"Mi papá está deprimido". "Mi tía está con depresión". "Mi amigo está con el mismo mal". "Estoy en tratamiento médico pues sufro de fuerte depresión". “Tengo un colega en tal estado de depresión que hasta intentó suicidarse".
¿Quién no oyó alguna de estas frases en sus círculos familiares o en otros ambientes? Creemos que serán bien pocos.
Ese mal está avanzando con la fuerza de una epidemia. Y va haciendo cada vez más víctimas, sobretodo en los países considerados civilizados. Lo que antes era un “privilegio” de la edad madura, fue poco a poco alcanzando a las nuevas generaciones, para finalmente llegar a la infancia. Amitriptilina, nortriptilina, imipramina, mirtazapina, paroxetina, venlafaxina, sertralina, fluoxetina, clomipramina, entre otros, componen la relación de anti-depresivos, a los cuales se debería acrecentar una enorme lista de tranquilizantes que con ellos constituyen el gran arsenal anti-depresión. El arsenal crece continuamente… la depresión también. ¿Será que esos medicamentos resuelven el problema? En un cierto número de casos, seguramente, con la ayuda profesional de un médico o un psicólogo o congéneres.
No obstante, cabe aquí una pregunta: ¿Cuál es la causa más profunda de tan gran mal?
La respuesta no es simple. Muchas veces esa enfermedad puede tener raíces genéticas, orgánicas o sicológicas que, una vez diagnosticadas, podrán y deberán tener un tratamiento adecuado.
En nuestro entender, la depresión, nube negra que va cubriendo el mundo, tiene como causa, en la casi totalidad de sus víctimas, una inmensa crisis de afecto, que por su vez se origina en el hecho de que Dios viene siendo, paulatina e inexorablemente, expulsado de la Tierra. Donde no hay amor de Dios, no puede haber verdadero amor al prójimo. La falta de afecto mutuo se instaló en las familias, en las escuelas, en los ambientes de trabajo, por todas partes.
En los primeros tiempos de la Iglesia, causaba en los paganos extrema admiración – y sirvió para convertir multitudes – el modo profundamente caritativo como los cristianos se trataban los unos a los otros. Esos paganos exclamaban: “Ved como ellos se aman”. Hoy en día, casi se podría sustituir esta frase por otra: “Ved como ellos se desaman”. El sentirse objeto de afecto, de afecto verdadero – que tiene su fundamento en Dios – , es algo absolutamente necesario para el equilibrio del ser humano.
“Está bien”, dirá un deprimido al leer estas líneas, “pero, ¿para solucionar mi problema personal, dónde encuentro el remedio, ahora, ya, en este instante?”
Es necesario amar a Dios, seguir sus Mandamientos, recurrir a su Santísima Madre. Sin embargo, esto no basta. Se requiere creer, en lo más íntimo del alma, con convicción profunda, aunque la sensibilidad nada nos diga, que Dios nos ama, y nos ama con un amor infinito. Es preciso creer de la misma manera, sin ningún asomo de duda , aun en medio de la mayor aridez, que María, la manifestación más sublime de la misericordia divina, nos ama con un amor insondable.
Aunque nadie nos amase (lo que probablemente no es verdadero, pues el afecto, a pesar de todo, aún no ha desaparecido totalmente del mundo), Dios nos ama, María nos ama.
El remedio que proponemos es de uso interno y continuo. Interno, en este caso, quiere decir que debe alcanzar lo más profundo del corazón.
Justificando el título de este artículo, sigue a continuación la receta anunciada:
Uso interno:
Mi Jesús, yo os amo con todas las fuerzas de mi alma, y sé que soy infinitamente amado por Vos. María, mi Madre, yo os amo con todas las fuerzas de mi alma, y sé que soy insondablemente amado por Vos.
Repetir tres veces al día (mañana, tarde y noche), hasta el desaparecimiento de los síntomas. |
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