COMENTARIO AL EVANGELIO – XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – ¡Crecer en medio de la cizaña!

Publicado el 07/22/2017

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 24 Jesús les propuso otra parábola: “El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; 25 pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. 26 Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. 27 Entonces fueron los criados a decirle al amo: ‘Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? ’. 28 Él les dijo: ‘Un enemigo lo ha hecho’. Los criados le preguntan: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla? ’. 29 Pero él les respondió: ‘No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. 30 Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero’ ”.

 

31 Les propuso otra parábola: “El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; 32 aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas”.

 

33 Les dijo otra parábola: “El Reino de los Cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta”.

 

34 Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, 35 para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: “Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo”. 36 Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: “Explícanos la parábola de la cizaña en el campo”.

 

37 Él les contestó: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; 38 el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; 39 el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el final de los tiempos y los segadores los ángeles. 40 Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: 41 el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, 42 y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. 43 Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga”. (Mt 13, 24-43).

 


 

Comentario al Evangelio –XVI Domingo del Tiempo Ordinario – Injertados en Cristo

 

Ante la incontestable realidad del mal, ¿es posible la dilatación del Reino de Dios en el mundo y en las almas?

 


 

I – LOS MISTERIOS DEL REINO DE DIOS ESCONDIDOS EN LA OBRA DE LA CREACIÓN

 

“Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado los secretos del Reino a la gente sencilla” (cf. Mt 11, 25). Con estas palabras del divino Redentor, la Aclamación antes del Evangelio nos desvela los horizontes de la liturgia del decimosexto domingo del Tiempo Ordinario. La “gente sencilla”, en este contexto, no son las personas sin importancia o de inteligencia infantil, sino aquellos que saben reconocer la infinita distancia que separa la criatura del Creador; por lo tanto, aquellos que, además del conocimiento racional, poseen una conciencia viva de esa desproporción y se alegran de depender enteramente de las manos de Dios. Si la revelación es hecha sólo a los que tienen una actitud de alma similar, adoptémosla para adentrarnos con fruto en las reflexiones acerca de este Evangelio, que contiene tres parábolas de la secuencia de enseñanzas de Jesús sobre el Reino.

 

Esas imágenes estaban especialmente relacionadas con la vida cotidiana de aquellos tiempos en las regiones recorridas por el Señor, en donde, junto con la pesca, la ganadería y, algo menos, la caza, el principal medio de subsistencia era la agricultura. Al ser muy común el cultivo de los campos de trigo, todos entendían las referencias al respecto, como las que Jesús hacía en ese momento.

 

La prudencia de un agricultor experimentado

 

En aquel tiempo, 24 Jesús les propuso otra parábola: “El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; 25 pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. 26 Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. 27 Entonces fueron los criados a decirle al amo: ‘Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? ’. 28 Él les dijo: ‘Un enemigo lo ha hecho’. Los criados le preguntan: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla? ’. 29 Pero él les respondió: ‘No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. 30 Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero’ ”.

 

Al comenzar la narración diciendo “otra parábola”, el evangelista está indicándonos que la imagen que el divino Maestro va a usar en esta ocasión era una continuación de la precedente, es decir, la del sembrador (cf. Mt 13, 4-23), contemplada en el domingo anterior.

 

Parecía que las semillas de trigo lanzadas por los criados en el campo habían sido bien sembradas. Sin embargo, cuando surgieron las primeras hojas se dieron cuenta de la existencia de gran cantidad de cizaña. Cuando esto sucedía, no era raro sospechar de la maldad de alguna persona.

 

La cizaña es muy semejante al trigo durante su germinación, hasta el punto de que sólo un experto consigue distinguir las dos plantas. Lo peor es que las raíces de ambas se entrelazan, de manera que al arrancar la mala hierba fácilmente sale perjudicada la buena… Si, por el contrario, no se saca la cizaña, ésta puede dañar en algo al cultivo, aunque no le impide al trigo, en lugar de perderse, que se desarrolle con cierta normalidad. Luego es necesario esperar a que las espigas crezcan y separarlas en la cosecha.

 

En este caso, el procedimiento habitual era amarrar en gavillas la cizaña y echarlas al fuego, pues no tenían ninguna utilidad, aparte de que suele ser tóxica para el consumo humano.

 

Por consiguiente, al valerse de esta parábola el Señor no revela nada nuevo a sus oyentes, pero los dejaba intrigados. Percibían que esa realidad tan corriente, puesta en los labios del divino Instructor, encerraba una profunda enseñanza. Ese modo de proceder los estimulaba a reflexionar sobre las realidades de lo alto y aumentaba su encanto por la Persona de Jesús.

 

Sin detenerse en explicaciones, prosiguió con las otras dos imágenes bastante análogas entre sí y, aparentemente, poco relacionadas con la primera. No quiere decir esto que el Señor se repitió. En realidad, habiendo creado al hombre y a la mujer, estaba hablando para sendas psicologías, dando una metáfora más comprensible para cada género. El hombre, acostumbrado a trabajar en el campo, entendería mejor el ejemplo del grano de mostaza; mientras que la mujer, más habituada a las tareas domésticas, la de la levadura.

 

La fuerza de la más pequeña de las semillas

 

31 Les propuso otra parábola: “El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; 32 aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas”.

 

El grano de mostaza es diminuto, pero, a pesar de ser una simple planta, llega a convertirse en un árbol frondoso donde las aves pueden hacer sus nidos. La elocuencia de esta figura creada por el Señor es tal que el autor de estas líneas tuvo la oportunidad, en congresos y simposios juveniles, de ver la pintoresca reacción de los chicos y las chicas cuando se les entregaba una granito de mostaza. Miraban esa minúscula semilla y se impresionaban al saber que en uno o dos años llegaría a ser un árbol de tres o cuatro metros de altura.

 

Al usar una alegoría tan expresiva, Jesús quiso representar la fuerza de la Santa Iglesia, que se extenderá hasta el fin del mundo como crece la pequeña mostaza. Cuando hay un designio divino, de nada sirve que el hombre ponga obstáculos: si la obra es de Dios, se quiera o no, ¡los superará!

 

Haciendo una aplicación espiritual, esa semillita bien simboliza la fuerza del Espíritu Santo, que entra en el alma con todos sus dones a través del Bautismo y de la Confirmación. En efecto, cuando cultivamos la gracia puesta en nosotros por estos sacramentos, hasta los actos más pequeños alcanzan un valor enorme en la eternidad, pues adquieren una vitalidad distinta y muy superior a la meramente humana: el vigor de la vida divina. En la semilla insignificante que somos nosotros penetra una savia llamada gracia y, vencidos los delirios de la naturaleza caída, Dios muestra su omnipotencia.

 

Es oportuno recordar todavía que el grano de mostaza germina con fuerza porque está en la tierra. Si, cuando está floreciendo, lo desenterráramos y dejáramos sobre una mesa para analizar de cerca su desarrollo… en poco tiempo su lozanía desaparecería. Lo mismo ocurre con nosotros: si nos desvinculamos del ambiente propio al incremento de la vida divina, instalándonos en las tierras sucias del pecado o simplemente apartándonos del suelo fértil de la oración y de los sacramentos, la gracia mustia y termina muriendo en nuestra alma.

 

La levadura

 

33 Les dijo otra parábola: “El Reino de los Cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta”.

 

Con sorprendente pujanza, basta una pequeña porción de levadura colocada en una buena cantidad de harina para que, convenientemente mezcladas y pasado cierto tiempo, la masa crezca. También los hijos de la luz actúan como levadura puesta en la masa del mundo, porque la hacen crecer a los ojos de Dios, al multiplicar en su interior las buenas obras.

 

Algo equivalente se verifica en cada alma. A veces los dones naturales de una persona son ínfimos como un granito de mostaza o una modesta medida de levadura. No obstante, si es fiel a la voz de lo alto, por la acción divina será capaz de dar mucho fruto. Cuando dirigimos nuestros corazones hacia las cosas elevadas, incluso las acciones en apariencia insignificantes se vuelven grandiosas.

 

Ahora bien, al igual que la semilla fuera de la tierra, la levadura no puede desempeñar su papel si no estuviera debidamente mezclada con la harina. Si a ésta no se le añade la levadura, ¡la masa no crecerá! Por lo tanto, otra apropiada simbología de dicha imagen sería la Sagrada Comunión. Si nos alimentamos de ella, en poco tiempo la gracia se expandirá en nuestra alma con la incomparable y discreta capacidad de difusión de las realidades sobrenaturales.

 

Primogénito de toda criatura y Maestro insuperable

 

34 Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, 35 para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: “Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo”.

 

Antes de relatar la explicación sobre la cizaña y el trigo, el evangelista se detiene en una reflexión acerca del valor de las parábolas ideadas en tanta abundancia por el Señor, y con las cuales Él revela el tesoro de sabiduría divina oculto en la Creación. La obra de Dios es perfecta y tiene como objetivo su propia gloria. No podría ser de otra forma, pues todos los seres existen para su Creador.

 

Por eso San Mateo refiere una profecía del salmista que se realizaba plenamente en Jesucristo: “voy a abrir mi boca a las sentencias, para que broten los enigmas del pasado” (Sal 77, 2). De hecho, ¿quién iba a poder desvelar tales lecciones como nadie antes lo había hecho? ¿Quién, a no ser Él, que conocía aquellas maravillas en cuanto Dios, desde toda la eternidad, y que había sido el padrón supremo de esa grandiosa obra en cuanto “primogénito de toda criatura” (Col 1, 15)? El Señor abría así la interminable serie de explicaciones sobre “los enigmas” en el orden del universo, que vienen siendo profundizados a lo largo de los siglos y lo serán hasta el último día de la Historia. Lo mismo ocurrirá en la bienaventuranza eterna, donde veremos a Dios —en palabras del Doctor Angélico1— totus sed non totaliter, es decir, “todo, pero no totalmente”. Siempre tendremos novedades con respecto a Él, como en un divino caleidoscopio cuyas flores y figuras nunca se repetirán.

 

II – UNA PARÁBOLA SOBRE LA VIDA DE LA IGLESIA EN ESTA TIERRA

 

36 Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: “Explícanos la parábola de la cizaña en el campo”.

 

37 Él les contestó: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; 38 el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; 39a el enemigo que la siembra es el diablo;…”

 

Los discípulos no habían comprendido el sentido más recóndito de la parábola de la cizaña y el trigo y, ya en la intimidad, interrogan al Señor. La explicación que da el divino Maestro habla por sí, aunque permite un sinfín de útiles aplicaciones tanto para la vida social como para la espiritualidad de cada fiel.

 

El comportamiento del dueño del campo representa la actitud de Dios ante el mal en este mundo. La cizaña, afirma Jesús, está constituida por todos los que pertenecen al Maligno, o sea, a los que abrazan el pecado y, por tanto, están contra Dios y sus leyes, como los demonios, que tratan de llevar a los demás a seguir su mismo camino.

 

El mal ya existía en el paraíso terrenal, donde la serpiente tentó a nuestros primeros padres, y se encuentra incluso en el seno de la Iglesia o en el interior de las obras más santas. Sin embargo, el Señor no extirpa inmediatamente la cizaña, pues las relaciones humanas deben estar constituidas por buenos y malos. Éstos no pueden ser eliminados antes de tiempo, como los siervos fieles desearían, por riesgo a amputar la planta buena al cortar la dañina.

 

Así es la realidad en este valle de lágrimas, en que el mal se presenta, en casi todas las circunstancias, mezclado con el bien. Pero como nosotros los católicos estamos en el mundo, debemos influir en él. Es menester no dejarnos corromper; actuar en el mundo, sin hacernos suyo. La cizaña se nos muestra en vanidades, gozos terrenos, inmoralidades y tantos otros delirios… Tenemos que saber controlarla, para que no asfixie nuestras buenas raíces, y resistir a esas atracciones tóxicas, permaneciendo siempre como el trigo sano. Aquí abajo, pues, el Reino no es de dulzura y delicia, sino de lucha: “Militia est vita hominis super terram — ¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Job 7, 1).

 

Ante las dificultades, sin embargo, no hay porqué perturbarnos. El Señor transmitió esa parábola junto con la del grano de mostaza y la de la levadura para enseñarnos que, aunque el Reino de Dios camine en medio de la maldad humana y de las insidias del demonio, es como una semilla que, cuidada de forma adecuada, se convierte en un árbol frondoso por su propia vitalidad. La cizaña hace incluso un trabajo muy útil a la sociedad, atrayendo hacia sí, hasta el momento de la siega, a los que no son verdadero trigo.

 

La llegada de la cosecha…

 

39b “…la cosecha es el final de los tiempos y los segadores los ángeles. 40 Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: 41 el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, 42 y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. 43 Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga”.

 

La separación completa entre los hijos de Satanás y los de Nuestro Señor Jesucristo se dará solamente en el fin del mundo, cuando, con los cuerpos resucitados, nos reuniremos en el valle de Josafat. El Dios indulgente considerado en la primera lectura (cf. Sab 12, 13.16-19) y en el salmo de esta liturgia (cf. Sal 85), que gime por nosotros y espera nuestra conversión para salvarnos, es quien vendrá a hacer esa radical división.

 

Sólo entonces “todos los que obran iniquidad” serán condenados por toda la eternidad, sin más tiempo para la paciencia divina. Con sus cuerpos cenicientos, sucios y malolientes, aunque ya indestructibles, irán al “horno de fuego”. Esta expresión puede parecer una redundancia, pero al usarla, el Señor expresa un incendio que no se extingue, porque está alimentado por la cólera del mismo Dios. He aquí el infeliz destino de los que, en esta vida, representan la cizaña para los demás. A fin de evitar que lleguemos hasta ahí, Jesús hace referencia al infierno en el Evangelio quince veces, y numerosos santos aseguran que la predicación sobre las penas eternas produce más conversiones y beneficios para las almas que los sermones acerca del Cielo.

 

Tras esa derrota del mal, los justos subirán al Reino del Padre, es decir, el Cielo, donde brillarán como el sol en una felicidad perfecta y sin fin.

 

III – ¿CÓMO COMBATIR LA CIZAÑA EN NUESTRO INTERIOR?

 

Además de la enseñanza escatológica contenida en esas parábolas, el Evangelio de este domingo nos da una lección de paciencia y de prudencia para nuestra vida espiritual. No sólo en la sociedad, sino también dentro de cada uno existe una terrible mezcla entre trigo y cizaña. Por más que no queramos, junto a las cualidades que se desarrollan, también descubrimos en nosotros defectos que se manifiestan como malas inclinaciones, pasiones desordenadas o instintos inferiores.

 

Ahora bien, sabemos que lo que hay de bueno en nosotros viene de Dios, pero la podredumbre, como explica Jesús (cf. Mc 7, 18-20), nace de nuestro interior. A menudo esta cizaña no puede ser arrancada tan pronto como es percibida. Tampoco se trata, como piensan algunos, de cruzarse de brazos con relación al mal, con la ilusión de que al final todo se arreglará. Esta actitud sería similar a la de alguien que, con una herida gangrenada en el dedo, prefiriera esperar a que el proceso de corrupción llegara a su término. Perdería no sólo el dedo, sino la mano, el brazo y, probablemente, su propia vida.

 

¿Dónde, pues, encontraremos fuerzas para que, en este mundo, nunca cometamos faltas y practiquemos la perfección, si tenemos en cuenta que el justo “cae siete veces” (Prov 24, 16) al día? ¿Por qué permite Dios la existencia del mal en nuestras vidas? Al rezar el Padrenuestro pedimos: “No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal”. Nuestro Señor Jesucristo fue tentado y, según ciertas revelaciones particulares, la Santísima Virgen pasó por la misma situación. Las tentaciones son normales y constituyen una condición indispensable de la criatura en estado de prueba; primero, para demostrar nuestra fidelidad y, luego, como medio de adquirir méritos con vista a la vida eterna.

 

La necesidad de la paciencia para crecer con la cizaña

 

Más importante que arrancar la cizaña es conocer el momento de hacerlo. Ante nuestras propias miserias no debemos desesperar, porque hay ocasiones en las que no podemos extirparlas de un solo golpe. Hemos de tener la paciencia del señor de la parábola y aceptar el consejo que le dio a sus criados: “Dejadlos crecer juntos hasta la siega”. En ese ínterin, eso sí, prestemos atención para que la cizaña no perjudique nuestro trigo, y progresemos en la vida espiritual sabiendo circunscribir el mal, aunque en la hora de nuestra muerte exclamemos como San Luis María Grignion de Montfort: “He llegado al final de mi carrera. Se acabó. No pecaré más”.2

 

Es imposible que el justo no cometa esta o aquella imperfección, pero su conducta debe consistir en mantener el trigo y la cizaña suficientemente discriminados, de manera que, cuando se desarrollen, sepa distinguirlos con facilidad a fin de quemar uno y aprovechar el otro. Al grano bueno le cabe únicamente ser él mismo, es decir, crecer en el interior de las espigas de la santidad y de la virtud. Tomada tal decisión, por más que la cizaña germine junta, no conseguirá asfixiar a la planta sana.

 

¿Cuándo extirpar el mal?

 

Sin embargo, en determinado momento es necesario actuar contra el mal. Y la circunstancia oportuna nos es indicada por la prudencia, virtud toda hecha de sabiduría, que no significa estar en connivencia con el pecado, sino la elección del camino más corto entre dos puntos, o sea, el medio más adecuado para la obtención de la meta. Esta enseñanza se aplica a nuestra vida cotidiana, sea en la familia, en la sociedad o incluso en el ámbito de una congregación religiosa.

 

En las relaciones familiares, por ejemplo, ¿cuál es el momento de corregir a un hijo? A veces no conviene hacerlo inmediatamente después de la infracción, porque el temperamento puede traicionarnos, causando mayor perjuicio a su alma. Pasado un tiempo será más fácil censurar su comportamiento con firmeza, pero sin carga emocional, incentivándolo a la confianza.

 

El autor de estas líneas recuerda un relato que hizo una persona a quien el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira afablemente le había indicado cierto defecto de alma. Después de agradecérselo, el interlocutor le preguntó que cuándo había percibido esa falta. El Dr. Plinio le respondió: “La he visto desde que le conocí”, es decir, hacía quince años. Y no podía ser diferente, debido al agudo carisma de discernimiento de los espíritus que adornaba a este varón desde su más tierna infancia. Sorprendido, aquel seguidor suyo deseó averiguar por qué había tardado tanto en amonestarlo y el Dr. Plinio le contestó: “Porque estaba esperando el momento en que usted tuviera fuerza para ‘meter la mano en su alma’ y arrancara eso”. ¡Fue preciso aguardar todo ese tiempo para evitar que la cizaña llevara consigo el trigo!

 

Hechos como este nos auxilian a considerar nuestra vida espiritual con resignación, calma y, sobre todo, mucha confianza en la Providencia, pues ella es la dueña de la gran propiedad llamada mundo y de estas parcelas que son nuestras almas. ¡Y cómo sabe esperar por cada uno! Imaginamos que con un esfuerzo enorme nos santificaremos. ¡Qué ilusión! Todo depende de una gracia. Por lo tanto, sin desanimar jamás, debemos comprender que, mientras Dios no ponga su mano para arrancar la cizaña en el momento adecuado, no tendremos fuerzas suficientes ni pericia para hacerlo.

 

En la parábola, el dueño del campo trató la cuestión con toda serenidad, incluso siendo aparentemente humillado por el enemigo. En realidad, aceptar la presencia de la cizaña era mucho más astuto que arrancarla. De la misma forma, tener paciencia y resignación con nuestros defectos a menudo acaba siendo más virtuoso que querer alcanzar una perfección repentina, que nos llevaría a una peligrosísima presunción. Sepamos, pues, soportar nuestras miserias con paz de espíritu, no permitiendo que prevalezcan en el campo de nuestra alma, sino esperando la ocasión en que el divino Amo las arranque con su gracia.

 

Dios tendrá paciencia con los que reconocen su nada

 

La primera lectura nos ayuda a tener esa confianza en la acción de Dios, cuando afirma con respecto a Él: “Tú, dueño del poder, juzgas con moderación y nos gobiernas con mucha indulgencia, porque haces uso de tu poder cuando quieres. Actuando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos una buena esperanza, pues concedes el arrepentimiento a los pecadores” (Sab 12, 18-19). Es como si Dios, consciente de nuestras flaquezas, suspendiera la justicia y juzga con misericordia a quien cree en su poder y, reconociendo su insuficiencia, suplica el perdón. Cuando San Pablo le pidió tres veces al Señor que retirara de él el aguijón de la concupiscencia, que mucho le hacía sufrir (cf. 2 Cor 12, 7-8), Jesús le dijo: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Cor 12, 9). En la contingencia de convivir con la cizaña en nuestro interior es donde Dios hace patente su divino poder. Crezcamos en esa certeza, sabiendo que, como lo atestigua la segunda lectura de este domingo “el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8, 26). El Paráclito nunca dejará de sustentarnos y fortalecernos en las vías de la santidad en medio de la resistencia contra la cizaña. 

 

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 12, a. 7; De veritate, q. 8, a. 2, ad 6; De potentia, q. 7, a. 1, ad 2; Super Sententiis. L. IV, d. 49, q. 2, a. 3, ad 3. 2 LAURENTIN, René. Luís Maria Grignion de Montfort. São Paulo: Paulinas, 2002, p. 115.

 

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