Nunca hubo tantas asociaciones filantrópicas como en nuestros días, pero también la sensación de penuria y abandono entre los hombres nunca ha sido más profunda. ¿Cuáles son las causas de las nuevas formas de pobreza que asolan el mundo contemporáneo?
Mezquindades, egocentrismo y otras muchas malas inclinaciones pasaron a caracterizar al hombre después del pecado original. La tendencia a apegarse a las criaturas por egoísmo está demostrada desde los comienzos de la humanidad en este valle de lágrimas, y la ambición es la perdición de muchas almas.
¿Cuál sería la solución para tan intrincado problema?
La doctrina del Sermón de la montaña
Habiendo enviado al mundo a su Hijo unigénito, el Padre “cargó sobre Él todos nuestros crímenes” (Is 53, 6), restaurando la gracia para que fuéramos curados. Además, el Salvador vino trayendo la invitación para que los hombres pertenecieran al Reino de Dios, enseñándoles con pormenores “las cualidades morales que debían adquirir para ser dignos de pertenecer a él”. 1
Tales cualidades están reveladas a lo largo del Evangelio, no obstante, el divino Maestro quiso, en su suprema didáctica, compendiar la Nueva Ley y presentarla, en su perfección, en las ocho bienaventuranzas que enunció en el Sermón de la montaña (cf. Mt 5, 3-11), “como magnífico portal de un palacio incomparable”, 2 afirma Mons. João Scognamiglio Clá Dias.
De hecho, las bienaventuranzas sintetizan, prosigue él, “todas las enseñanzas morales dadas al mundo por el Redentor y establecen los principios de las relaciones que han de prevalecer en su Reino.
Al ponerlas en práctica, el hombre encuentra la verdadera felicidad que anda buscando sin cesar en esta vida y que jamás podrá hallar en el pecado. Porque el que viola la Ley de Dios en el afán de satisfacer sus pasiones desordenadas se hunde cada vez más en el vicio hasta volverse insaciable. ‘En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo’ (Jn 8, 34), nos advierte Jesús”. 3
“Bienaventurados los pobres de espíritu”
La bienaventuranza escogida por el Señor para encabezar la secuencia de las reglas morales que deben regir la vida del cristiano a fin de llevarlo a la santidad constituye precisamente la solución para nuestro problema:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3). Pobreza… ¡Cuán poco comprendida es esta virtud! ¿Por qué Jesús hizo hincapié en decir “pobre de espíritu”? ¿Se refiere a la mera pobreza material? Comentando este pasaje, San León Magno resalta que el divino Maestro tuvo el cuidado de agregar “de espíritu” para que se entendiera a qué clase de pobres aludía. Puesto que “parecería ser suficiente para alcanzar el Reino de los Cielos la sola indigencia que muchos padecen con
grave y dura necesidad. Mas al decir ‘Bienaventurados los pobres de espíritu’, muestra que el Reino de los Cie los se ha de dar a los que recomienda la humildad del alma más que la escasez de fortuna”. 4
Benedicto XVI también explica que esa pobreza de la que habla el Señor “no es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no redime, aunque sea cierto que los despreciados de este mundo pueden contar, de un modo especial, con la bondad de Dios. Pero el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar lleno interiormente por el afán de poseer, olvidándose de Dios y codiciando sólo los bienes exteriores”. 5
En efecto, un individuo puede poseer muchos bienes y administrarlos en función de la caridad, con entera sumisión a la voluntad de Dios, es decir, con total desapego. Ese es un pobre de espíritu.
La pobreza de espíritu consiste, pues, “en la aceptación de nuestras propias circunstancias, compenetrados de nuestra completa dependencia de Dios, al que todo le debemos, y convencidos de que nuestra existencia es un mero camino para llegar al Cielo”. 6
Mala riqueza y mala pobreza
En nuestros días, lamentablemente, la idea que se tiene de pobreza es unilateral. Nunca hubo tantas organizaciones y asociaciones filantrópicas cuyo objetivo es el tratar de remediar la situación de los países llamados del “tercer mundo” por su carencia de riquezas terrenas.
Como tal vez tampoco hubo época en la que se ambicionara tanto las cosas tangibles como hoy día. Basta echar un vistazo a nuestra globalizada sociedad, tecnológica, en donde lo que importa es tener, producir o hacer, llegando a darse casos de personas que usan los aparatos electrónicos de última generación mientras carecen de bienes de primera necesidad.
Así, podemos afirmar que hay una mala riqueza y una mala pobreza.
Nuevas formas de pobreza
Eso no impide, sin embargo, que la Iglesia cuide con cariño de aquellos que viven en condiciones de pobreza material, como ya preceptuaban los Apóstoles: “Sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir” (Gál 2, 10).
Al analizar la sociedad hodierna, no obstante, asevera el propio Benedicto XVI que “durante estos años han aparecido nuevas formas de pobreza: en efecto, muchas personas han perdido el sentido de la vida y no poseen una verdad sobre la cual construir su existencia; numerosos jóvenes piden encontrar hombres que sepan escucharlos y aconsejarlos en las dificultades de la vida.
Junto a la pobreza material, encontramos también una pobreza espiritual y cultural”. 7
Estas palabras revelan cuál es la verdadera falta de bienes que sufren las almas hoy día. Hay nuevas formas de carencia que sanar, y los afectados por ellas son más numerosos de lo que parece a primera vista. La penuria de nuestra sociedad es mucho más profunda: falta moral, falta belleza, falta quien ayude sin pedir nada a cambio, falta quien dé buenos consejos… No hay campo social que no sucumba bajo el peso de esos nuevos tipos de pobreza.
“Los hombres de las técnicas y del bienestar, la gente caracterizada por la fiebre del aparentar, experimentan una extrema pobreza espiritual. Son víctimas de una grave angustia existencial y se manifiestan incapaces de resolver los problemas de fondo de la vida espiritual, familiar y social. Si quisiéramos interrogar la cultura más difundida, nos daríamos cuenta de que está dominada e impregnada de la duda sistemática y de la sospecha de
todo lo que se refiere a la fe, la razón, la religión, la ley natural.”. 8
Sí, nuestro mundo se encuentra en un estado de pobreza terrible.
Y los caminos que conducen a la buena práctica de esta virtud son variados, pues cada uno tiene su propia cruz que llevar. Pero la llave que abre sus puertas es única: observar los preceptos del Señor y seguir siempre las vías de las bienaventuranzas. “No os apartéis a derecha ni a izquierda” (Dt 5, 32), podríamos afirmar. Es necesario que seamos íntegros en la administración de los bienes recibidos de Dios, sean materiales, sean las propias cualidades, amistades, etc., disponiéndolo todo en orden a la gloria del Creador.
Virtud católica por excelencia
Grandes y pequeños, ricos y pobres… “No hay ningún estado ni condición en que de una forma u otra no se pueda y deba ejercitar la virtud de la santa pobreza”, 9 comenta un autor espiritual. Es el condimento que adereza las demás virtudes, porque sin el desapego no hay virtud que se practique establemente.
“La pobreza es, en cierto modo, la virtud católica por excelencia”, pondera Plinio Corrêa de Oliveira, “pues para que hagamos enteramente la voluntad del Señor, tenemos que ser desapegados de todo lo que poseemos.
De lo contrario, cuando nos sea solicitado, en nombre del servicio de Dios, la renuncia de algo a lo que estamos aficionamos, será mucho más difícil nuestra conformidad con el superior designio divino”. 10
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n| 183, octubre de 2018, pp 20-23
Notas