Entre Dios y los hombres…

Publicado el 04/17/2015

 

Si el sacerdote es digno de tanta consideración por parte de los fieles, de él también se exige la rectitud en su conducta y la sabiduría en el consejo.

 


 

Creado para las alegrías de la eterna convivencia con Dios, el hombre busca naturalmente lo infinito, el bien íntegro, la verdad absoluta. Tal aspiración, infundida en su propio ser a fin de facilitar las relaciones entre él y el Creador, ni los peores crímenes ni los fugaces y engañosos placeres de esta vida la pueden borrar. En una palabra, la paz y la felicidad auténticas sólo se pueden encontrar en Dios. Con esta célebre y poética frase describía el gran San Agustín ese anhelo del alma humana: “porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.1

 

Ante la dolorosa constatación de los efectos del pecado original, los hombres sentían la necesidad de que hubiera alguien que sirviese de vínculo entre ellos y Dios Sacrificios de Abel y Melquisedec – Basílica de San Vital, Ravena (Italia)

“El hombre se transformó en criminal”

 

No obstante, si el pecado original y la expulsión del Paraíso no hicieron desaparecer esa sed de lo infinito, el hombre empezó a experimentar las terribles consecuencias de su desobediencia: aprensiones, inseguridad, dolor, sufrimiento, tendencia a practicar el mal, desamparo en una tierra sobre la cual ya no tenía más dominio, y en la que su naturaleza se sentía empequeñecida y amenazada por la justa ira de un Dios ofendido. “De hijo de Dios, el hombre se transformó en criminal. Se extinguió en él la vida sobrenatural. Pasó a estar condenado a la muerte y a la pérdida del Cielo, un ser débil, enfermizo, fatigado, devastado interiormente por problemas y luchas atroces”.2

 

La fragilidad de su inteligencia y de su voluntad lo convirtieron en un ser dividido entre las mentirosas atracciones del error y los nobles y serenos llamamientos de la verdad y del bien. De esta constante dilaceración se queja San Pablo en su Carta a los Romanos: “Pues sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo” (7, 18-19).

 

La necesidad de mediadores

 

Ante esa dolorosa constatación, los hombres sentían la necesidad de que hubiera alguien que sirviese de vínculo entre ellos y Dios. Era preciso que existieran intermediarios oficiales para comunicarle al pueblo las órdenes del Altísimo, que fueran instrumentos de su misericordia e intérpretes de su justicia.

 

Como tales aparecen Noé, Abrahán, Isaac y Jacob, el famoso y misterioso Melquisedec, “rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo” (Gn 14, 18), Moisés, guía de su pueblo, y, sobre todo, Aarón, elegido para iniciar un lenguaje sacerdotal, dedicado exclusivamente al servicio del Señor. Estas figuras apuntan al ideal del sacerdocio cristiano, cuyo oficio “es el de ser mediador entre Dios y el pueblo”.3

 

Incluso en los pueblos de la Antigüedad, inmersos en la idolatría, a los magos y los detentores del culto se les tenía gran respeto y consideración, aunque los ritos de esas religiones estuvieran manchados por la superstición y por sacrificios muchas veces repugnantes. Vemos como, en general, se impone de este modo el principio de superioridad sacerdotal, oriundo de un anhelo profundo arraigado en el espíritu humano.

 

Debe ser santo en su vida

 

Al haber sido instituido el verdadero sacerdocio por el mismo Jesucristo —Sacerdote y Mediador eterno ante el Padre—, la misión de los ministros de Dios fue elevada hasta un nivel incomparable, realidad excelsa de la cual la anterior constituía tan sólo una pálida sombra o una infeliz tergiversación.

 

Por esta razón, los hombres designados a ser ministros y embajadores del Señor, ungidos en la Santa Iglesia con el sacramento del Orden, se ven rodeados de especial reverencia y admiración, participativa de la que se le tributa al Altísimo.

 

Sin embargo, como reza el dicho francés: noblesse oblige. Si el sacerdote es digno de esa consideración, de él también se exige la rectitud en su conducta y la sabiduría en el consejo. Si quiere guardar enteramente la fidelidad a la vocación que recibió, tratará de hacer olvidar su propia persona para poner en evidencia su sacerdocio, consciente de que es un representante de Aquel que es “perfecto para siempre” (Hb 7, 28).

 

“El sacerdote — afirma monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP— ha de ser santo. La sociedad quiere ver en el sacerdote la santidad. En él van a buscar el apoyo a esa sed de perfección que la gracia les pone en el alma. […] Debe ser santo en su vida, en su conducta, en su integridad moral, en su integridad de pensamiento, en su integridad de palabra. Debe ser santo para poder arrastrar, para poder convencer y para poder arrebatar”.4

 

De hecho, grande es el poder de un sacerdote santo, porque en él se alían el carácter sagrado —por el cual el presbítero actúa in persona Christi al administrar los sacramentos— y la fuerza irresistible de la virtud practicada en grado heroico, que nada puede vencer. Cuando estas dos potencias están unidas en una misma persona, no hay maravilla

que no se pueda esperar.

 

 

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