Tentador engañoso y fatal del primer pecado, el demonio aún actúa hoy con alevosa astucia. Es el enemigo oculto que siembra errores e infortunios en la historia humana.
“La incumbencia de esta nefasta presencia está señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento” El Beato Pablo VI en mayo de 1975
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Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No os asombre como simplista o incluso como supersticiosa e irreal nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa de aquel mal que llamamos demonio. […]
Realidad terrible, misteriosa y asustadora
El mal ya no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa.
Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o quien hace de ella un principio que existe en sí mismo y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una seudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias.
El problema del mal, visto en toda su complejidad, y en su absurdidad con respecto a nuestra racionalidad unilateral, se vuelve obsesionante. Constituye la dificultad más fuerte para nuestra comprensión religiosa del cosmos. No sin razón por ello sufrió San Agustín durante años: “Quaerebam unde malum, et non erat exitus”, buscaba de dónde procedía el mal, y no encontraba explicación (Confesiones, VII, 5; 7; 11).
He aquí, pues, la importancia que adquiere el conocimiento del mal para nuestra correcta concepción cristiana del mundo, de la vida, de la salvación.
Una incumbencia señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento
Primero, en el desarrollo de la historia evangélica, al principio de su vida pública, ¿quién no recuerda la página densísima de significados de la triple tentación de Cristo? Y después, ¿en los muchos episodios evangélicos en los cuales el demonio se cruza en el camino del Señor y figura en sus enseñanzas? ¿Y cómo no recordar que Cristo, refiriéndose al demonio en tres ocasiones como a su adversario, lo denomina “príncipe de este mundo” (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11)?
Y la incumbencia de esta nefasta presencia está señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. San Pablo lo llama el “dios de este mundo” (2 Co 4, 4), y nos pone en guardia sobre la lucha a oscuras que nosotros los cristianos debemos mantener no con un solo demonio, sino con una pavorosa pluralidad de ellos: “Revestíos de la coraza de Dios para poder hacer frente a las asechanzas del diablo, que nuestra lucha no es (sólo) contra la sangre y la carne, sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos de los aires” (Ef 6, 12).
Y que no se trata de un solo demonio, sino de muchos, diversos pasajes evangélicos nos lo indican; pero uno es el principal: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas de Dios, pero caídos, porque fueron rebeldes y condenados; todo un mundo misterioso, sacudido por un drama infelicísimo, del que conocemos muy poco. […]
Fisuras a través de las cuales puede penetrar fácilmente
El demonio está en el origen de la primera desgracia de la humanidad; fue el tentador engañoso y fatal del primer pecado, el pecado original. Desde aquella caída de Adán, el demonio adquirió un cierto dominio sobre el hombre, del que sólo la Redención de Cristo nos puede liberar.
Es una historia que todavía sigue: recordemos los exorcismos del Bautismo y las frecuentes alusiones de la Sagrada Escritura y de la liturgia al agresivo y opresor “poder de las tinieblas”. Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos así que este ser oscuro y perturbador existe de verdad y que con alevosa astucia aún actúa; es el enemigo oculto que siembra errores e infortunios en la historia humana. […]
Hoy algunos prefieren mostrarse fuertes y libres de prejuicios, tomar actitudes positivistas, prestando luego fe a tantas gratuitas supersticiones mágicas o populares; o peor aún, abrir su propia alma —¡su propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!— a las experiencias licenciosas de los sentidos, a aquellas otras deletéreas de los estupefacientes, como igualmente a las seducciones ideológicas de los errores de moda; fisuras éstas a través de las cuales puede penetrar fácilmente el Maligno y alterar la mentalidad humana.
No decimos que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica; pero, sin embargo, es cierto que quien no vigila con cierto rigor moral sobre sí mismo se expone a la influencia del mysterium iniquitatis, a que se refiere San Pablo, y que hace problemática la alternativa de nuestra salvación.
“Todo el mundo está puesto bajo el Maligno”
Nuestra doctrina se vuelve incierta, por estar como oscurecida por las tinieblas mismas que rodean al demonio. Pero nuestra curiosidad, excitada por la certeza de su múltiple existencia, se hace legítima con dos preguntas: ¿Existen signos, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? ¿Y cuáles son los medios de defensa contra tan insidioso peligro?
La respuesta a la primera pregunta requiere mucha cautela, aunque los signos del Maligno parecen a veces evidentes. Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios es radical, sutil, y absurda; donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde; donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde la desesperación se afirma como la última palabra, etc.
Pero es un diagnóstico demasiado amplio y difícil, que ahora no pretendemos profundizar y autenticar, aunque no carente de dramático interés para todos, al que la literatura moderna también ha dedicado páginas famosas.
El problema del mal sigue siendo una de las más grandes y permanentes cuestiones para el espíritu humano, incluso tras la victoriosa respuesta que da el mismo Jesucristo. “Sabemos —escribe el evangelista San Juan— que somos (nacidos) de Dios, y que todo el mundo está puesto bajo el Maligno” (1 Jn 5, 19).
La gracia es la defensa decisiva
A la otra pregunta: ¿qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio?, la respuesta es más fácil de formular, si bien siga siendo difícil de llevar a cabo. Podríamos decir: todo lo que nos defienda del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia adquiere un aspecto de fortaleza.
Y asimismo cada uno recuerda hasta qué punto la pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano. El cristiano debe ser militante; debe ser vigilante y fuerte; y a veces debe recurrir a algún ejercicio ascético especial para alejar ciertas incursiones diabólicas; Jesús lo enseña indicando el remedio “en la oración y en el ayuno” (Mc 9, 29). Y el Apóstol sugiere la línea maestra a seguir: “No os dejéis vencer por el mal, sino venced al mal con el bien” (Rm 12, 21; cf. Mt 13, 29).
Con el conocimiento, por tanto, de las adversidades presentes en que se encuentran hoy las almas, la Iglesia y el mundo, trataremos de dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración: “¡Padre nuestro… líbranos del mal!”. .
Beato Pablo VI. Fragmentos de la Audiencia general del 15/11/1972