COMENTARIO AL EVANGELIO DEL VII DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – La sublime belleza moral de la Nueva Ley

Publicado el 02/18/2017

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 38 “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. 39 Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; 40 al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; 41 a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; 42 a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. 43 Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. 44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, 45 para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. 46 Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? 47 Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? 48 Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 38-48).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO DEL VII DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – La sublime belleza moral de la Nueva Ley

 

La invitación a la santidad, que el Señor hace a todos los cristianos, tiene como corolario la obligación de trabajar por la salvación de nuestros hermanos, con la palabra y el ejemplo de vida.

 


 

I – LA IMPORTANCIA DEL SERMÓN DE LA MONTAÑA

 

En el Evangelio de San Mateo el “Sermón de la montaña” ocupa tres capítulos enteros, del quinto al séptimo. Tanto valor le da la Santa Iglesia a esa predicación que le dedica seis domingos consecutivos del presente Ciclo litúrgico, con el fin de permitirnos que reflexionemos con mayor profundidad y provecho espiritual. De manera que hemos podido admirar la belleza de las ocho Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-11), recibir la invitación a ser la sal y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14) y considerar las palabras de Jesús sobre la plenitud que vino a darle a la ley de Moisés (cf. Mt 5, 17). El próximo domingo veremos la imposibilidad de servir, al mismo tiempo, a Dios y a las riquezas (cf. Mt 6, 24) y, finalmente, en el noveno domingo, el Señor nos alertará sobre el riesgo de edificar la casa sobre arena (cf. Mt 7, 24-27).

 

No obstante, en el Evangelio de este séptimo domingo del Tiempo Ordinario es donde se encuentra el núcleo de todo el sermón de la montaña, el cual nos indica el camino seguro para alcanzar la santidad. ¿En qué consiste ser santo? En lograr la osada meta trazada por el divino Maestro: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.

 

II – LA AURORA DE UNA NUEVA ERA EN LAS RELACIONES HUMANAS

 

En el Paraíso terrenal, Adán y Eva poseían la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, con los cuales participaban intrínseca y formalmente de la vida divina. Además, gozaban de un equilibrio interno perfecto y no tenían ninguna apetencia desordenada, porque sus potencias inferiores, en virtud del don preternatural de integridad, estaban sometidas a la razón, y ésta a Dios. Cuando pecaron perdieron —y con ellos toda la humanidad— ese feliz estado de justicia original.

 

El hombre empezó a enfrentar, en consecuencia, una tremenda lucha interior provocada por la inclinación hacia el mal. Y una de las manifestaciones de ese desorden es el amor propio exacerbado, con el consiguiente deseo de venganza, de represalias ante cualquier ofensa, como pone en evidencia un viejo refrán alemán: Schadenfreude ist die beste Freude (Alegrarse por el mal ajeno es la mejor alegría).

 

Veremos en este Evangelio que Jesús modifica completamente dicho sistema cruel y egoísta de encarar las relaciones humanas.

 

En el cristianismo, la venganza personal es desterrada

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 38 “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. 39 Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra;…”

 

Ya explicamos en otra ocasión que la ley del talión estaba en vigor en la Antigüedad. La podemos encontrar en el Código de Hammurabi —escrito alrededor del 1750 a. C., en Babilonia—, e incluso fue incorporada al Derecho romano. Merece la pena recordar que el término talión viene del latín talis, que significa tal o igual. Es decir, la revancha debería ser proporcionada a la ofensa. En cierto sentido, tratándose de pueblos rudos, acostumbrados al uso de la fuerza, en los que resultaba difícil conseguir que prevalecieran el derecho y la justicia, es comprensible que se establecieran normas de ese tipo. En realidad, al promulgar la equivalencia del castigo con relación al crimen cometido, la ley del talión moderó las desmesuradas venganzas tan frecuentes en esos tiempos.

 

La legislación mosaica también la empleaba, como leemos en el Libro del Éxodo: “pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal” (21, 23-25). Al principio, la aplicación de esa ley era únicamente competencia de la legítima autoridad, pero más tarde, con la decadencia de las costumbres, los particulares comenzaron a tomarse la justicia por su mano y según sus criterios, llevando a cabo atroces represalias contra sus adversarios. Entonces para prevenir a sus discípulos contra sentimientos de rencor, el Señor les dice: “si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”.

 

Ahora bien, oyendo estas palabras, en nuestro espíritu surge esta pregunta: ¿cómo se ha de entender ese precepto si Él mismo actuó de otra manera cuando fue abofeteado por un soldado en casa de Anás? En vez de poner la otra mejilla, responde: “Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?” (Jn 18, 23).

 

El Redentor vino a implantar una nueva mentalidad. Quiere que el egoísmo sea eliminado de nuestro interior, hasta el punto de que no reaccionemos por amor propio cuando alguien nos ofenda o abofetee injustamente, sino que consideremos, principalmente, el ultraje cometido contra Dios por la violación de sus Mandamientos.

 

Desde ese prisma, ofrecerle la otra mejilla a su agresor supondría inducirlo a que cometiera un pecado más, en lugar de llevarlo a caer en sí. En realidad, lo que el Señor buscaba al interpelar a su verdugo era el bien de esa pobre alma, dándole la oportunidad de corregir su error. Aunque probablemente el infeliz no tendría noción de que estaba abofeteando al mismo Dios, no por eso su censurable brutalidad dejaba de ser una falta grave al bien y a la justicia. Con su serena respuesta, Jesús estaba tratando de poner en orden la conciencia de su agresor.

 

Desapego de los bienes materiales

 

40 “…al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto;…”

 

En aquella época era corriente tener varias túnicas, pero sólo uno o dos mantos. Éste era considerado indispensable, el traje por excelencia, más valioso que la propia túnica. De hecho, vemos en San Pablo la preocupación de pedirle a Timoteo, en una de sus cartas, la capa que se había dejado “en Tróade, en casa de Carpo” (2 Tim 4, 13). De acuerdo con la ley judaica, el que tomaba el manto del prójimo en garantía de préstamo, no podía quedárselo hasta el día siguiente y estaba obligado a devolverlo antes de que se pusiera el sol (cf. Éx 22, 25), porque le haría mucha falta a su propietario. Así pues, cuando Jesús dice que entreguemos “también el manto” al que nos quiera quitar la túnica, nos está recomendando el más completo desapego de los bienes terrenos y que nuestras almas estén libres de cualquier deseo de posesión.

 

Combate al egoísmo

 

41 “…a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos;…”

 

Algunas veces los soldados romanos u otros funcionarios del Gobierno le exigían a alguien que les sirviera de guía o les ayudara en otra cosa, como pasó con Simón de Cirene, “que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús” (Lc 23, 26). Naturalmente, cuando ocurría un imprevisto de esa clase, muchos se quejaban y hasta se negaban a cumplir lo que se les pedía. Pero el Señor, para enseñarnos el valor de la caridad, dice: “acompáñale dos millas”. O sea, siempre que esté a tu alcance, haz de buena gana incluso más de lo que se te ha solicitado.

 

El valor de la generosidad

 

42 “…a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

 

En el Antiguo Testamento encontramos varios elogios al que presta: “nunca he visto a un justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan. A diario se compadece y da prestado; bendita será su descendencia” (Sal 36, 25-26); “Dichoso el que se apiada y presta” (Sal 111, 5). Al recordarles a sus oyentes esta verdad, Jesús les está demostrando que, de hecho, no había venido para abolir la Ley y los profetas, sino para darles plenitud.

 

Entonces, ¿cómo ha de ser interpretado este versículo? ¿Tenemos que ceder siempre y dar todo lo que nos pidan? Si ese principio se convirtiera en ley, la sociedad se volvería un auténtico caos en razón de los incontables abusos que habría. Por lo tanto, no puede ser esa la intención del Señor. Él quiere que nos olvidemos de nosotros mismos y nos preocupemos con las privaciones de los demás, y que estemos limpios de cualquier interés y pragmatismo. En cambio, el egoísta, el que vive encerrado en sí mismo, nunca toma la iniciativa de auxiliar al necesitado, y si alguien le pide un favor, enseguida trata de esquivarse.

 

El precepto del amor universal

 

“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo”.

 

Cuando le pusieron a prueba, el divino Redentor le preguntó al doctor de la Ley qué era lo que estaba escrito en ella (cf. Lc 10, 25-26), e inmediatamente éste —citando los libros del Deuteronomio y del Levítico— le respondió de manera acertada: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5) y “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19, 18). Los judíos conocían perfectamente el precepto del amor universal; sin embargo, sólo consideraban “prójimo” a sus compatriotas, mientras que los gentiles y los paganos eran tenidos por enemigos, merecedores de desprecio y odio.

 

Como verdadero legislador, Jesús rectificará las interpretaciones falseadas de la ley de Moisés, que la alteraban y la empobrecían, para dar nueva plenitud a los Mandamientos y a las antiguas enseñanzas. Según comentamos ya en otra ocasión,1 al confrontar la expresión “habéis oído…” con la afirmación “yo os digo…”, del versículo siguiente, el Señor muestra cuán vacía es, en contraposición al Evangelio, la moral de las exterioridades creada por los fariseos. Al hablar en primera persona, realmente “les enseñaba con autoridad y no como sus escribas” (Mt 7, 29).

 

44 “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen,…”

 

Según la Nueva Ley, los discípulos de Aquel que es “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29) no deberán amar menos a los que los aborrecen, persiguen y calumnian que a los que los quieren, exaltan y bendicen. Si deseamos ser hijos de Dios, hemos de tener una completa imparcialidad de espíritu en relación con los enemigos y rezar por ellos. La gloria de Dios exige que tratemos de hacer lo posible por la conversión de todos, imitando el sublime ejemplo de Jesús en lo alto de la cruz. ¿Cuál fue su primera palabra, con relación a los que lo crucificaron?: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).

 

Por supuesto, no se debe ser indolente y permitir que los adversarios de la Iglesia actúen libremente contra ella, implantando la iniquidad en la tierra. Si existe la obligación de amar a los enemigos, es menester también odiar el pecado. Por lo tanto, hay que pedir la intervención divina para detener el mal y emplear todos los medios —siempre de acuerdo con la Ley de Dios y la de los hombres— para que no prevalezca en el mundo.

 

La munificencia infinita de Dios

 

45 “…para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”.

 

Así como el Padre celestial “manda la lluvia a justos e injustos”, también derrama sus gracias sobre todos, incluso sobre los miserables y los malhechores. Dios creó a los ángeles y a los hombres con el fin de que participen en su felicidad absoluta. Tan grande es su amor por nosotros y su deseo de salvarnos, que envió a su Hijo unigénito y eterno para que se encarnase y soportase los tormentos de la Pasión para redimir al género humano y abrirle las puertas del Cielo.

 

Como ésa es la voluntad del Padre, nos toca trabajar con ardor, no sólo por la salvación de todos los que luchan en este valle de lágrimas, sino también para acelerar con nuestras oraciones y sacrificios la liberación de las almas que padecen en el Purgatorio.

 

El amor es el signo distintivo de los cristianos

 

46 “Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? 47 Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?”.

 

Para que podamos medir la indignación de los fariseos al ser comparados con los gentiles y con los publicanos, considerados despreciables, basta recordar la oración de uno de ellos en el Templo: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano” (Lc 18, 11).

 

La insuperable didáctica del divino Maestro nos lleva a comprender fácilmente a través de esas dos confrontaciones que amar a los amigos y bienhechores no tiene nada de extraordinario. El mérito está en desear el bien incluso de los que nos atacan, roban o injurian.

 

Al respecto, aclara San Agustín: “Sólo la caridad distingue a los hijos de Dios de los del diablo. Sígnense todos con la señal de la cruz de Cristo; respondan todos: Amén; canten todos: Aleluya; bautícense todos; frecuenten la iglesia, se apiñen en las basílicas; no se distinguirán los hijos de Dios de los del diablo si no es por la caridad. […] Ten todo lo que quieras; si te falta sólo la caridad, de nada te aprovecha todo lo que tengas”.2

 

De esta forma, cuando veamos la antipatía que alguien nos tiene, deberíamos pensar: “Por éste es por quien voy a rezar, para que la Virgen le conceda la gracia de la salvación eterna. Aparentemente, es mi enemigo; en realidad, le hace un bien enorme a mi alma, porque me ayuda a percibir que, de hecho, a causa de mis defectos, yo debería mirarme y tratarme como él me mira y me trata. Así, me conozco mejor”.

 

El heroísmo del perdón

 

Jesús nos invita a seguirlo por el heroico camino de la caridad, de la paciencia y del perdón supremo, rápido y total. Por ello, no podemos guardar resentimiento contra nadie, sino que debemos olvidar a priori cualquier ofensa personal. Nosotros, los cristianos, tenemos que ser un verdadero mar de perdón, como enseña el Apóstol: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo” (Ef 4, 31-32).

 

Tal disposición interior que vuelve agradable la convivencia entre los cristianos, llamaba la atención de los paganos en los comienzos de la Iglesia. “Mirad como se aman, […] y cómo están dispuestos a morir unos por otros”.3 Ahora bien, habiendo transcurrido dos mil años de cristiandad, cabría esperar que las enseñanzas del divino Maestro hubieran calado en las instituciones, en las costumbres y en las relaciones humanas, hasta el punto de que la sociedad actual estuviese más marcada por la caridad y bienquerencia de lo que fue antaño, como un vino cuyo sabor se perfecciona con el paso del tiempo.

 

La meta más osada de la Historia

 

48 “Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.

 

Jesús formula, con una claridad insofismable, la meta y el objetivo de nuestra vida: imitar al Padre celestial, modelo absoluto de santidad, adecuando a Él nuestra mentalidad, inclinaciones y deseos. ¿Pero cómo vamos a ser perfectos como Dios es perfecto? ¿Por qué medios llegaremos hasta esa suprema perfección, imposible para nuestra frágil naturaleza? ¿Cristo nos habría dado entonces un consejo impracticable? ¿O más bien sería una exageración didáctica? Podía haber dicho: “Sed perfectos como Moisés fue perfecto, como Abrahán, como Isaac, como Jacob…”. ¿Por qué remontarse a tan elevado modelo? Lo que sucede es que el Hijo, la segunda Persona de la Trinidad, el Verbo increado, igual al Padre, asumió nuestra naturaleza y, siendo hombre, como arquetipo de la humanidad, reprodujo en sí la perfección del Padre, instándonos a hacer lo mismo.

 

Con el Bautismo nos es infundida la gracia santificante —participación en la vida divina—, acompañada de las virtudes y de los dones, que nos permite realizar a la manera divina lo que por las meras fuerzas humanas sería totalmente inalcanzable. Por consiguiente, no nos contentemos sólo con cumplir los Mandamientos. Muchos más que eso, debemos desear asemejarnos al Señor, tratando de ser perfectos como Él, para atender a la altísima invitación que nos hizo en el sermón de la montaña. Ese es el sentido de la jaculatoria que encontramos en la Letanía del Sagrado Corazón: “Jesús, manso y humilde de Corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo”.4

 

III – LLAMADOS PARA EL VERDADERO HEROÍSMO

 

La vida sobrenatural en nosotros es susceptible de crecimiento, en la medida en que recemos, nos esforcemos en la práctica de la virtud evitando las ocasiones de pecado y frecuentemos los sacramentos. Más que en otras épocas históricas, vivimos rodeados de peligros que amenazan nuestra perseverancia. Para resistir a todas esas solicitaciones del demonio, del mundo y de la carne, es indispensable que alimentemos un enorme deseo de lograr el heroísmo de la perfección.

 

En el Cielo nos está reservado un sitio que podremos ocupar con mayor o menor brillo, dependiendo de la fidelidad con la que busquemos “ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto”. La conocida máxima de Paul Claudel, “la juventud no ha sido hecha para el placer, sino para el heroísmo”,5 en realidad está incompleta, porque el heroísmo en materia de virtud no es una obligación exclusiva de los jóvenes, sino de todos los hombres, sin excepción.

 

Edificantes ejemplos

 

Esas disposiciones las encontramos abundantemente en la vida de los santos. En cierta ocasión, San Francisco de Sales, siendo ya obispo de Ginebra, se halló ante un noble que le soltó las mayores injurias, a las cuales no respondió, guardando un silencio lleno de dulzura y serenidad. Cuando el visitante salió de la habitación, un sacerdote que había presenciado la escena le preguntó a San Francisco por qué no había reprimido al insolente con firmeza. “Padre mío —le respondió el santo—, he hecho un pacto con mi lengua, por el cual ella se callará mientras mi corazón esté inquieto, y nunca responderá a ninguna palabra capaz de provocarme ira”.6 Como era su persona la que estaba en juego, dominó su amor propio y se mantuvo impasible. Días después, conmovido con la caridad del obispo, el culpable volvió bañado en lágrimas para pedirle perdón.7 Así es como tenemos que ser.

 

De ello también dio ejemplo el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira —por cierto, gran admirador de San Francisco de Sales—, con quien el autor de este artículo convivió durante casi cuarenta años. Se mantenía permanentemente en el espíritu del Evangelio, incluso ante los sufrimientos causados por personas allegadas. Debido a la restricción de algunos de sus movimientos, como consecuencia de un accidente de automóvil, necesitaba ayuda para ciertos actos de la vida cotidiana. Su entero desapego lo llevaba a no elegir ni siquiera la ropa que usaba, delegando en otros esa tarea. A veces una elección inadecuada hacía que usase una chaqueta ligera en un día de frío o una de invierno en tiempo de calor, lo cual aceptaba, enfrentando las incomodidades sin quejarse nunca.

 

Cuando alguien le solicitaba encontrarse con él, era habitual que no fijase el lugar de la cita, sino que pedía que indagaran dónde le gustaría al otro que fuera atendido. En cierta ocasión, el Prof. Corrêa de Oliveira recibió en su residencia, a las seis de la tarde, a algunas personas que habían llegado de viaje, y se quedaron tan entretenidos y encantados con la conversación que a las once de la noche aún no se habían marchado. En ningún momento el Dr. Plinio les dio a entender que ya era tarde, porque si no estaba comprometida la causa católica, él trataba, con gran mansedumbre y cordura, de adaptarse a los demás, haciendo la voluntad de ellos.

 

Al admirar tales hechos, no podemos olvidarnos de que el verdadero heroísmo de la virtud es inseparable de la entrega completa en las manos de Dios, siendo conscientes de que cualquier acto bueno viene de la gracia, y no de la naturaleza humana. Nosotros también somos llamados a seguir ese camino: ser perfectos como lo desea el Padre celestial, cuyo auxilio para tal no nos ha de faltar.

 


 

1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿El verdadero cumplimiento de la Ley consiste en lo que dicen los fariseos? In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 91 (Febrero, 2011); pp. 10-17; Comentario al Evangelio del VI Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A, en el volumen II de la colección Lo inédito sobre los Evangelios.

2 SAN AGUSTÍN. In Epistolam Ioannis ad Parthos tractatus decem. Tractatus V, n.º 7. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, v. XVIII, p. 269.

3 TERTULIANO. Apologeticum, XXXIX: ML 1, 471.

4 CONGREGATIO DE CULTU DIVINO ET DISCIPLINA SACRAMENTORUM. Compendium Eucharisticum. Città del Vaticano: LEV, 2009, p. 411.

5 CLAUDEL, Paul; RIVIÈRE, Jacques. Correspondance. 1907-1914. Paris: Plon, Nourrit et Cie, 1926, p. 23.

6 HAMON, André Jean Marie. Vie de Saint François de Sales, Evêque et prince de Genève. Paris: Jacques Lecoffre et Cie, 1858, t. II, p. 161.

7 Cf. Ídem, pp. 295-296.

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