El tiempo

Publicado el 01/04/2019

Por más que el reloj de pulsera marque con precisión las seis y media de la tarde, ¿habrá señal más admirable para marcar el final del día, que contemplar la despedida del astro rey, en una magnífica puesta de sol?

 


 

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Reloj astronómico medieval montado

en la Alcaldía de Praga (República Checa)

El tiempo

 

Ir a una tienda especializada, para la simple tarea de adquirir un reloj nuevo, puede convertirse en una interesante situación.

 

En efecto, en ciertas relojerías encontramos una infinidad de aparatos de todos los modelos, tamaños y calidades, desde los más clásicos a los más exóticos. Tanta variedad nos lleva a pensar en el valor que los hombres dan a esa máquina tan común, destinada a informarnos de la hora certeramente.

 

En verdad, saber medir el tiempo de manera precisa e inmediata es casi una obsesión para el hombre moderno, cuya vida ha sido marcada por una velocidad siempre creciente.

 

Aunque esa preocupación haya llegado a su auge, no es nueva. Desde tiempos inmemoriales el hombre se empeña en medir esta variable que regula nuestras vidas: el tiempo.

 

Registrar el tiempo, una antigua preocupación humana

 

Ya en las primeras páginas de las Sagradas Escrituras, encontramos este trecho: “Y dijo Dios: Que haya lumbreras en la bóveda celeste para separar el día de la noche, y sirvan de señales para distinguir las estaciones, los días y los años” (Gn 1,14). Esa fue una de las primeras percepciones del ser humano en relación al tiempo. Pueblos tan variados como los egipcios, chinos, babilonios, indios, judíos y caldeos, al ver que los astros eran regidos por leyes inmutables, se interesaron por la astronomía y, consecuentemente, por la medición del tiempo.

 

En esas épocas antiguas, se hacía el cálculo de las horas de acuerdo con la variación de la sombra producida por la incidencia de luz solar sobre algún objeto, a lo largo del día.

 

Por eso, podemos decir que el primer reloj producido por los hombres fue, sin duda, el reloj de sol.

 

En el afán de obtener un instrumento portátil de medición de tiempo, se desarrolló el llamado cuadrante solar. El más antiguo de esos utensilios del que se tiene conocimiento está localizado en el museo de Berlín, y se supone que es de la época del faraón Tutmosis III (1483 a 1450 a.C.)

 

Para continuar con la medición del tiempo por la noche, surgió el reloj hidráulico o de agua, que recibiría en Grecia el nombre de clepsi dra (retener agua). En Atenas, y después en Roma, su uso se volvió constante en los tribunales, pues la clepsidra era dividida en tres partes iguales: una destinada para la exposición de la acusación, otra para la defensa y la tercera para el juez; de esta manera, los juicios eran más cortos.

 

Más tarde surgió el reloj de arena, constituido por dos recipientes cónicos de vidrio, cuyos vértices poseen un orificio uniendo las dos partes. Los romanos lo llamaron ampulla , cuyo significado es ampolla, vaso o redoma.

 

La evolución del reloj continuó a través de la invención de los aparatos mecánicos, alcanzó mucho realce con los de péndulo y se popularizó con los relojes de pulsera. Después surgieron nuestros conocidos relojes de cuarzo y, por fin, en el auge de la técnica, los atómicos, cuyo margen de imprecisión es de apenas un segundo cada tres mil años.

 

Celeste y elocuente predicador

 

Entretanto, pasados los siglos y habiendo progresado tanto en tecnología, los hombres continúan con sus ojos vueltos al cielo. Por más que el reloj de pulsera marque con precisión ser las seis y media, ¿habrá señal más admirable para marcar el final del día, que contemplar la despedida del astro rey, en una magnífica puesta de sol? Así, mezclando el sentido simbólico con la realidad, una de las más bellas funciones de los astros continúa siendo la de marcar los días, las estaciones y los años. Esos admirables “relojes” no atrasan ni adelantan.

 

Un delicado equilibro entre, de un lado, el tiempo, la velocidad de rotación y de translación de la Tierra, y, de otro lado, la distancia entre el Sol, la Tierra y la Luna, produce el intrincado juego de la variación en la duración de los días, las estaciones y de las mareas.

 

Aunque inanimado, el astro rey hace, así, el papel de un celeste y elocuente predicador, pues cada nacer o puesta de sol nos recuerda la infinita sabiduría del Creador… “Cælo enarrant gloriam Dei et opera manuum eius adnuntiat firmamentum — Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19, 1).

 

La plenitud de los tiempos

 

Por otro lado, esa aproximación entre la figura del Sol —criatura— y de Dios —Creador— es también interesante bajo un aspecto distinto.

 

Como fue dicho, regulamos el tiempo en función del Sol. Hablando de modo simple, la noche es el periodo antes de que el Sol nazca; día es el periodo después del nacimiento. Así también, todo el inmenso conjunto de la historia humana es dividida por el nacimiento de un Sol de proporciones infinitas: el “Sol de Justicia” profetizado por Malaquías, al hablar sobre Nuestro Señor Jesucristo (Ml 3,20).

 

Su advenimiento divide la historia en dos: antes y después de Él. Con Él, las profecías mesiánicas se cumplieron y tuvo inicio un nuevo régimen: “el tiempo del Espíritu y del testimonio” (CIC 672).

 

La Santa Iglesia Católica no ha hecho hasta hoy sino propagar esa plenitud, prometiendo una transformación en los corazones de aquellos que la aceptaren. Y, con seguridad, aquellos cuya confianza permanezca firme, verán que “en los ‘últimos tiempos' el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres, grabando en ellos una Ley Nueva; reunirá y reconciliará los pueblos dispersos y divididos; transformará la creación primera; y Dios habitará en ella con los hombres en paz” (CIC 715).

 

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