Santa Isabel de Portugal

Publicado el 07/03/2016

 

La Reina Santa probó que la paz no se debe tanto a tratados y consideraciones económicas, como sí a las almas santas capaces de aplacar la ira y el odio mediante la mansedumbre y la clemencia.

 


 

Isabel significa "Promesa de Dios"

 

Nacida en Aragón, España en 1271, santa Isabel es la hija del rey Pedro III de ese reino y nieta del rey Jaime el Conquistador, biznieta del emperador Federico II de Alemania. Le pusieron Isabel en honor a su tía abuela, Santa Isabel de Hungría.

 

 

Urna donde reposan los resto de Santa Isabel de Portugal

 

Su formación fue formidable y ya desde muy pequeña tenía una notable piedad. Le enseñaron que, para ser verdaderamente buena debía unir a su oración, la mortificación de sus gustos y caprichos. Conocía desde pequeña la frase: "Tanta mayor libertad de espíritu tendrás cuando menos deseos de cosas inútiles o dañosas tengas". Se esmeró por ordenar su vida en el amor a Dios y al prójimo, disciplinando sus hábitos de vida. No comía nada entre horas .

 

La casaron cuando tenía 12 años con el rey Dionisio de Portugal. Esta fue la gran cruz de Santa Isabel ya que era un hombre de poca moral, siendo violento e infiel. Pero ella supo llevar heroicamente esta prueba. Oraba y hacía sacrificios por el. Lo trataba siempre con bondad. Tuvo dos hijos: Alfonso, futuro rey de Portugal y Constancia, futura reina de Castilla. Santa Isabel llegó hasta educar los hijos naturales de su esposo con otras mujeres.

 

El rey por su parte la admiraba y le permitía hasta cierto punto su vida de cristiana auténtica. Ella se levantaba muy temprano y leía 6 salmos, asistía a la Santa Misa y se dedicaba a regir las labores del palacio. En su tiempo libre se reunía con otras damas para confeccionar ropas para los pobres. Las tardes las dedicaba a visitar ancianos y enfermos.

 

Hizo construir albergues, un hospital para los pobres, una escuela gratuita, una casa para mujeres arrepentidas de la mala vida y un hospicio para niños abandonados. También construyó conventos y otras obras para el bien del pueblo. Prestaba sus bellos vestidos y hasta una corona para la boda de jóvenes pobres.

 

Santa Isabel frecuentemente distribuía Monedas del Tesoro Real a los pobres para que pudieran comprar el pan de cada día. En una ocasión, el Rey Dionisio, sospechando de sus actos, comenzó a espiarla. Cuando la Reina comenzó a distribuir monedas entre los pobre, el rey lo observó y enfurecido fue a reclamarle. Pero el Señor intervino, de manera que, cuando el rey le ordenó que le enseñara lo que estaba dando a los pobres, las monedas de oro se convirtieron en rosas.

 

Valor e intrepidez de madre

 

La más conmovedora actuación de santa Isabel, la que más sufrimiento y angustia le costó, fue la de enfrentar la rebeldía de su hijo con el rey. El heredero, ansioso de mando y creyendo que la corona se tardaba demasiado, quiso proclamarse nuevo monarca y declaró la guerra contra su padre. Despreciando todos los buenos ejemplos de su madre, organizó un ejército y enfrentó al autor de sus días.

 

Por un lado marchaba el rey a la cabeza de sus hombres, dispuesto a todo para mantener el cargo que le incumbía por derecho. Por otro, el hijo insolente lo encaraba despreciando el mandato divino que obliga a honrar padre y madre. En el momento en que el silencio en los campos opuestos señalaba el inicio de la batalla, surgió la figura intrépida de la reina: en su veloz cabalgadura rasgó la arena de la discordia y se interpuso entre las criaturas que más amaba en este mundo, para rogar por el perdón y la paz.

 

Su mirada siempre llena de dulzura se dirigió esta vez con severidad hacia el hijo ambicioso: “¿Cómo te atreves a proceder de este modo? ¿Tanto te pesa la obediencia que debes a tu padre y señor? ¿Qué podrás esperar del pueblo el día en que te toque gobernar el reino, si con tu mal ejemplo estás legitimando la traición?

 

En fin… si de nada te sirven mis consejos y mi amor de madre, ¡teme al menos la ira del justo Dios que castiga los escándalos!”

 

¿Sería posible resistir esta interpelación materna, realizada ante millares de súbditos? Arrepentido y lleno de confusión, el hijo se arrodilló sin replicar, pidió perdón al rey y juró fidelidad.

 

Una vez más la Reina Santa ahuyentaba los nubarrones del horizonte para hacer brillar el arco iris de la bonanza, ante la alegría de todos.

 

Caridad y amor a los pobres

 

A la par de su espíritu pacificador, la caridad y el amor a los pobres fueron las prácticas donde se proyectó todo su amor a Dios. Tanto se dedicó a los débiles, tanto cuidó a los enfermos, fundó hospitales y protegió a todas las categorías de desvalidos, que no es posible encontrar explicaciones humanas a la asombrosa fecundidad de sus iniciativas.

 

Cuando la querida reina salía de palacio, una multitud de infelices la seguía pidiendo socorro, y nunca uno de ellos se retiró sin haber sido atendido generosamente.

 

Le gustaba cuidar personalmente a los leprosos más repugnantes, atender sus llagas y lavar sus ropas; aseguraba una vida digna a los huérfanos y las viudas, y no abandonaba a los desdichados ni en la misma hora de la muerte, tras la cual buscaba para ellos una tumba digna y mandaba celebrar misas en sufragio de sus almas. Como corolario de su fe inquebrantable, no pocos enfermos salían de su presencia completamente curados.

 

Muere como terciaria franciscana

 

Cuando falleció Don Dionisio en 1325, santa Isabel contaba 54 años de edad y viviría aún otros once. En este período adoptó la Orden Tercera de San Francisco y abandonó las pompas de la corte a fin de vivir exclusivamente para la oración y la caridad.

 

Su virtud heroica y la donación de sí misma llegaron al máximo esplendor; estaba lista para reinar en el Cielo.

 

El día 4 de julio de 1336, mientras mediaba una acción de paz en Estremoz, María Santísima vino a buscarla para ir a la patria definitiva, donde gozaría la gloria eterna. Mientras todos lloraban la pérdida insuperable, ella se regocijaba con la inminencia de poseer para siempre a ese Dios que tan bien había servido. Sus últimas palabras fueron: “María, Madre de la gracia, Madre de misericordia, protégenos del enemigo y recíbenos en la hora de la muerte”. Su deseo era ser enterrada en Coimbra, en el convento de Santa Clara que ella misma había fundado.

 

Su memoria cruzó rápidamente las fronteras del reino, y el orbe cristiano la conocería como la soberana que fuera el más hermoso adorno del glorioso Portugal.

 

Una canonización singular

 

El modo singular en que fue canonizada santa Isabel ilustra muy bien que cuando Dios decide glorificar a alguno de sus hijos ilustres, ningún obstáculo humano es capaz de impedirlo.

 

Innumerables milagros eran obtenidos junto a su cuerpo, que permanecía sorprendentemente incorrupto y exhalaba un bálsamo perfumado.

 

En Portugal y España los devotos ansiaban verla en los altares y erigir iglesias en su honor. Los soberanos que descendían de ella insistían ante las autoridades eclesiásticas para acelerar el proceso.

 

En los albores del siglo XVII la canonización era el término final de una serie de autorizaciones concedidas por la Santa Sede a la veneración de los santos. Así, era común que un bienaventurado fuera celebrado en sólo un puñado de diócesis o regiones, más allá de las cuales el culto dejaba de ser oficial. Este sistema, sumado a una abultada serie de canonizaciones en aquel período, decidió al Papa Urbano VIII a instituir un sistema prolijo y cauto para admitir nuevos bienaventurados en el canon de los santos.

 

Por este afán reformador, apenas subió al solio pontificio declaró tajantemente que no canonizaría santo alguno. ¡Precisamente cuando todo alentaba la glorificación definitiva de la querida Reina Isabel! ¿Qué hicieron sus agradecidos devotos? Encomendaron a los cielos el filial intento, y obtuvieron por medio de la oración lo que no conseguían con medios humanos.

 

Después de muchas cartas enviadas para reforzar la petición, además de un representante que insistió mucho ante Urbano VIII, todo lo que pudo lograr el soberano Felipe IV, entonces reinante, fue que el Papa aceptara por educación y cortesía una imagen de la venerada reina.

 

Sin embargo, un designio superior se cernía sobre el intrincado caso. El Papa cayó gravemente enfermo, con fiebres malignas y casi sin esperanza de vida. Entonces recordó a la reina Isabel de Portugal. Se hablaba tanto de su amor por los enfermos, de su incansable desvelo por curar el cuerpo y el alma… Entonces el mismo Pontifice se encomendó a ella, olvidando su prudente reserva con los justos de Dios.

 

¡Al día siguiente despertó sano, sin ningún riesgo vital! La bondad de su protectora lo conmovió e hizo cambiar de parecer. Por una excepción especial canonizaría a la reina de Portugal, y lo haría con “corazón grande”, afiliándose también él en la nómina de sus devotos. Así se explica

 

la magnífica ceremonia que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro el 25 de mayo de 1625. Nunca antes ni después, en los 21 años de su pontificado, Urbano VIII canonizó a nadie más.

 

* * *

 

¡Qué elocuente ejemplo brindó la bondadosa reina Santa Isabel, quien se abrió sin reservas al mensaje del Evangelio y comprendió que el tiempo es breve y la figura de este mundo, pasajera! Enfrentándose con las amargas consecuencias del vicio y la vanagloria que la rodeaban, conservó la integridad del que no se entregó al pecado y correspondió con alegría a los designios divinos.

 

En Coimbra se conserva un precioso manuscrito que atribuye a la reina estas bellas palabras: “La Cruz y las espinas de mi Señor son mi cetro y mi corona”. Tal es el secreto de todos los maravillosos frutos que cosechó a lo largo de su vida: el amor a Jesús crucificado por encima de todas las cosas. Sigamos su estela luminosa, la del que sólo aspira a los bienes de lo alto, y obtendremos también el inestimable don de la paz para nuestros días.

 

 

 

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