La admiración y el afecto de la Virgen Madre

Publicado el 02/12/2018

Al contemplar al Niño Jesús, Nuestra Señora tenía por Él un afecto lleno de admiración, primero que todo considerándolo como Dios, y secundariamente en su fragilidad humana.

 


 

Nuestra Señora del Parto – Iglesia de San Agustín, Roma

El meditar sobre la relación de María Santísima con su Divino Hijo cuando todavía era niño, consideremos la adoración de la criatura para con su Dios y Creador y, al mismo tiempo, el afecto de aquella Madre celestial para con su hijo único e incomparable.

 

Un afecto que comienza por actos de admiración

 

Siendo un modelo de humildad, Nuestra Señora no se aproximaría al Niño Dios antes de haberle manifestado todo el respeto y toda la admiración que Él merecía. Por otro lado, Ella, que sabía quién era Él en cuanto mera criatura, o sea, la llave de la cúpula de la Creación, no podría sin embargo dejar de colocarse en esa posición humilde ante el Salvador. Porque la más alta de las criaturas está tan infinitamente por debajo del Creador, que puede hablarle a Nuestro Señor como si fuese la última de ellas. Por ejemplo, si una persona creyese estar más cerca del sol por medir diez centímetros más que el común de los hombres nos reiríamos, porque tal es la distancia entre la Tierra y el sol, que se pregunta: ¿qué son diez centímetros?

 

Así, siendo Dios infinito, incluso la distancia inmensa que separa a Nuestra Señora de todos nosotros es pequeña, delante de la que la separa a Ella de Nuestro Señor. Por lo tanto, es comprensible la serie de actos de humildad que Ella haría en presencia del Niño Dios.

 

No es una humildad egocéntrica sino teocéntrica. Ella no comienza apenas por decir: “Yo soy la última de las criaturas”, sino que Nuestra Señora tiene en vista la grandeza infinita de Dios, más que su condición limitada de criatura. Por eso sus afectos comienzan por actos de admiración.

 

Adoración de los Reyes Magos –

Iglesia de San Pedro, Toulouse, Francia

En eso hay un orden lógico que merece un rápido comentario. Cuando queremos muy bien a alguien, debemos comenzar por admirarlo. Porque la admiración es el fundamento del amor verdadero. ¿Por qué amar? Tener amor por otro como alguien al que apenas le gusta un muñequito, es sentimentalismo. En este caso concreto, la Santísima Virgen tenía para amar a Aquel que en cuanto hombre era la más admirable de todas las criaturas, y en cuanto Hombre Dios, hipostáticamente unido a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, estaba infinitamente por encima de todo. No hay palabras para admirar a la Santísima Trinidad. Ahora bien, si no hay palabras para admirarla, tampoco hay palabras para expresar suficientemente el amor, pues este es un derivado de la admiración.

 

Contemplar la grandeza infinita de Dios en un Niño frágil

 

Evidentemente, María Santísima tenía razones para amar a su Hijo recién nacido muy por encima del hecho de que Él fuese simpático, bonito, etc. Eso también tiene un papel legítimo, pero no es lo principal. Mucha gente imagina que Nuestra Señora vio al Niño Jesús y dijo: “¡Qué simpático!” Eso no estaría a la altura de las circunstancias en absoluto.

 

Ella conocía por revelación divina hecha directamente a Ella, que el Hijo engendrado por Ella era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y el primer asombro es: “Tan frágil, tan pequeñito, y sin embargo es Dios en su infinita grandeza y en su admirabilidad inconmensurable. ¡Dios está aquí!” El primer pensamiento de Ella se dirige hacia Dios en lo que Él tiene de grandioso, después de vuelve hacia el Niño, midiendo el espacio que hay entre uno y otro, la profundidad de la unión hipostática y la gloria que esa unión hace manar a torrentes solares sobre el Niño, para después analizarlo con afecto de Madre y ver reflejado en su mirada el sol de Dios. Entra, entonces, la ternura materna por un Hijo tan pequeñito.

 

La admiración y el afecto son dos posiciones de alma correlatas

 

Sin embargo, la admiración no desaparece en ese momento para dar lugar al puro afecto, porque en el momento en que la admiración muriese, el afecto moriría también; así como en el momento en que muriese el afecto moriría la admiración.

 

La Virgen de la Pera –

Museo del Prado, Madrid, España

La admiración y el afecto son dos posiciones de alma correlatas, a tal punto que cuando una buena madre tiene un bebé se enternece con el niño, pero debería estar, aun cuando fuese en el subconsciente de ella, la siguiente idea: “¡Qué grandeza existe en el hecho de que una criatura humana esté llamada a llevar una vida de larga duración, a cumplir obligaciones graves como la de la paternidad o de la maternidad, y sobre todo los deberes para con Dios, a ser una buena hija o un buen hijo de la Iglesia Católica, a dominar sus pasiones, a santificarse, a ir al Cielo por toda la eternidad! ¡Qué cosa extraordinaria este como proyecto de ángel que aquí está! Y cómo me enternezco al ver cómo algo tan grande cabe en tan poco.”

 

l considerar que ese pequeñín es su hijo, entra una ternura muy grande y también una gran admiración: “¡Qué misterio admirable por el cual yo, criatura humana, engendré otra criatura humana! ¡Qué cosa misteriosa y profunda! Nació de mí, fue alimentado por mí, se formó en mi claustro, yo lo liberé para la vida y aquí está tan pequeñito, tan minúsculo, pero para que Él exista se realizó un inmenso misterio.”

 

También este otro misterio: la hora exacta – que no se sabe cuál es – en la cual Dios como que inclinándoce sobre ese embrión, “sopla” un alma y le da algo que la madre no engendró, que no vino del acto nupcial, sino que fue creado directamente por Dios. ¡Qué cosa magnífica!

 

En la ternura de una verdadera madre, bien orientada para con su hijo, eso debe aparecer.

 

Toda esa serie de misterios que se formaron en ella, al cual ella dio origen, y que hicieron que sobre la carne de la carne y la sangre de la sangre de ella – ese “otro yo mismo” – descendiese el Divino Espíritu Santo y crease un alma que no fue dada por ella, en la que la obra de Dios se sumó a la obra de ella para hacer una cosa inmensamente más grande: infundirle un alma. ¡Con el alma, los horizontes se abren para ese niño! Horizontes en la Tierra, horizontes de lucha, de batalla, de abnegación, horizontes también de días de alegría, de victoria, en los cuales se tiene la impresión de estar tocando el Cielo con las manos. Aunque también horizontes de tristeza, de abatimiento, de desfallecimiento, en los cuales se tiene que pedir gracias a Dios para continuar.

 

Elucubraciones de una verdadera madre

 

La Sagrada Familia –

Museo del Prado, Madrid, España

Aparece entonces otro aspecto del nacimiento de un simple niño. Según la Iglesia, la vida de toda criatura es comparable a un héroe que se prepara con ejercicios para la lucha, y después, en el momento de entrar en la arena, se prepara con fricciones, aceites perfumados, etc., para que toda la musculatura esté en condiciones para enfrentar a las fieras que va a combatir, o a otros gladiadores con los cuales va a luchar. Coge las armas, el escudo, y con todo en forma entra en la arena. Quien viese a un héroe de esos en la sala de los gladiadores, de los domadores de fieras, sentado esperando el llamado, tranquilo, pronto para una inmensa batalla, no podría dejar de quedar admirado.

 

hora bien, un niño que entra en el mundo es como ese héroe. Él está en la entrada de una inmensa batalla. Ya sea una niña o un niño, si la madre tuviere una noción verdadera de las cosas, ella dirá: “¡Batallador! ¡Batalladora! ¡Yo te admiro porque eres un combatiente del buen combate! Este es tu deber. Una vez recibas el bautismo, la gracia te llamará. Y a partir de ese momento comenzará una vida sobrenatural en ti que es más o menos como una vela en la cual alguien atiza el fuego.” El niño es para la madre, por lo tanto, como una vela que dentro de poco va a ser encendida. Ella misma va a llevarlo hasta el padre que va a encender allí la luz de la gracia, participación creada en la vida de Dios. Ella lo mira y dice: “¿Cómo va a arder esta alma? ¿Qué bien hará? ¿Cuánta gloria dará a Dios?”

 

Muerte de San José –

Parroquia de Honfleur, Francia

Si fuere un mediocre, pero tuviere el coraje de asumir la propia mediocridad, dirá: “Yo nací y Dios me creó con inteligencia, salud, capacidad de atraer y capacidad de actuar mediocres, yo todo soy mediocre. ¡Pero una cosa en mí no es mediocre: yo adoro a Dios con todo mi corazón! Creo en la Santa Iglesia Católica con toda mi alma, y estoy dispuesto a vivir mi vida mediocre y a cargar mi cruz de la mediocridad, que me impondrá en todas las circunstancias el segundo, el tercer, el quinto lugar, eso poco importa, pues yo lo cargaré todo hasta el fin. Y cuando muera, entregaré a Dios mi mediocridad ornada con mi sacrificio, con mi aceptación, con mi humildad. Dios recibirá esa mediocridad ornada con el amor con el cual Él la creó mediocre. Y en la escala de valores, Él amorosamente me destina un lugar en el Cielo. ¡Qué maravilla tener en el Cielo la frente iluminada por toda la eternidad con esta nota: este es un mediocre que amó su mediocridad con todo amor, porque así realizaba los designios de Dios! ¡Oh, gran hombre!”

 

En la misma jerarquía de los seres celestiales, podremos encontrar tal vez grandes hombres, con una gran inteligencia y escrito en la frente: “Un gran hombre, tuvo grandes dotes e hizo algo por Dios”. Eso le valió un lugar en el Cielo.

 

Así es como una madre ve a su hijo.

 

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(Revista Dr. Plinio, No. 214, enero de 2016, p. 12-17, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 23.12.1988)

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