Comentario al evangelio – IV Domingo de Cuaresma – El Hijo Pródigo: Justicia y Misericordia

Publicado el 03/03/2016

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 1 solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. 2 Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ése acoge a los pecadores y come con ellos”. 3 Jesús les dijo esta parábola: 11 “Un hombre tenía dos hijos; 12 el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’. El padre les repartió los bienes. 13 No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. 14 Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. 15 Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. 16 Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. 17 Recapacitando entonces, se dijo: ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. 18 Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; 19 ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros’.

20 Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. 21 Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. 22 Pero el padre dijo a sus criados: ‘Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; 23 traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado’. Y empezaron el banquete.

25 Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, 26 y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. 27 Éste le contestó: Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. 28 Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. 29 Y él replicó a su padre: Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; 30 y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. 31 El padre le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: 32 deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado’” (Lc 15,1-3.11-32).

 


 

IV Domingo de Cuaresma – El Hijo Pródigo:

Justicia y Misericordia

 

Analizando los actos de Dios bajo el punto de vista de la mera justicia humana, se hace difícil comprenderlos. En la parábola de la Liturgia de hoy, en cuanto el egoísmo se rebela, la justicia y la misericordia se besan en uno de los más bellos ejemplos del Evangelio. ¿Cómo degustarlo mejor? He aquí el objetivo de este artículo.

 


 

I – La Justicia de los hombres y la de Dios

 

Dos juicios humanos: el de la equidad y el de las pasiones

 

La justicia humana alcanzó un ápice en el sistema elaborado por los romanos. A tal punto que, aún hoy, la legislación de gran parte de las naciones toma como base las normas, con una casi matemática exactitud, de aquellos tiempos, cuya síntesis se encuentra en el famoso principio: “suum cuique tribuere”, o sea, “dar a cada uno aquello que es suyo”. Éste es el juicio del hombre recto, o lo que es practicado en los tribunales, teniendo en vista restablecer el verdadero orden.

 

"los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: 'Ése acoge

a los pecadores y come com ellos'" (Lc 15,2) Escribas y

fariseos – Iglesia del Sagrado Corazon de Jesús,

Santander (España)

Hay otro juicio nada justo, ni sereno, cuya sentencia siempre aparece influenciada por una de las tres pasiones tristes: la ira, la soberbia o la envidia. Es lo que tantas veces se emplea en el mundo y con el cual convivimos en nuestro día a día. En cuántas ocasiones presenciamos infundadas manifestaciones de cólera contra inocentes o faltosos arrepentidos, en las cuales la aspereza implacable deja trasparecer la pezuña del egoísmo que las mueve. Es el relacionamiento entre seres que deberían estimarse y apoyarse, pero que, al contrario, en la medida en que se apartan de Dios, utilizan más violencia para saciar su amor propio.

 

Además de las explosiones de ira, nos causa espanto el imperio de la envidia, encontrado por todos los lados. Pocos son los hombres totalmente libres de ese mal, que por toda la eternidad amarga y atormenta a los ángeles caídos.

 

Entretanto, el peor de todos los juicios es aquel nacido de la soberbia. El hombre orgulloso tiene siempre una sentencia despreciativa con relación a sus semejantes. Y, como si fuese el Creador, se pone a juzgar de todo y de todos, no respetando ni siquiera al propio Dios.

 

Benevolencia y misericordia de Dios

 

Felizmente, el Creador no juzga según las leyes humanas, y mucho menos aún conforme a las normas nacidas de esos tres vicios, sino en base a la misericordia. Fue para proporcionarnos una mejor comprensión de cuánto Él procede así con nosotros, que Dios creó los instintos paterno y materno.

 

Los padres consideran con amor las faltas de sus hijos. En ocasiones, llegan a excederse en benevolencia, debido a los desequilibrios del pecado original, pero, en general, emiten un juicio verdadero.

 

Este es también el procedimiento de la Iglesia. Desea salvar la justicia, pero se esfuerza por atenuar al máximo la pena merecida por el pecador o criminal. Frente a ese trato hecho de santidad, el infractor reconoce más fácilmente su propio error y considera casi irrelevante la pena a ser cumplida. Además, manifiesta afectuosa gratitud.

 

En la propia lectura de hoy, se presenta ese misericordioso actuar de Jesús y de su Iglesia con nosotros: “Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación.” (II Cor 5, 18-19).

 

La justicia misericordiosa de Dios llegó a extremos inimaginables, conforme nos enseña San Pablo en la Liturgia de hoy: “Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios” (II Cor 5, 21).

 

He ahí la contradicción entre las varias justicias, triunfando entre ellas la divina.

 

II – La parábola del Hijo Pródigo

 

La perla de todas las parábolas

 

De manera sencilla, pero con belleza literaria insuperable, esta parábola nos coloca delante del entrechoque de las varias justicias arriba comentadas. Su concisión y extraordinaria riqueza de colorido, tratando sobre materia tan viva y retratando a través de fluida analogía muchos actos de nuestra existencia, hacen fácilmente perceptible el fondo de la lección proferida por el Divino Maestro. Vamos, sin embargo, a empeñarnos en resaltar aspectos poco comentados de la misma: los extremos opuestos de los juicios —el del padre y el del hijo mayor.

 

Tenemos delante de los ojos una de las más elocuentes páginas del Evangelio, considerada como la perla de todas las parábolas. Ella es, de suyo, un pequeño evangelio.

 

Sin duda alguna, el cerne de la parábola consiste en colocar al alcance de cualquier inteligencia, incluso de las menos favorecidas, la pulcritud de la bondad de Dios en perdonar al pecador arrepentido con exuberante y alegre solicitud. El padre, en este contexto, representa a Dios.

 

Soberbia de los fariseos

 

La narración evangélica se inicia con un juicio orgulloso por parte de los fariseos y escribas, murmurando contra Nuestro Señor. No les sería difícil reconocer en aquel Hombre, todo hecho caridad para con cualquier necesitado, la figura del verdadero Mesías, o, por lo menos, la de un gran profeta ansioso por hacer felices a los que sufren. Ahora bien, ¿por qué criticarlo sin reconocer en Él ni una sola cualidad? Es, nuevamente, la pasión satánica de la soberbia que entra en escena. ¿Por qué le atribuyen el título de pecador, cuando en realidad deberían exaltar su gran poder de curar, perdonar y convertir? Esa es la malicia y el odio, diluidos o concentrados, que se extiende sobre las relaciones humanas en las sociedades de todos los tiempos, cuando impera el orgullo.

 

Conforme a la costumbre de la época, Jesús les propone tres parábolas, a fin de esclarecer la razón de su misericordia hacia los pecadores arrepentidos. El enredo de cada una es bello, lógico y convincente. Una sola de ellas sería suficiente para resolver cualquier duda o deshacer la más grave de las sospechas provenientes del corazón bienintencionado. La Liturgia de hoy no trata sobre la oveja descarriada ni la dracma perdida, sino del hijo pródigo.

 

Es la historia de un padre y dos hijos, uno de los cuales hará el papel de equilibrado, sensato, honesto y fiel, y el otro de apasionado, disoluto y despilfarrador.

 

Sabiduría y afecto del padre

 

El padre es presentado como poseedor de un corazón sabio, afectuoso e incluso maternal, a punto de no manifestar la menor extrañeza con el pedido del hijo y, por lo tanto, de no intentar disuadir a su benjamín de exigir la herencia a la cual tenía derecho.

 

El Hijo pródigo – Iglesia de San Antonio,

Americana (Brasil)

Según la Ley mosaica, al segundo hijo le pertenecía apenas una tercera parte de los bienes. Imposible le sería al padre no percibir la falta de sentido común y de tacto contenido en aquella demanda, que lo llevaría a peligrosos riesgos. Se trataba del inicio de su perdición. Si bien todo fuese hecho según el derecho, el padre podría usar subterfugios para negarle la entrega de su parte. Incluso daría lugar a medidas extremas, en última instancia, caso el hijo se negase atender las imposiciones paternas (cf. Dt 21, 15-21).

 

Entretanto, por su larga experiencia de la vida, el padre se daba cuenta de la inutilidad de toda y cualquier acción que tuviese en vista coaccionar las pasiones desenfrenadas de un joven inebriado por las pseudo-delicias de la realización de sueños fruitivos. Excepción hecha de una intervención de Dios, nada le cortaría los pasos. Es evidente, por lo tanto, que hubo una fuerte intención pedagógica en el hecho de que el padre concordase sin objeciones con la división de la herencia. Era la intuición paterna de un futuro arrepentimiento y enmienda eficaz.

 

Una vez que fue solicitada por uno, la división de los bienes debería ser realizada en su todo. Sobre el primogénito, como más adelante narra Lucas, su actitud no podría haber sido mejor en esa circunstancia. O sea, de nada tomó posesión, dejando la globalidad de sus haberes con el padre.

 

Dinamismo y radicalidad del mal

 

“No muchos días después…” —O sea, el dinamismo del mal no conoce la paciencia, la calma en la espera, ni la sabiduría en la acción. Una vez consentida, la pasión no hace otra cosa sino exacerbarse en progresión geométrica, conduciendo a la precipitación incontenida en busca de su satisfacción, por cualquier medio.

 

“…juntando todo lo suyo…” —Él quiso romper todos los lazos con los suyos, pues sus inclinaciones no admitían frenos. Esa es la radicalidad de los que se lanzan en las vías del mal. ¡Si así procediesen los buenos, cómo sería otro el mundo de hoy! Es la imagen del pecador abrasado por sus delirios que ansía satisfacer totalmente sus caprichos. Esa voluptuosidad demuestra cuánto el alma humana tiene sed de lo infinito.

 

“…emigró a un país lejano…” —El pecador detesta la presencia de ojos conocidos que lo analicen o vigilen. Cuánto se iluden los pecadores a ese respecto, pues Dios lo ve todo, incluso nuestros pensamientos más íntimos. Juicio erróneo también sobre nuestros más próximos, pues toda la humanidad conocerá los mínimos detalles de nuestra existencia, en el día del Juicio Final.

 

“…y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente” —¡Cuántas fortunas arruinadas, cuántas familias destrozadas, con los respectivos hijos abandonados, cuántos efectos maléficos incalculables, debidos a la disolución de costumbres del hombre! A ese propósito, ¡cuánto nos engañan el demonio y nuestras malas inclinaciones descontroladas!

 

De heredero a guardián de cerdos

 

“Cuando lo había gastado todo…” —La sed de infinito no permite el medio término.

 

“…vino por aquella tierra un hambre terrible…” —Es el amor de la Providencia Divina que no abandona jamás a sus criaturas.

 

“…y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos” —Es la imagen del hambre que tienen los insensatos después de apartarse de las consolaciones y de los tesoros del estado de gracia. Aquello que el demonio prometía, se lo niega. El choque no podría ser mayor: pasar de la condición de hijo para la de guardián de cerdos. Sobre todo, por ser considerado maldito el judío que apacentase esa especie de animales declarados impuros por la Antigua Ley. La búsqueda apasionada del placer hace al hombre aceptar cualquier condición de vida.

 

El padre, vivamente emocionado, lo abrazo y

lo cubró de besos

“Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer” —Esas algarrobas, más propias a engordar que a satisfacer el apetito, no contienen sustancias benéficas para el hombre. Constituyen ellas el símbolo adecuado de las vanidades y glorias del mundo: hinchan nuestro orgullo, pero no nos sustentan ni sacian nuestra sed de Dios. Y nadie nos da de comer, pues el mundo se niega a reconocer el valor ajeno, y la implacable ley del egoísmo coordina sus mínimos gestos y actitudes.

 

“Me pondré en camino adonde está mi padre”

 

“Recapacitando entonces, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre!” —El hambre, el dolor y la probación, acompañadas de la gracia de Dios, pueden conducirnos a un raciocinio equilibrado y producir en nosotros una real conversión y enmienda de vida. La comparación entre los beneficios de las sendas virtuosas y las frustraciones de las avenidas del pecado produjo la restauración a través de una fuerte resolución: “Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Se puso en camino a donde estaba su padre”.

 

III – El contraste entre dos justicias

 

Las reacciones del padre no podrían ser más conmovedoras en materia de bondad y ternura. Ciertamente, hacía mucho tiempo que deseaba volver a ver a su hijo y por él rezaba. Al avistarlo a buena distancia, se sintió penetrado de afectuosa compasión y, a pesar de su edad, salió a su encuentro sin lentitud, por lo contrario, “corriendo”. ¡Recordemos de dónde venía aquel pobre miserable! De pocilgas, en las cuales se disputaba con los cerdos su alimento. Se presentaba, pues, como un verdadero andrajoso, nada limpio, totalmente impropio para ser abrazado. Entretanto, el padre se lanzó a su cuello y le cubrió de besos.

 

A cierta altura de la confesión de sus faltas, el padre lo interrumpió, pues manifiestamente no quería escuchar lo que le decía, y dio orden a los empleados para que se diesen prisa en traerle el más rico vestido, sandalias y anillo.

 

Símbolo del sacramento de la Reconciliación

 

¡Cuánta simbología en ese corto versículo 22!

 

El hijo, además de haberse olvidado por largo tiempo de su padre, había despilfarrado sus bienes. Es la imagen del efecto del pecado en el alma de un bautizado: lo despoja de los méritos, dones y virtudes; lo priva de las bellas ropas sobrenaturales; sobre todo, le roba el inconmensurable privilegio de la adopción divina, y le hace volver al estado de mera criatura, y todavía manchado por el barro de la ofensa a Dios. Sin embargo, al acusarse de sus miserias en el confesionario y recibir la absolución, el hombre es revestido de los más preciosos tejidos de la reconciliación, las sandalias de los méritos le son devueltos y el anillo de hijo de Dios se le vuelve a colocar en su dedo.

 

El padre no quiere verlo con ninguna de las señales que puedan recordar su anterior vida de pecado y, como si esos gestos no bastasen, ordena que preparen una fiesta, matando un “ternero cebado” —indicando así el carácter solemne del banquete, porque normalmente se mataría un cordero o un cabrito.

 

La razón alegada para tal conmemoración es la misma formulada por Jesús: “habrá más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 7). El hijo se había perdido, el hijo estaba muerto, y era incalculable el júbilo de aquel reencuentro.

 

Esa es la perfecta imagen de la justicia divina, toda hecha de misericordia. Veamos ahora la reproducción metafórica de la “justicia mundana” en las reacciones del hijo mayor.

 

Soberbia, envidia e ira en la reacción del primogénito

 

El versículo 25 nos ofrece otros elementos de pompa de aquella gran solemnidad: la música y el baile escuchados por el primogénito al volver del campo. Tan inusitado era haber en su casa tales manifestaciones de alegría, que tuvo recelo de entrar en las dependencias principales, ciertamente debido a sus vestiduras campestres, y quizás por juzgar elevado el nivel de aquel evento, prefirió antes preguntar a uno de los empleados cuál era la razón de tan exuberante euforia. Ningún otro motivo le habría arrancado tanta y tan indignada cólera. Esquematicemos los versículos 28 a 32 de la parábola:

 

El primogénito era buena persona, según la narración, pues vivía constantemente junto a su progenitor y todo lo que poseía lo había dejado en sus manos. Nunca había practicado la menor desobediencia, en un servicio prestado por largos años. Era, por lo tanto, muy disciplinado y fiel.

 

Sin embargo, su reacción frente a la conversión del pródigo no tuvo origen en ninguna de las cualidades enunciadas. Por lo contrario, fue movida por la soberbia, la envidia y la ira, como innumerables veces se encuentra en nuestras relaciones sociales.

 

Soberbia: Al enunciar los motivos por los cuales se negaba a participar de las conmemoraciones, comienza por auto-elogiarse, constituyendo su virtud en la ley en función de la cual se debe juzgar la conducta de su padre. Es exactamente ese el criterio del orgulloso: él se sienta en el trono de Dios y pasa a realizar el papel de Ley y de Juez.

 

En su explosión de vanidad, no se da cuenta de la gran alegría de su padre por la recuperación del hijo pródigo. El padre sabía perfectamente por cuales antros había pasado el menor, pero aquel era el momento de olvidar todo. El orgullo impide tener una visión equilibrada y armónica de los acontecimientos y, por eso, lleva al primogénito a herir el corazón del padre con el recuerdo de los desvíos morales de su hermano.

 

Envidia: Trasparece ese vicio en la comparación: a él un ternero cebado, a mí ni siquiera un cabrito. Esa es otra costumbre común existente en el mundo, desde el asesinato de Abel, practicado por Caín.

 

Ira: “Él se indignó …”. Sus virtudes recibieron la honrosa invitación para alcanzar el grado heroico con la noticia de la vuelta de su hermano, pero la exteriorización de su cólera manchó esas humanas cualidades que podrían haber sido sobrenaturalizadas.

 

En síntesis, el padre, al ver de lejos el hijo, de alegría corre a encontrarlo. El hermano, amargado y triste, se niega a tomar parte en el banquete. El padre, tomado de emoción, lo abraza y le cubre de besos. El primogénito se indigna y se obstina en permanecer fuera.

 

El hijo mayor peca por falta de caridad, al juzgar injusta la fiesta por la vuelta de su hermano. Y, además, peca contra el respeto debido al padre, pues deja claro, con su procedimiento, cuánto censura a su progenitor por todo lo que hizo a su hermano menor. Y, finalmente, peca también por desobediencia a la determinación del padre en el sentido de que todos participen del banquete.

 

Evidentemente, son más graves las faltas del menor. Pero hay algo de repugnante en los vicios practicados por el mayor. En uno trasparece la debilidad de la voluntad; en el otro, la maldad de corazón.

 

IV – Conclusión

 

A cuál de los hijos de la metáfora podríamos aproximar la humanidad de este nuevo milenio? ¿Camina ella por las avenidas del pródigo o por las del primogénito?

 

Sin duda, hace varios siglos que juntó ella todo lo que tenía y se marchó lejos del afecto paterno, disipando sus bienes y viviendo perdidamente.

 

¿Después de malbaratar todo y pasar por gran hambre, comerá las bellotas de los cerdos y tendrá añoranzas de la casa paterna? ¿Retornará profundamente arrepentida y llena de buenos propósitos?

 

El futuro nos responderá y, si la parábola simbolizase los acontecimientos que vayan a realizarse, comprendamos la bondad del Padre al querer perdonar y el destino de aquellos que se nieguen a entrar en consonancia con Él. ²

 

 

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