuando la enfermedad lo vino a sorprender en el convento de los frailes predicadores de Santa María Sopra Minerva. En la tarde del 18 de febrero de 1455, el monasterio estaba envuelto en un silencio lancinante. A las ocho de la noche tocó la breve y dolorosa señal. En algunos minutos, la celda y el corredor se llenaron de monjes arrodillados. La melodía de la Salve Regina se elevó en silencio, mientras el rostro de Fra Giovanni se iluminaba con una calmada sonrisa.

 

La leyenda cuenta que, en ese momento, una lágrima se deslizó sobre la faz de todos los ángeles de los cuadros pintados por él, sin saber que traerían la aureola de su inimitable genio y de su santidad.

 

Una civilización de “Angélicos”…

 

Se trata de una linda ficha biográfica, pues se refiere a una vida bellísima, haciéndose incluso difícil seleccionar algún aspecto de la misma para comentar.

 

Ante todo, es bonito notar uno de los principios de la civilización católica que aquí se afirma: el de la reversibilidad de los planos.

 

En efecto, todas las formas de orden, de belleza y de virtud que existen en un plano son susceptibles de ser revertidas en otro. Así, si hubo un Tomás de Aquino en el ámbito de la filosofía y de la metafísica, deben existir otros en el campo de la pintura, de la música y de las demás artes.

 

 

El resumen biográfico observa muy bien que Santo Tomás de Aquino y el Beato Giovanni de Fiesole fueron llamados, respectivamente, el Doctor y el pintor Angélicos. Séanos dado considerar que, si la Edad Media no hubiese sido interrumpida prematuramente en su camino rumbo a un esplendor de realizaciones católicas, habríamos tenido “Angélicos” en varios terrenos. Pues hubo guerreros angélicos como San Luis IX y San Fernando de Castilla, así como estadistas angélicos, etc. Surgiría, entonces, en el mundo, un orden Angélico, sobrenatural, luminoso, coherente, profundamente lógico, el de la Civilización Cristiana y de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Un orden más propio para ángeles que para hombres, conduciendo a estos últimos al Paraíso.

 

Sabiduría y deseo de las cosas armónicas

 

Tanto la producción de Fra Angélico, como la de Santo Tomás de Aquino, son manifestaciones de la virtud de la sabiduría, por la cual el hombre apetece la coherencia y la armonía interior profunda de las cosas, mucho más que las trivialidades o bienes más pequeños de la existencia humana. El Creador está simbolizado en esa armonía de todas las cosas. Y quien ama, ama el símbolo y, por lo tanto, al propio Dios, predisponiendo así su alma para el Cielo.

 

Conviene resaltar que esa armonía no es igualitaria, sino jerárquica, y tiene su cumbre en lo sublime, en el punto supremo del orden creado, del cual se derivan todas las armonías.

 

Nuestro Señor y Nuestra Señora, ápices de la armonía

 

Así, en el orden meramente creado, esa armonía se reveló de forma más perfecta en Nuestra Señora. Ella es la más excelente de todas las simples criaturas, puesto que, según esa concepción, el exponente es aquél que contiene en sí las cualidades de todos los otros inferiores, por él recapituladas, compendiadas y contenidas. Nuestra Señora, por lo tanto, reunía en sí todas las formas y grados de perfección de todas las meras criaturas, elevadas en Ella a un grado de sublimidad sin ningún paralelo.

 

Evidentemente, Nuestro Señor Jesucristo, en su humanidad santísima, es el único por encima de su Madre. Según la vidente Sor María de Ágreda, el Divino Redentor era sumamente parecido con Nuestra Señora, cuyo rostro sería la transposición a un semblante femenino del semblante masculino de Jesús. Por lo tanto, la perfección de todas las perfecciones tenía que ser, forzosamente, la Sagrada Faz de nuestro Salvador.

 

Una preparación para la visión beatífica

 

En el fondo, en el Reino de María* se verá lo que Santo Tomás entendió y escribió, lo que el Beato Angélico discernió y pintó. Se contemplará a través de todas esas armonías algo que nos haga pensar en el semblante inmaculado, sacratísimo, regio, maternal y tiernísimo de Nuestra Señora. Y en la Faz de Nuestro Señor Jesucristo, aquello para lo cual no hay palabras, cesan los adjetivos, todo es silencio y adoración reverente.

 

Comprendiendo esas armonías nos preparamos para entender la Sagrada Faz y para la visión beatífica por toda la eternidad.

 


 

* Futura era histórica prevista por San Luis Ma. De Montfort, en la cual Jesucristo reinará efectivamente en las almas, por la mediación de su Madre Santísima. Coincide con la promesa de la Virgen em Fátima: “Por fin mi Inmaculado Corazón Triunfará”.

 

(Revista Dr. Plinio, No. 83, febrero de 2005, p. 26-30, Editora Retornarei Ltda., São Paulo.)

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