Comentario al Evangelio – Solemnidad de Corpus Christi – Una dádiva insuperable…

Publicado el 06/15/2017

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos: 51 “Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. El que coma de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. 52 Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” 53 Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendréis vida en vosotros. 54 Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. 55 Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. 56 Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. 57 Como el Padre que me envió vive, y yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí. 58 Este es el pan bajado del Cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; quien come de este pan, vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58) .

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – Solemnidad de Corpus Christi – Una dádiva insuperable…

 

El amor de Dios por los hombres, manifestado en la Encarnación, llegó a un auge inimaginable con la institución de la Eucaristía. ¿Y cuál es nuestra respuesta a esa entrega tan grande de sí mismo?

 


 

I – Dios se da por entero

 

La Trinidad, que existe desde toda la eternidad, no tenía necesidad de la Creación. Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo se bastaban enteramente entre sí, disfrutando de una felicidad perfecta, infinita. En esto consiste la gloria intrínseca e insuperable de las Tres Personas Divinas. Sin embargo, cuando Dios creó a las criaturas quiso hacerlas partícipes de su propia felicidad que, al asemejarse al Creador, le rendirían gloria extrínseca, cumpliendo así la más alta finalidad de su ser. La Creación, pues, fue un acto de donación, de entrega y de generosidad supremas 1, sublimado después con la Encarnación del Verbo, cuando Dios mismo se sujetó a la pobre naturaleza humana con el fin de redimirnos del pecado de nuestros primeros padres.

 

El Hombre-Dios habría de prolongar su presencia en la Tierra

 

Pero el amor inconmensurable de Dios por nosotros no se limitó a eso; para abrirnos las puertas del Cielo, llegó a padecer una dolorosa Pasión, morir en la Cruz y resucitar. Y lo habría hecho para rescatar a un solo hombre, de haber sido necesario. Queda preguntarnos: tras manifestar ese increíble amor hacia nosotros, ¿el Señor subiría a los Cielos y simplemente abandonaría la convivencia con los hombres, cuya redención le había costado tan caro? ¿Cabría imaginar separación tan irremediable después de semejante unión con nosotros?

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“Última Cena” – Fra Angélico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)

Sólo a Dios podría ocurrírsele la maravillosa solución a esa perplejidad. El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira comenta al respecto: “No quiero decir que la Redención y el sacrificio de la Cruz impusieran a Dios, en rigor de lógica, la institución de la Sagrada Eucaristía.

 

Pero puede decirse que todo clamaba, todo gritaba, todo suplicaba que Nuestro Señor no se separase así de los hombres. Y una persona dotada con sentido arquitectónico debería entrever que Nuestro Señor arreglaría una manera de estar siempre presente, junto a cada uno de los hombres que había redimido. De forma tal que, después de la Ascensión, Él estuviera siempre en el Cielo, en el trono de gloria que le es debido, pero al mismo tiempo acompañara paso a paso la vía dolorosa de cada hombre aquí en la Tierra, hasta el momento supremo en que cada uno dijera a su vez el ‘Consummatum est' (Jn 19, 30)”.2

 

Y concluye con esta piadosa confidencia: “Creo que si yo presenciara la Crucifixión y supiera de la Ascensión, sin conocer la Eucaristía, empezaría a buscar a Cristo por la Tierra, porque no lograría convencerme de que Él hubiera dejado de vivir con los hombres. Esa convivencia verdaderamente maravillosa de Jesucristo con los hombres se realiza, exactamente, por medio de la Eucaristía”.3

 

El hecho de que Dios haya realizado la Creación a fin de darse a sí mismo es algo que nos llena de admiración. Pero todavía más admirable es el haber asumido la naturaleza humana para, mediante su muerte, propiciarnos el infinito don de la vida sobrenatural y abrirnos las puertas del Cielo.

 

Con todo, llevar el amor al punto de darse a los hombres como alimento sobrepasa toda imaginación.

 

Puede decirse con propiedad que el auge de esta donación se encuentra en el Sacramento de la Eucaristía.

 

Aparente simplicidad de la Santa Cena

 

¿Cómo tuvo lugar la institución del más excelente y sublime de los Sacramentos, el fin para el cual se ordenan todos los demás?4

 

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En la Última Cena, sólo María

tenía plena conciencia de la

sublimidad de aquella hora.

En apariencia, de manera muy sencilla. Para los Apóstoles se trataba de una cena rutinaria, celebrada anualmente por los judíos de acuerdo a un rito multisecular indicado con detalles por Dios a Moisés y Aarón, como algo que debía perpetuarse de generación en generación (cf. Ex 12, 1-14). La cena recordaba a los judíos la Pascua del Señor, la muerte de los primogénitos de Egipto y el paso a través del Mar Rojo. Los discípulos tenían, pues, la idea de una simple rememoración religiosa, cuando, de hecho, se realizaría en el Cenáculo lo que estaba prefigurado en la Antigua Ley: el sacrificio de animales daría lugar al holocausto del Cordero Divino, que en breve sería inmolado en el altar de la Cruz para nuestra salvación. Las víctimas materiales simbolizaban el cuerpo de Cristo, y éste sería al mismo tiempo sacerdote y víctima en el Nuevo Sacrificio, eterno y de valor infinito.

 

Según relatan los Evangelistas, después de que Jesús instituyó la Eucaristía y dio la Comunión a los Apóstoles, todos cantaron los salmos y salieron hacia el Monte de los Olivos (cf. Mc 14, 26; Mt 26, 30). Dichos salmos consistían en el poema de acción de gracias titulado Hallel —“alaba a Yahvé”— propio de la liturgia hebrea para la celebración de la Pascua5, y especialmente simbólico en aquella circunstancia: mientras unos daban gracias por haber comulgado, el Mesías elevaba sus alabanzas al Padre por la institución de la Eucaristía, la cual representaba la concretización del anhelo expresado al inicio de la Sagrada Cena: “Vivamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer” (Lc 22, 15).

 

De haber conocido previamente la grandeza de lo que sería instituido aquel día —no sólo la Eucaristía, sino también el Sacerdocio— cabe suponer que los Apóstoles habrían preparado una ceremonia a la altura de la circunstancia.

 

Pero en aquel momento ¿quién tenía noción de lo que estaba sucediendo?

 

II – María y la Eucaristía

 

Tan sólo María Santísima tenía plena conciencia de la sublimidad de aquella hora, porque es comprensible que Nuestro Señor le hubiera revelado lo que estaba por ocurrir. ¿Por qué?

 

Durante nueve meses se operó la Transubstanciación en María

 

Cuando María recibió la Anunciación del arcángel Gabriel, el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y se inició el misterioso proceso de gestación del Dios encarnado. Podríamos decir que, durante nueve meses, a cada segundo se celebraba en Ella como que una Santa Misa.

 

En efecto, en el instante en que el alma de Jesús fue creada, Él hizo su primer acto de adoración al Padre, acompañado de un perfectísimo ofrecimiento de Sí mismo como víctima; o sea, realizó una acción sacerdotal como Sumo Sacerdote “santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo” (Heb 7, 26). Para este sublime sacrificio no había altar más digno sobre la faz de la Tierra que el claustro virginal de María.

 

Ella vivió durante nueve meses en el más íntimo contacto con Jesús, en una relación única dentro del orden creado: habiendo ofrecido su cuerpo inmaculado a Dios, Él tomaba los elementos maternos y los transubstanciaba, esto es, se volvían divinos a partir del momento en que pasaban a integrar el cuerpo de Jesús.

 

¡Y pensar que este grandioso misterio no se habría realizado sin el consentimiento de la Virgen!

 

“Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Así, a medida que se iba formando el cuerpo del Niño en su seno virginal, María lo guardaba todo en su corazón y explicitaba poco a poco, maravillada, la fisonomía física y moral de su Hijo. Éste, por su parte, asumía cada vez más el ser de la Madre y la iba divinizando. De hecho, por la maternidad divina, “la bienaventurada Virgen María llegó a los confines de la divinidad ”.6 Concebida en gracia, ella era verdaderamente “el Paraíso terrestre del nuevo Adán”.7

 

El ansia de María por revivir esos momentos

 

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Después de la Anunciación, María vivió durante

nueve meses en el más íntimo contacto con

Jesús, sirviendo de altar para Su ofrecimiento 

perfecto al Padre.

“Anunciación” – Basílica de Notre-Dame de 

L’Épine (Francia)

Completados los días y habiendo nacido Jesús, qué alegría no habrá sentido la Virgen Santa al sostener en sus brazos ese Niño gestado en su seno, constatando cuánto correspondía a lo que Ella, en su inocencia, había imaginado.

 

Es imposible hacerse una idea de la sublimidad del primer intercambio de miradas entre Madre e Hijo. ¡Cuánto se dijo sin articular palabra! Mirada que tal vez sólo pudo ser superada por la que Jesús le dio a su Madre en lo alto de la Cruz. Por otro lado, ¡cuánto debió Ella añorar esa relación, a su vez inefable y misteriosa, que existió durante el tiempo en que iba formándose en su claustro el cuerpo de Cristo!

 

Con seguridad fue creciendo en Ella el deseo santo y equilibrado de recibir otra vez a Jesús en su interior8, al punto de, movida por este anhelo, comulgar espiritualmente a cada momento.

 

Por tanto, sería arquitectónico que en determinado momento su Hijo le hubiera revelado la institución de la Eucaristía9 a la que es modelo perfecto de los adoradores de Jesús-Hostia.

 

Pues no cabe duda que los actos de amor eucarístico de la Virgen María dieron más gloria a Dios que todas las honras tributadas al Santísimo Sacramento por los ángeles y los hombres a lo largo de la Historia, una vez que solamente Ella lo comprendió, amó y adoró debidamente.

 

III – Grandeza del misterio de la Eucaristía

 

En efecto, la Eucaristía es uno de los más profundos misterios de nuestra fe: las apariencias, los sabores y los aromas son de pan y vino; pero tanto en una como en la otra especie sólo existe la sustancia del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo. Los sentidos nos presentan una realidad, pero nuestra fe nos propone otra, en la cual creemos.

 

Si, según Santo Tomás, “el bien de la gracia de un solo individuo es superior al bien natural de todo el universo”10, ¿qué decir de la menor fracción visible de una hostia consagrada?

 

El mismo Cristo está en ella. No se trata de una gota de gracia, sino del Autor de la gracia.

 

Por tanto, es algo cuyo valor sobrepasa a la creación entera, incluyendo el orden de la gracia. Reunamos las gracias que los ángeles y los hombres han recibido y han de recibir, más las que existen en el más alto grado en María Santísima, y todas ellas sumadas no pueden ser comparadas a lo que hay en una sola partícula consagrada: ¡la recapitulación del Universo (cf. Ef 1,10) bajo el aspecto de pan!

 

La grandeza contenida en este sacramento es indescriptible para el lenguaje humano. Todo cuanto existe en la creación fue promovido por Dios en orden a Jesucristo, cuyo supremo acto de amor hacia los hombres consistió en instituir la Eucaristía y así proporcionarnos una extraordinaria forma de unión personal con el Verbo Encarnado. El propio Dios obedece al sacerdote cuando éste pronuncia las palabras de la Consagración, y entonces se obra el mayor milagro sobre la Tierra. Por tal maravilla podemos medir el inconmensurable amor que Él nos tiene.

 

El Santísimo Sacramento embellece el alma

 

Cualquiera puede comprobar que las plantas expuestas a los rayos solares gozan de una exuberancia, belleza y vitalidad que no poseerían si estuviesen a la sombra. Una gran diferencia que se debe únicamente al esplendor del Sol.

 

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Es imposible hacerse una idea de la

sublimidad del primer intercambio

de miradas entre Madre e Hijo.

“La Virgen con el Niño” – Iglesia

de Notre-Dame de Auteil (Francia)

Ahora bien, si la naturaleza así se embellece con la luz solar, ¿qué admirables beneficios no proporcionará al alma el rayo espiritual emanado directamente del Dios Escondido? La Eucaristía es mucho más benéfica para nuestra alma que el Sol para nuestro organismo corporal.

 

Si la persona tiene faltas o miserias —veniales evidentemente, porque en pecado mortal no se puede comulgar— ¿está obligada a apartarse de Jesús Ecuarístico? No. Al contrario, debe acercarse a Él lo máximo posible; no huir de Jesús sino buscar amparo en Él, porque así quedará purificada de sus miserias y el alma saldrá perfeccionada.11 Nuestros ojos corpóreos, infelizmente, no logran vislumbrar tales cambios. Santa Catalina de Siena, que quería conocer el esplendor de un alma habitada por la gracia divina, oyó de los labios del propio Jesús esta declaración: “Hija mía, si te mostrara la belleza de un alma en gracia, sería la última cosa que verías en el mundo, porque el resplandor de su hermosura te haría morir”.12

 

De hecho, la gracia, al divinizar el alma, la torna tan bella y atractiva que si pudiéramos verla nos sentiríamos movidos a adorarla, confundiéndola con Dios. Jesús-Hostia hace que el alma impregnada de la gracia se le parezca cada vez más, fortaleciendo todas sus potencias, nutriéndola con santas inspiraciones y con impulsos de amor.13 Por eso, cuando vemos las maravillas realizadas por los hombres de Dios, podemos estar convencidos de que éstas proceden mucho más de la Eucaristía, de la cual son devotos, que de eventuales cualidades personales.

 

Aparte de estos sublimes beneficios concedidos al alma por la Eucaristía, debemos considerar que, a pesar de nuestras limitaciones o imperfecciones, Cristo siente nostalgia de nosotros y quiere acercarnos a Él, ya que encuentra sus “delicias en estar con los hijos de los hombres” (Pr 8, 31). Algunas capillas del Santísimo Sacramento exhiben muy apropiadamente la frase elocuente de Santa Marta a su hermana: Magister adest et vocat te — “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11, 28). Cuando entramos al recinto sagrado para hacerle una visita, Jesús-Hostia nos recibe con alegría, como si dijera: “¡Aquí está mi hijo! ¡Cuánto tiempo que no te veía! ¡Ven!”. Nuestro Redentor nos ama tanto que, por muy grandes que sean nuestras miserias, se alegra al vernos.

 

Energía para enfrentar las dificultades

 

Hay muchas coyunturas en las cuales la persona se siente espiritualmente anémica: ocasiones próximas de pecado que aparecen, circunstancias favorables al empobrecimiento espiritual, en fin, innumerables situaciones que pueden minar la fortaleza del alma. ¿Dónde recuperar energías? En la Eucaristía. De esto da ejemplo, entre innumerables santos, Santo Tomás de Aquino. Celebraba Misa en las primeras horas de la mañana y en seguida asistía a la de otro fraile.14 Según consta, incluso le gustaba acolitar las Misas de sus hermanos de hábito. “Hablando de los Sacramentos —dijo recientemente el Papa Benedicto XVI—, Santo Tomás se detiene de modo particular en el misterio de la Eucaristía, por el cual tuvo una grandísima devoción, hasta tal punto que, según los antiguos biógrafos, solía acercar su cabeza al sagrario, como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús”.15

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En la Conmunión es Cristo “quien nos diviniza y transforma

en sí mismo. En la Eucaristía alcanza el cristiano

su máxima ‘cristificación’”

Duración de los efectos de la Eucaristía

 

A veces cometemos el error de creer que cuando comulgamos Cristo se queda en nosotros tan sólo esos cinco o diez minutos que duran las especies eucarísticas. Pero esta realidad espiritual es mucho más profunda. De hecho, incluso al cesar la presencia real de Nuestro Señor, “permanece la gracia, porque, habiendo recibido este Pan de vida en gracia, ésta permanece en el alma”, afirma Santa Catalina de Siena.16

 

Jesucristo en una revelación así le explicaba: “Consumidos los accidentes del pan, dejo en vosotros la huella de mi gracia como el sello que se pone sobre la cera caliente. Separando y quitando el sello, queda en ella la huella de aquél. De este modo, resta en el alma la virtud de este sacramento, es decir, os queda el calor de la divina caridad, clemencia del Espíritu Santo. Queda en vosotros la luz de la sabiduría de mi Hijo unigénito, que ilumina los ojos de vuestra inteligencia para que conozcáis y veáis la doctrina de mi Verdad y de esta misma sabiduría”.17

 

Un alimento que asume a quien lo toma

 

Cuando comemos, nuestro organismo asimila los alimentos ingeridos, retirando de ellos las substancias útiles para la vida. Pero la teología enseña que en la comunión ocurre lo opuesto: es Cristo “quien nos diviniza y transforma en sí mismo. En la Eucaristía alcanza el cristiano su máxima cristificación , en la que consiste la santidad”. 18 No lo consumimos nosotros, dado que

 

Él cesa su presencia sacramental a partir del momento en que desaparecen las sagradas especies; estando en nosotros, Él nos llena de vida sobrenatural, santifica nuestra alma y beneficia en consecuencia a nuestro cuerpo.

 

Por esta razón, el propio Jesús, como relata el Evangelio de esta Solemnidad, destaca la diferencia sustancial entre el maná recibido por los judíos en el desierto y el alimento traído por Él en la Eucaristía: “Este es el pan bajado del Cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; quien come de este pan, vivirá eternamente” (Jn 6, 58).

 

Prenda de resurrección para la vida eterna

 

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Cuando lleguemos al Cielo, si Dios nos concede

esta suprema gracia, comprenderemos que un

instante de adoración eucarística compensa mil

años de sacrificios en la Tierra.

Capilla de la Adoración Perpetua al Santísimo

Sacramento – Iglesia de Nuestra Señora del

Rosario, Caieiras (Brasil)

“Por la Santa Comunión se renueva en cierto modo el augusto misterio de la Encarnación” 19, afirma con autoridad San Pedro Julián Eymard. Fray Antonio Royo Marín es más taxativo: en el alma de quien acaba de comulgar “el Padre engendra a su Hijo unigénito, y de ambos procede esa corriente de amor, verdadero torrente de llamas, que es el Espíritu Santo”.20 En virtud de la unión eucarística, el alma del fiel "se hace más sagrada que la custodia y el copón y aún más que las mismas especies sacramentales , que contienen a Cristo —ciertamente—, pero sin tocarle siquiera ni recibir de Él influencia santificadora”.21 Y por eso, quien comulga recibe gracias para vivir bien de acuerdo a los Mandamientos y después obtener el premio de la resurrección con el cuerpo glorioso: “Quien coma de este pan, vivirá eternamente” (Jn 6, 58).

 

IV – Sepamos retribuir sin medida

 

Lamentablemente, muchas veces no medimos con profundidad todos los beneficios recibidos por esta sacra convivencia con la Eucaristía, en la cual nuestro divino Redentor se halla realmente presente como cuando obró en Caná la transformación del agua en vino, o cuando resucitó a Lázaro, o cuando expulsó a los vendedores del templo. ¿Qué no daríamos por presenciar un único milagro de Jesús o escuchar alguno de sus sermones? ¿O recibir una mirada suya? Cuando lleguemos al Cielo, si Dios nos concede esta suprema gracia, comprenderemos que un instante de adoración eucarística compensa mil años de sacrificios en la Tierra.

 

Y sin embargo, hoy tenemos a Jesús-Hostia en los tabernáculos siempre a nuestra disposición; en todo momento está esperándonos con gracias insignes, deseoso de recibir nuestra pobre visita. Si en la Encarnación Dios quiso unirse a la más pura de las criaturas, en la Santa Comunión celebra sus bodas con cada persona en particular, en una unión sin paralelo.

 

“El alma se une de tal manera a Cristo que, por así decir, pierde su propio ser y deja vivir en ella tan sólo a Jesús”.22

 

Perderse en Nuestro Señor como una gota de agua en el océano. Y la correspondencia de nuestro amor hará más profunda y perfecta tal unión. Pidamos a Jesús Sacramentado, en esta fiesta de la Eucaristía, un amor íntegro y una entrega total a Él, única restitución digna por todo lo que recibimos de Él. Y rebosemos de alegría y entusiasmo al ser tan amados individualmente por un Dios que ya en esta vida es nuestra “recompensa demasiadamente grande” (Gn 15, 1).

 


 

1 “Este [el mundo] no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad” (CIC 295).

2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio – “A presença de Cristo entre os homens”. In: Dr. Plinio. São Paulo, año VI, nº 63 (Junio 2003), p. 23.

3 Ídem, ibídem.

4 “Hablando en absoluto, la Eucaristía es el más importante de todos los sacramentos. Y esto resulta de tres consideraciones. Primera, porque contiene realmente a Cristo en persona, mientras que los otros contienen una virtud instrumental participada de Cristo. Y ya se sabe que ser una cosa por esencia es más importante que serlo por participación. Segunda, por la relación de los sacramentos entre sí. Todos los demás sacramentos están ordenados a la Eucaristía como a su fin. […] Tercera, por el mismo ritual de los sacramentos, porque la recepción de casi todos ellos se completa recibiendo también la Eucaristía” (SANTO TOMÁS DE AQUINO – Suma Teológica III, q. 65, a. 3, resp.).

5 “Según prescripción rabínica, durante la cena pascual debían rezarse o cantarse los Salmos 112-117, llamados ‘Hallel', o alabanza: de ellos los 112 y 113, antes de acomodarse en la mesa; los otros, al terminar la comida, cuando bebían la cuarta y última copa, con la bendición correspondiente, que por ello se llamaba ‘la bendición del cántico'” (GOMÁ Y TOMÁS, Isidro – El Evangelio explicado. Barcelona: Casulleras, 1930, vol. 4, p. 274).

6 ROYO MARÍN, OP, Antonio – La Virgen María . 2ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 102.

7 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT – Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, nº 6.

8 ALASTRUEY, Gregorio – Tratado de la Virgen Santísima . Madrid: BAC, 1945, p. 682.

9 ALASTRUEY, op. cit., pp. 676-677.

10 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II q. 113, a. 9, ad 2.

11 ALASTRUEY, Gregorio – Tratado de la Santísima Eucaristía . 2ª ed. Madrid: BAC, 1952, pp. 237-238.

12 SANTA CATALINA DE SIENA, apud ROYO MARÍN, OP, Antonio: Somos hijos de Dios. Madrid: BAC, 1977, p. 26.

13 SAN PEDRO JULIÁN EYMARD – A divina Eucaristia. São Paulo: Loyola, 2002, Vol. 2, p. 30.

14 GRABMANN, Martín – Santo Tomás de Aquino. 2ª ed. Barcelona: Labor, 1945, p. 29.

15 BENEDICTO XVI – Audiencia General, 23/6/2010.

16 SANTA CATALINA DE SIENA – El Diálogo. Madrid: BAC, 1955, p. 398.

17 ídem, ibídem.

18 ROYO MARÍN, OP, Antonio – Teología de la Perfección Cristiana . 5ª ed. Madrid: BAC, 1968, p. 453.

19 SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, op. cit., p. 26.

20 ROYO MARÍN – Teología de la Perfección Cristiana, op. cit., p. 454.

21 ídem, ibídem.

22 SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, op. cit., p. 126.

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