Comentario al Evangelio – III Domingo de Pascua – La Iglesia después del Juicio Final

Publicado el 04/07/2016

 

– EVANGELIO –

 

La Pesca Milagrosa

Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.

Pedro recibe el primado

Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».

 


 

Comentario al Evangelio – III Domingo de Pascua – La Iglesia después del Juicio Final

 

Dos pescas milagrosas simbolizan, una la Iglesia Militante, y otra la Triunfante. ¿Cuál es la maravillosa riqueza de significados de la pesca realizada después de la Resurrección? Es lo que nos enseña el Evangelio de hoy.

 


 

I – El rico significado de las acciones de Jesús

 

En el contacto con ciertas personas inteligentes, de buena cultura y, sobre todo, sabias, saboreamos una gran riqueza en sus palabras e incluso en sus gestos y actitudes. La profundidad y multiplicidad del significado de sus acciones son tan substanciosas que a veces se vuelve difícil abarcarlas completamente. Cuando esa personalidad no es humana ni angélica, sino divina, eso no es tan solo difícil, sino totalmente imposible. ¿Cómo abarcar los infinitos aspectos contenidos en cada hecho de la vida de Jesús? Nuestra razón daría, como mucho, algunos pasos en esa impracticable tarea, si no fuese el auxilio de la fe y las inspiraciones del Espíritu Santo. Es con base en las virtudes y en la gracia que conseguimos hacer incursiones provechosas en ese ilimitado universo.

 

Es el caso del Evangelio de hoy.

 

Para mejor penetrar en la simbología contenida en las escenas por él descritas, en rápidos trazos analicemos la primera de las pescas milagrosas, que se verificó por ocasión de la elección de los discípulos por el Divino Maestro (Lc 5, 1-11), o sea, antes de iniciarse las actividades apostólicas.

 

II – La primera pesca milagrosa

 

Jesús es el Maestro. Él enseña de manera insuperable, aprovechándose de los episodios del quehacer diario para elevar las almas al amoroso conocimiento de las vias escogidas para sus elegidos. Aquellos hombres estaban habituados a los oficios y trabajos del mar, y era a partir de esa realidad que el Señor quería conducirlos a los más altos páramos de la santidad.

 

En el milagro anterior (Lc 5, 1-7), Jesús ordenó el lanzamiento de las redes sin determinar si era a la izquierda o a la derecha, para significar la universalidad de la misión de la Iglesia Militante, la cual debe alcanzar tanto los buenos como los malos, hasta el momento de la separación definitiva entre la cizaña y el trigo. Los peces fueron recogidos en tal abundancia que llegaron a romper las redes, rotura esta, símbolo de las herejías que surgirían en el futuro. Las barcas casi se hundieron, representación de los riesgos tremendos por los cuales, incólume, pasaría la Iglesia. Estas y otras figuras nos hacen comprender la situación de la Iglesia durante el curso de la Historia.

 

La pesca del Evangelio de hoy, realizada después de la resurrección del Señor, fue por Él ordenada a fin de mostrarnos el estado de la Iglesia Triunfante después del Juicio Final.

 

Los discípulos antes de Pentecostés

 

Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:

 

Jesús ya no convivía con los suyos, como anteriormente lo hacía. Ya estaba en cuerpo glorioso y, conforme nos enseña Santo Tomás, Jesús podría ser o no ser visto, dependiendo de su voluntad (1). Los discípulos lo verían solamente si Él se mostrase. Esta es la razón teológica por la cual Juan narra: "Y se apareció de esta manera"..

 

Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

 

Aún no había descendido sobre ellos el Espíritu Santo. Las apariciones de Jesús eran esporádicas. Estaban desocupados y, así siendo, se juntaban para apoyarse mutuamente. En total eran siete, número que llama la atención de algunos autores por su significado de multiplicidad.

 

Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.

 

La noche es el período más propicio para pescar y, seguramente, hábiles y experimentados en este oficio, intuían un buen éxito en aquel emprendimiento propuesto por Pedro. Bastó él comunicar su plan, que todos los otros se congregaron en aquella aventura, tanto más que deberían estar carentes de subsidios para su vivir diario. Pedro, siempre entusiasmado y no menos impetuoso, paulatinamente se había constituido en propulsor de los Apóstoles.

 

Se realizó la partida llena de esperanza. Entretanto, pasando las horas, la constatación de la ineficacia de sus esfuerzos les hacía crecer en el corazón la convicción de cuánto dependían de un auxilio divino.

 

Jesús aparece sin ser reconocido

 

Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.

 

El sentido de observación era rico en aquella civilización orgánica. Sin periódico, televisión, cine o radio, las noticias se transmitían oralmente y, por esta razón, surgían espectadores de la realidad por todas partes. Así, tomaron con naturalidad la presencia de Jesús en la playa, sin reconocerlo inmediatamente. Además, de la misma forma había procedido el Maestro con los discípulos de Emaús y con la Magdalena.

 

Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos contestaron: «No».

 

Jesús, al dirigirles la palabra, voluntariamente no revela su identidad, quiere comunicarse con ellos de forma exclusivamente humana, quizás incluso modificando el timbre de voz y la expresividad, para no ser reconocido. Este minúsculo detalle nos muestra cuánto Jesús puede estar presente junto a nosotros en nuestras actividades diarias, sin nosotros darnos cuenta. Comprenderemos en el día de nuestro Juicio a qué extremo fue Él nuestro compañero en cada segundo, observando incluso nuestros pensamientos y deseos.

 

En este corto diálogo, Jesús propicia a los siete Apóstoles el sueño con un posible comprador. Es curioso notar como, a pesar del fracaso nocturno, están dispuestos a un nuevo intento para no perder al hipotético comprador. Así debemos ser nosotros en nuestros quehaceres, sobre todo en los apostólicos, o sea, nunca desanimar. Siempre hay una última oportunidad.

 

Una nueva pesca milagrosa

 

Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces.

 

Siendo Jesús omnipotente, su didáctica es divina. Con el fin de hacer aún más maravilloso el milagro que él va a realizar, se aprovecha de una noche de fracaso para aconsejarles de lanzar una vez más la red. Nuestras desilusiones con las puras fuerzas de la naturaleza muchas veces nos son inútiles para convencernos de la infinitud del poder de Dios.

 

Jesús orienta que se lancen las redes en el lado derecho de la barca. ¿Por qué?

 

El gran San Agustín es quien nos explica esto (2): "Observad ahora esta segunda pesca. Hácese después de la resurrección del Señor para indicarnos el estado de la Iglesia allende nuestra resurrección. Echad la red a la derecha de la barca (Jn 21.6), dijo el Señor. El número de la derecha no se confundirá con los otros. No habéis echado en olvido cómo el Hijo del hombre nos garantiza su venida entre ángeles; que las naciones comparecerán delante de El, y El las separará como, el pastor separa las ovejas de los cabritos: las ovejas a la derecha, los cabritos a la izquierda, y que dirá después: Venid…, tomad posesión del reino, a las ovejas; apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (Mt 25,31-41), a los cabritos. Echad la red a la derecha significa, por tanto: "Vedme resucitado". Quiero daros una imagen de lo que ha de ser la Iglesia en la resurrección de los muertos. Echad a la derecha… Echaron las redes a la derecha, y malamente podían levantarlas. ¡Tanto era el peso de las redes!".

 

El entusiasmo de aquel que más amaba

 

Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua.

 

Comprensible y bello era que el discípulo más amado, sumando sus impresiones aún implícitas a la constatación de la superabundancia de peces obtenida, fuese el primero en concluir quien era aquel posible comprador. El timbre de la voz, lo decidido de la orden y la plenitud del efecto llevaron a Juan a reconocerlo: "¡Es el Señor!", exclamó.

 

Entretanto, el que más amaba, debido a su temperamento impetuoso y arrojado, fue el único que se lanzó al agua. El dolor por la falta cometida, el entusiasmo por Jesús, la red pesadísima, etc. hicieron que optase por las vías más rápidas y decididas. Sin embargo, por estar usando una ropa común de los pescadores de aquellos tiempos, debido a que eran calientes los aires del Lago de Genezaret en aquella época del año, se vio Pedro en la contingencia de ceñirse con la túnica, para nadar los cien metros que lo separaban de Jesús. El "que estaba desnudo" no significa que estuviese del todo sin ropa, sino con el traje sumario de pescador.

 

Es curioso notar, que en la época de Jesús se nadaba con la túnica ceñida.

 

Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.

 

Oigamos a San Agustín comentar este versículo (3): "Trajeron las redes hasta la orilla. (…)Donde se dice orilla, entiende que es el fin del mar, y donde fin del mar, entiende fin de siglo. En la pesca primera, las redes no fueron traídas hacia la orilla, antes los peces fueron colocados dentro de los navíos; ahora no; ahora se les arrastra hacia la playa. Espera el fin del siglo. El vendrá para bien de los puestos a la derecha y para mal de los puestos a la izquierda".

 

Un gesto de delicadeza divina

 

Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.

 

Según San Juan Crisóstomo y muchos otros autores, fue intención del evangelista hacer notar la evidencia del milagro obrado por Jesús. Comentan ellos la nueva manera de actuar sobre la naturaleza, después de la Resurrección. Antes, el Señor se aprovechaba de la materia existente, ahora ya no, la realización es aún más maravillosa, o sea, ciertamente Jesús sacó de la nada las brasas, el pez y el pan. ¿Cómo medir la delicadeza del gesto de Quien amó a los suyos y los amó hasta el fin?

 

Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger».

 

Ese pedido realizado por Jesús no tenía en vista tan solo aumentar la cantidad de peces que iban a ser comidos por ellos. De manera siempre afectuosa y con ilimitada bondad, Jesús desea hacerles comprobar la grandeza de la pesca realizada. Hasta ese momento, los Apóstoles estaban absortos en la contemplación del Maestro e incluso ya se habían olvidado de los peces de la barca. En realidad, su propósito era el de que trajesen todos los peces y los contasen.

 

Una prefigura de la Iglesia triunfante

 

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.

 

Pedro, en su ardoroso amor, está siempre listo a, con arrojo, atender las solicitaciones de Jesús. Su disponibilidad total no se cifra solamente en el hecho de ser él el dueño de la barca. Él, solo, termina la operación iniciada por los otros. El primero en el amor, el más flexible en la obediencia. Ahí está la verdadera raíz de la cual sacan substanciosa sabia todas las virtudes: el amor.

 

Sobre el número ciento cincuenta y tres, a lo largo de los siglos –e incluso entre los Padres de la Iglesia– hay una variada gama de opiniones. Entre sumas, restas y multiplicaciones, una corriente de teólogos y de exegetas atribuyeron un notorio carácter simbólico a esa cifra. Otros, sin embargo, — y es la opinión predominante hoy en día– juzgan haber sido intención exclusiva del evangelista, la de resaltar la grandeza del milagro.

 

Simbólica, sin ninguna duda, es la afirmación contenida en el final del versículo, o sea, a pesar del gran número y del porte de los peces, la red no se rompió. Casi todos los autores procuran clarificar este pasaje de San Juan. San Agustín es el más feliz en interpretarlo. Nos explica él la diferencia entre las dos pescas, en lo tocante a la integridad de la red. En la primera, se rompió. Símbolo de las herejías que surgirían a lo largo de los siglos. En la descrita por el Evangelio de hoy, la red se mantuvo intacta, a pesar del enorme peso. Esta es una prefigura de la Iglesia, después de la resurrección de los muertos, en la cual habrá el supremo imperio de la paz de los justos.

 

Jesús come con los Apóstoles

 

Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.

 

Si bien no afirme San Juan que Jesús comiera en esa ocasión, se puede suponer que haya acompañado a los Apóstoles en aquella refección matutina a la orilla del mar. San Agustín, así discierne sobre este particular (4): "En la futura resurrección, los cuerpos de los justos no necesitarán del árbol de la vida que les preserve de la muerte por enfermedad ni decrepitud, ni tampoco de ningunos otros alimentos que los libren de las molestias del hambre y de la sed, porque se hallarán revestidos de una verdadera e inviolable inmortalidad, y no tendrán, si no quieren, necesidad de comer, pues aunque no estarán privados de la facultad, estarán exentos de esta necesidad, así como nuestro Salvador, después de resucitado en verdadera carne, aunque espiritual, comió y bebió con sus discípulos, no por necesidad, sino por potestad".

 

La sensibilidad de los Apóstoles comienza a ser trabajada por la realidad a respecto de quien es Jesús. A pesar de comenzar Él una conversa, nadie se atreve a dirigirle la palabra. La atmósfera es de respeto, admiración y de un cierto temor reverencial. Todos reconocían en Él al Señor, pero era tan luminosa la transparencia de su majestad que el silencio se imponía.

 

Es digno, también, de notar, la bondad y el cariño del Señor en no solo propiciarles una excelente pesca, sino también en preparar y ofrecerles una comida según las costumbres de la época. Nuevamente, imaginamos cuán deliciosos deberían ser aquellos panes y peces…

 

El insuperable afecto de Jesús

 

Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.

 

Jesús toma la iniciativa de acercarse de los discípulos, pues probablemente guardaban una cierta distancia respetuosa. Este divino procedimiento nos hace comprobar, una vez más, la evidente realidad del gran empeño del Salvador en robustecernos contra el mal. Antes incluso de articular cualquier palabra, o de formular un mínimo pedido, en su infinita bondad, se dirige a los siete para alimentarlos, o sea, para fortalecerlos.

 

El afecto de Jesús es transbordante e insuperable. Él se compadece en extremo por el simple hecho de encontrarnos con hambre, símbolo de cuánto nos asiste en nuestras necesidades espirituales; basta levantarse a nuestro alrededor un mínimo peligro que Él se acerca de nosotros para ampararnos, fortalecernos y concedernos la victoria.

 

Muchos otros aspectos podrían ser considerados en estas pocas palabras, ricas en significado. Oigamos este comentario de San Gregorio (5): "El convite último de los siete discípulos revela que en el banquete de la gloria sólo estarán con Jesús aquellos que están llenos de los siete dones del Espíritu Santo. También los siete días comprenden todo el tiempo de este mundo, y con frecuencia se designa la perfección con este número. Aquellos, pues, que animados del deseo de perfección se sobreponen a las cosas terrenas, son los que gozarán del eterno convite de la verdad.". ¿Les habrá sido dado a comer el puro pan o, una vez más, les ofreció la Eucaristía? Es un bonito problema para que lo resuelva la Teología.

 

* * *

 

Los versículos finales (15 a 19), nos muestran la reparación de Pedro junto al Salvador, por sus tres negaciones durante la Pasión, y más especialmente la recepción del poder directo y universal sobre todo el rebaño, de las manos de Quien lo perdona, conforme lo define el Concilio Vaticano I: "Sólo a Simón Pedro confirió Jesús después de su resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su rebaño, diciendo: «Apacienta a mis corderos». «Apacienta a mis ovejas» (Jn 21,15ss)." (6).

 

Si no fuesen los límites de estas páginas, mucho se podría comentar sobre las palabras finales de Jesús, en especial los variados sentidos de la invitación expresada por Él: "Sígueme". No faltará ocasión para ello.

 

IV – Lecciones para los católicos de todos los tiempos

 

Tal vez por su convivio íntimo y diario con la Madre de Dios, o por ser el amado, Juan escribe con especial unción, mostrándose eximio conocedor del profundo significado de todos los hechos. En estos versículos de hoy, su lenguaje simbólico alcanza un máximo de expresividad.

 

Pedro se lanza al mar con seis compañeros más en las aventuras de una pesca nocturna. Y Jesús, estando en lugar firme, vigila por ellos y por la barca. Nada consiguen. Jesús los orienta, ellos obedecen y el resultado es inesperado. Una vez más, se vuelve patente la afirmación de Jesús: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5), como también aquella otra de San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fl 4, 13). Son las últimas lecciones dejadas por el Divino Maestro, no solo para la buena formación de sus discípulos de aquellos tiempos, sino también para los de los siglos venideros, hasta el fin de los tiempos; por lo tanto, también para nosotros. Cuando el fracaso haga doblar nuestras espaldas, procuremos oír la voz de Jesús y seguir sus enseñanzas. Él, estando en la playa de la eternidad, nos dará el consejo sabio y eficaz listo para transformar el peso que nos agota en maravilloso suceso. Por eso, jamás debemos desanimar, por mayores que sean los obstáculos que tengamos que transponer.

 

Pedro propone la pesca, salta del barco en busca de Jesús y retorna al mismo para arrastrar la red. También aquí, Pedro representa el Papa de todos los tiempos, el Dulce Cristo en la tierra. A él cabe la conducción de la Iglesia bajo la vigilancia y orientación de Jesús.

 

Los Apóstoles estaban sin alimentarse durante toda la noche, pero, antes de cualqueir providencia, entregan los frutos de sus esfuerzos a Jesús. Este debe ser siempre nuestro procedimiento; primero tenemos que restituir a Dios nuestros sucesos, sin preocuparnos con nosotros, pues Él tomará la iniciativa de completar aquello que Él mismo comenzó. Lancémonos a las actividades apostólicas, bajo el influjo del Espíritu Santo, compenetrándonos de que estamos en la barca cuyo piloto es Pedro. Nuestra entrega y esfuerzos deven ser totales. El sustento y la energía, nos lo dará Jesús.

 

En todas las misiones apostólicas, debemos estar convencidos de la necesidad de la presencia de Cristo a nuestro lado. Nosotros lo sentiremos si prestamos un poco de atención, tal cual se dio con esos siete discípulos: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor".

 

También no es fructuosa la pesca de almas realizada "por la noche". O sea, por más cultura, inteligencia y dones naturales que podamos tener, nada conseguiremos en nuestro apostolado si queremos contar, de modo exclusivo, con los medios meramente humanos. Son ellos, la noche de nuestro fracaso.

 

"Estaba ya amaneciendo … " (v.4). Es en la luz de la gracia y, por lo tanto, en la intercesión de María Santísima que Jesús se presenta en la playa. Acción misionera de maravillosos efectos siempre ha sido la realizada a la luz de la aurora de la mediación de Aquella que es invocada como la Estrella de la Mañana.

 


 

1) Suma Teológica, Supl., q. 85.

2) PL 38, 1161-1163.

3) PL 38, 1161-1163.

4) Apud Catena Áurea, in Jn XXI, 12.

5) Apud Catena Áurea, in Jn XXI, 13.

6) Denzinger, Ench. Symb., nº 1.822. 

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