AQUEL CON QUIEN DIOS SE HACE UNO

Publicado el 07/04/2018

Todo lo que ha sido creado por Dios, en el cielo y en la tierra, es ordenado y sabio. ¡Qué caótico sería nuestro planeta si desde él pudiéramos avistar muchos soles y unas pocas estrellas! Las cosas muy importantes son escasas y en torno a ellas se organizan las menores para que cada una cumpla su finalidad.

 

El profeta Joel,por Aleijadinho -Congonhas do

Campo (Brasil)

Bajo ciertos aspectos, como el sol entre las estrellas, así es el profeta entre los hombres. Y del mismo modo que el astro rey rompe la hegemonía de las tinieblas, el profeta rompe el unanimismo de su tiempo, iluminando el verdadero camino y alertando acerca de los falsos.

 

Con ese fin, es elegido directamente por Dios para que sea el depositario de todos sus planes, pues “nada hace el Señor sin haber revelado su designio a sus servidores los profetas” (Am 3, 7). Por lo tanto, Dios instruye al profeta, éste guía al pueblo y de esta forma el Señor gobierna la Historia. Por eso el profeta es temido por el demonio y también odiado por el mundo, porque condena los desenfrenos de los hombres al recordarles los preceptos divinos. Así pues, el profeta está marcado por el sello del dolor, de la ingratitud y de la persecución, pero sobre todo camina bajo el signo de la lucha, de la fidelidad y del heroísmo. Vive exclusivamente para Dios, en función de Dios y por esta razón sólo de Dios recibe su paga: un premio abundante (cf. Gén 15, 1). Sin embargo, únicamente después de su paso por este mundo, ya en la eternidad, recibirá la glorificación, la cual también repercute en la tierra.

 

Aunque la persecución acompañe al profeta, no se puede considerar como tal a cualquier hombre controvertido. En efecto, el profeta es, ante todo, un elegido del Altísimo; de ahí que San Juan recomiende: “no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo” (1 Jn 4, 1). Los evangelistas (cf. Mt 7, 15; 24, 11; Lc 6, 26; Mc 13, 22) advierten de que los “falsos profetas” realizarían eventualmente portentosos prodigios; no obstante, el Señor no deja de hacer fracasar tales “signos” y de poner en ridículo y denunciar a sus agoreros (cf. Is 44, 25), ya que se atribuyen una misión divina que no poseen: serán víctimas ellos mismos de sus propias intrigas (cf. Jer 14, 14-15; Ez 13, 1-3), atrayendo sobre sí “una rápida perdición” (2 Pe 2, 1). En consecuencia, por sus frutos encontraremos a los verdaderos enviados de Dios (cf. Mt 7, 16), puesto que Él siempre hace conocer a los suyos.

 

Tal es la grandiosidad de la vocación del profeta, aquel con quien Dios se hace uno. Mera criatura humana que en la Cruz se une a Nuestro Señor Jesucristo, el Profeta Absoluto, y como contrapartida Dios habla por su boca, irradiando sabiduría como una neblina que cubre el orbe entero (cf. Eclo 24, 6). Roca divisoria en medio del río, rumbo y luz en las tempestades del mar oscuro, firme torre erguida entre las ruinas de la llanura, el profeta es una sagrada trompeta de oro, en la cual sopla —desde lo alto del Cielo— el Espíritu Santo, y hace que resuene en toda la tierra la voz del propio Dios.

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