Comentario al Evangelio – XVII Domingo del Tiempo Ordinario – ¿Cómo enfrentar las desilusiones?

Publicado el 09/30/2016

 

– EVANGELIO –

 

5 En aquel tiempo, los Apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. 6 El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería. 7 Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: ‘En seguida, ven y ponte a la mesa?’ 8 ¿No le diréis: ‘Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú?’. 9 ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? 10 Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: ‘Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’” (Lc 17, 5-10).


 

Comentario al Evangelio – XVII Domingo del Tiempo Ordinario – ¿Cómo enfrentar las desilusiones?

 

A lo largo de nuestra existencia nos encontramos con situaciones imprevistas que pueden desanimarnos. Sólo con una fe robusta tendremos las fuerzas para enfrentarlas.

 


 

I — El ser humano quiere relacionarse con los demás

 

Imaginemos a un hombre, prisionero en la mazmorra de una torre lejana, apartado de todo y de todos, sufriendo un completo aislamiento. En esa triste situación, sin la más mínima posibilidad de comunicación con nadie, ve pasar los días… En una tarde de calor se tiende en el suelo y oye, de repente, el ruido de una escoba en plena actividad. Sorprendido, se aproxima de la pared, aguza el oído y percibiendo la presencia de alguien del otro lado, da unos golpes en el muro. La respuesta llega de inmediato. Es otro pobre prisionero que padece del mismo mal: no tiene contacto con nadie que lo comprenda en esa infeliz situación y a quien pueda transmitir sus aflicciones. Después de muchos golpes, descubren que, hablando junto al desagüe de la celda, pueden escucharse mutuamente; a partir de ese momento comienza una relación entre ambos cautivos que les proporciona gran consuelo. Por este rudimentario medio de comunicación, logran romper el aislamiento absoluto en el cual se encontraban y que constituía el peor tormento del cautiverio al herirles el instinto de sociabilidad.

 

Esta sencilla historia nos muestra la intrínseca necesidad del hombre de relacionarse con sus semejantes.

 

Un fenómeno común al género humano: la “fimbria de inseguridad”

 

Ese deseo natural, consecuencia del instinto de sociabilidad infundido por Dios en nosotros, es inherente a todos los hombres. En el interior del ser humano existe un arraigado deseo de ser protegido, de poder apoyarse en alguien y de sentirse seguro, pues Dios no hizo al hombre autosuficiente. Los numerosos defectos y debilidades que tiene sólo se sobrellevan viviendo en sociedad y contando con la ayuda del prójimo. Por eso, debe tener una fe humana en los demás. Es comprensible, pues “sin la fe humana, en efecto, la vida social sería del todo imposible y gran parte de nuestros conocimientos, que creemos del todo ciertos y seguros, se vendrían estrepitosamente abajo”.

 

Sin embargo, en nadie sobre la faz de la Tierra es posible aplicar con toda seguridad esta fe, pues “por naturaleza, ninguna persona adulta está a tal punto por encima o por debajo de otra persona, que pueda alzarse una frente a otra como autoridad de valor absoluto”. Todos sabemos como la naturaleza humana es falible como consecuencia del pecado original y, por este motivo, procuramos comparar nuestros criterios con la opinión de los demás para disminuir la posibilidad de equivocarnos, sobre todo, en lo concerniente a la búsqueda de la verdad. Por ello, San Agustín aconseja: “Que ninguno de vosotros pretenda colocar su esperanza en el hombre. En tanto es algo el hombre en cuanto que se une a Aquel por quien fue hecho. Porque, si se aparta de Él, nada es el hombre aun cuando se una a los montes”.

 

Así, como el género humano está sujeto a errar moral e intelectualmente, con frecuencia el hombre traiciona la confianza de los demás al apoyarse tan sólo en su propia naturaleza pues, cuando falta la gracia, el egoísmo prevalece sobre el amor al prójimo. Se produjo en la humanidad una inestabilidad fundamental, denominada por el profesor Plinio Corrêa de Oliveira como “fimbria de inseguridad”, es decir, “una especie de fimbria del espíritu humano que no elimina la posibilidad de conocer algunas verdades y tener cierta seguridad, sino que es apenas una ‘seguridad crepuscular’, mezclada con inseguridad”. De esta manera, llevamos en nuestro interior miles de indecisiones que nos impiden tener la plena garantía de actuar de forma acertada. A medida que pasan los años y las décadas ese fenómeno se agrava. La experiencia va acumulando las desilusiones y decepciones de la vida. Comprobamos que existen fallos, errores y equivocaciones por doquier y concluimos que no es posible depositar la confianza en el hombre. Entonces, ¿cómo resolver el problema de la “fimbria de inseguridad” y adquirir convicciones firmes?

 

Ahora bien, si la naturaleza falible del hombre torna frágil la confianza en su semejante, esto no sucederá, si existe con relación a Dios la acción de esa virtud sobrenatural, cuya práctica es posible mediante la gracia divina y cuyo operar es idéntico al de la virtud teologal de la esperanza fortalecida por una firme convicción, como dice Santo Tomás, y como lo sintetiza el gran tomista Padre Santiago Ramírez, siguiendo las huellas de su maestro: “Esperanza perfecta y robusta en su género, que se llama propiamente confianza […]. No es una esperanza cualquiera y vacilante, sino una esperanza firme, decidida, cierta, segura, sin titubeos de ninguna clase. Una esperanza que no falla ni defrauda”. La confianza nos da la certeza de que existe alguien con quien podemos relacionarnos, seguros de que jamás fallará ni defraudará nuestras legítimas esperanzas. ¡Este alguien es Dios!

 

Sin duda, esta confianza resolverá la cuestión de la “fimbria de inseguridad” oculta en el interior de todos los hombres, librándonos de la incertidumbre que hiere a quienes se aferran al mundo material, según nos enseña el Obispo de Hipona: “Arrímate, pues, a Dios; ese sí que no desmerece, porque no hay nada más hermoso. Si las cosas de acá nos aburren, es debido a su inestabilidad, pues no son ellas Dios. ¡Oh alma! Ninguna cosa puede bastarte si no es quien te ha creado. Dondequiera pongas la mano, hallarás miseria; sólo puede bastarte quien te hizo a su imagen. […] Sólo allí, en Dios, puede haber seguridad”.

 

La fe viva en los Evangelios

 

Sin embargo, esta fe no puede reducirse a un mero principio teórico y doctrinal. Para ser íntegra, sobre todo en este mundo tan conturbado, es necesario aplicarla, como afirmamos arriba, a alguien: ¡a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada, Nuestro Señor Jesucristo! Los hechos narrados en los Evangelios confirman que esta fe viva era un don comunicado a los que se aproximaban a Él con plena confianza, como por ejemplo, el centurión romano. Tenía fe en el poder del Redentor de curar a uno de sus siervos, incluso a distancia, y de él afirmaría el Divino Maestro no haber encontrado fe semejante en Israel (cf. Lc 7, 2-10). La fe de aquel comandante, que causó admiración al propio Cristo en cuanto hombre, le había sido infundida por Él mismo, en cuanto Dios. También la persistente cananea dio pruebas de una gran fe al pedir con tanta insistencia la cura de su hija (cf. Mt 15, 22-28). Una vez más, un don de Dios era concedido a una extranjera en un grado que ni siquiera los judíos habían alcanzado, tal vez por no haber querido aceptarlo… El pobre leproso que al arrodillarse y suplicar: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Lc 5, 12), manifestaba una fe profunda, siendo por eso inmediatamente atendido. La doliente hemorroísa que padecía hacía muchos años reveló una fe similar. Con humildad, ella procuraba un momento oportuno para aproximarse al Mesías, creyendo que sanaría si pudiese tocar al menos el borde de su manto sagrado (cf. Lc 8, 43-48).

 

Esta era la fe que Cristo deseaba infundir en sus Apóstoles en este episodio del Evangelio del 27º Domingo del Tiempo Ordinario.

 

II — La virtud fundamental de la fe

 

En ocasiones anteriores, Nuestro Señor ya había advertido a sus discípulos sobre el riesgo de amar desordenadamente las riquezas como consecuencia de una fe debilitada —como lo consideramos al comentar las parábolas del administrador astuto (cf. Lc 16, 1-13) y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), en el Evangelio del 25º y 26º Domingos del Tiempo Ordinario. Así, los discípulos fueron comprendiendo la necesidad de esta virtud fundamental, sin la cual sería imposible perseverar hasta el fin de su misión. Santo Tomás enseña que ésta es la principal virtud para desprenderse de los bienes materiales y practicar las demás, las cuales, según el P. Antonio Royo Marín, “en ella estriban como el edificio sobre sus cimientos […]. De ella, informada por la caridad, arrancan y viven todas las demás [virtudes]”. Por lo tanto, es indispensable pedirla a Dios, conforme lo demuestra el Evangelio de esta Liturgia.

 

¿La fe es susceptible de crecimiento?

 

5 En aquel tiempo, los Apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”.

 

¿Era necesario pedir este aumento de fe si ya la poseían en su interior? Sin embargo, el pedido de los Apóstoles tenía fundamento. La virtud infusa de la fe es susceptible de crecimiento o de disminución y puede tanto fortalecerse como debilitarse. Según explica Santo Tomás, la fe crece o disminuye de forma proporcional al número de verdades conocidas. Por este motivo, además de la práctica de actos de piedad y devoción — que también la robustecen más— quien estudie la Doctrina Católica ampliando el cuadro de verdades conocidas por la propia inteligencia, fortalecerá en sí esta virtud.

 

Aumentaremos la fe si adaptamos nuestra vida diaria —trabajos, obligaciones y responsabilidades— a la fe que profesamos, pues si existe una dicotomía entre esta virtud y la vida práctica, entre lo que creemos y lo que hacemos, la fe terminará por evaporarse. Por ello, es necesario que la fe corone todas nuestras actividades, como destaca el P. Royo Marín: “Las almas que hayan progresado en la vida cristiana se preocuparán del incremento de esta virtud fundamental hasta conseguir que toda su vida esté informada por un auténtico espíritu de fe, que las coloque en un plano estrictamente sobrenatural desde el que vean y juzguen todas las cosas”. Entretanto, tal conducta no es muy fácil de mantener. Las dificultades del día a día nos llevan a concluir que es indispensable suplicar con fervor el auxilio divino. Los Apóstoles actuaron muy bien al pedir el aumento de la fe, porque a juzgar por la respuesta de Nuestro Señor, la tenían muy débil…

 

Era menester tener fe antes de pedir su aumento

 

6 El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”.

 

Su respuesta se reviste de cierta dureza. De hecho, la fe de sus escogidos era aún más pequeña que un minúsculo grano de mostaza que es casi del tamaño de una partícula de azúcar. Ahora bien, bastaba una fe de dimensiones diminutas para mandar a un árbol frondoso —como el sicómoro— lanzarse al mar. ¡Qué sorprendente afirmación! El sicómoro de este pasaje de San Lucas probablemente corresponda al Shiquemah, árbol cuyas vigorosas raíces se adhieren al suelo con toda fuerza. ¿Sería posible que alguien realizase proeza tan grande? Sin embargo, el Maestro no hizo esta declaración sólo de forma metafórica. De hecho, la fe es capaz de mover montañas, pues detrás de ella está el poder de Dios y, cuando alguien se une a la fuerza divina por la robustez de tan valiosa virtud, se hace tan fuerte como el propio Dios.

 

Ante esta concepción verdadera de la fe, Nuestro Señor contrapone el concepto erróneo del mundo sobre la relación del hombre con Dios.

 

Una situación humana, imagen del relacionamiento sobrenatural

 

7 “Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: ‘En seguida, ven y ponte a la mesa?’ 8 ¿No le diréis: ‘Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú?’ 9¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? 10Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: ‘Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’”.

 

El Divino Maestro tiene delante de sí oyentes con un pronunciado sentido jerárquico, sin los modernos igualitarismos y, por consiguiente, para quienes todas las funciones sociales estaban bien definidas. Por esta razón, Jesús usa en esta parábola la figura del siervo,hombre sin derechos cuyo trabajo consistía en cuidar de los animales y del campo de su señor, sobre el cual a nadie se le había ocurrido tejer la hipótesis que Nuestro Señor levanta. Aunque en el pueblo elegido el trato dado a los esclavos fuese incomparablemente más compasivo que el de los paganos, era inconcebible imaginar al propio siervo sentado a la mesa del amo. Al regresar del trabajo del campo, el criado se lavaba y ceñía la cintura para servir al patrón. Sólo después tomaba su alimento.

 

Esta escena, narrada por Cristo con sabiduría infinita, ilustra cómo debe ser nuestra relación con Dios. Cuando logramos cumplir totalmente los Mandamientos o las obligaciones que nos caben, debemos reconocer que no ha sido fruto del esfuerzo propio ni de las cualidades o capacidades personales, sino de la gracia. Incluso antes de haber realizado algún acto bueno, Nuestro Señor ya nos pagó anticipadamente al concedernos su ayuda. Por eso, aunque hayamos hecho el bien, no tenemos derecho a ningún mérito, por nosotros mismos. De hecho, así lo declara San Ambrosio, Padre y Doctor de la Iglesia: “Nadie se gloríe de su buen actuar, ya que, por una justa dependencia, debemos nuestro servicio al Señor. […] El Señor no puede admitir que te adueñes del mérito de una acción o trabajo, ya que, mientras vivimos, es nuestro deber trabajar siempre. Por tanto, vive en consecuencia con la convicción de que eres un siervo al que se han encomendado muchos trabajos. […] No te creas más de lo que eres, porque eres llamado hijo de Dios —debes reconocer, sí, la gracia, pero no puedes echar en olvido tu naturaleza— ni te envanezcas de haber servido con fidelidad, ya que ese era tu deber”. Jesús nos enseña hoy que aunque hayamos cumplido nuestras obligaciones, continuamos siendo siervos inútiles.

 

Concepción comercial de la religión

 

Dada la naturaleza caída por causa del pecado, la tendencia general del hombre es no reconocer que todo le viene de lo Alto, forjando para sí una religión impregnada de una mentalidad comercial. Muchas veces comparamos el intercambio mercantilista de intereses —tan profundamente arraigado en las relaciones humanas de todos los tiempos— con el trato con Dios, y queremos presentarnos ante Él cobrando lo que juzgamos que nos pertenece por haber practicado algún bien. En realidad, nadie sería capaz de pronunciar ni siquiera una jaculatoria o hacer la señal de la cruz con mérito sobrenatural si no estuviese unido, o “injertado”, a Nuestro Señor Jesucristo que afirmó: “separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). En el ámbito sobrenatural, todos nuestros méritos están unidos a Él y nos son transferidos por Él. ¡Somos simples siervos! De Él recibimos el ser, la redención y el sustento de la gracia por medio de su acción

 

De este modo, la imagen de esta parábola se encuentra aún distante de la realidad, pues el siervo allí descrito conserva algo de libertad, mientras que nosotros estamos dentro de una esclavitud inevitable —nuestro origen está en la esclavitud— la cual se intensificó más después de la Redención.

 

Dios nos premia por aquello que Él mismo nos concedió

 

El hombre debe considerarse un ser contingente, dependiente de los demás y consciente de que con relación a Dios esta dependencia deberá ser absoluta. Si existimos es porque —en primer lugar— Él existe y por su infinita bondad nos sacó de la nada sin nuestro consentimiento, para darnos un alma en la cual pudiese ser introducida la vida de la gracia. Él nos redimió y sustenta nuestro ser a cada instante. Por lo tanto, todo es gratuito y cuando actuamos con perfección, tan sólo estamos restituyendo lo que de Él mismo recibimos. Con cuánta propiedad afirma la Sagrada Liturgia: “¡En la asamblea de los Santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra!”. Realmente, cuando las obras humanas merecen algún premio de parte de Dios es debido a los dones o gracias dadas anticipadamente por Él mismo. Él siendo la Humildad y la Generosidad, nos hace trabajar para su gloria, nos ayuda a practicar actos de virtud e incluso nos hace merecedores de su recompensa, escondiéndose como si los merecedores fuésemos nosotros.

 

Entretanto, tal prodigalidad divina exige reciprocidad de nuestra parte: nunca nos apropiemos de aquello que pertenece sólo a Dios. Somos “siervos inútiles” que debemos pedir mucho la virtud de la fe a fin de comprender que Él es el único que lleva todo adelante y a nosotros compete apenas el cumplimiento de un mandato o designio suyo. De esta forma, no podemos querer exigir de Él la gloria de nuestros supuestos méritos como si fuese nuestra. Únicamente con estas disposiciones de ánimo estaremos tomando una actitud perfecta en las relaciones con el Creador.

 

La perfecta sumisión con relación a Dios

 

Sólo una criatura de fe ardiente comprendió la sumisión de modo perfecto y en su plenitud, habiendo sido objeto de un don insuperable de parte de Dios, “porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava” (Lc 1, 48). Solamente Ella tuvo una noción clara y sublime de su nada y de su dependencia completa del Altísimo. A partir del reconocimiento de su propia nada, Dios se embriagó de amor por Ella escogiéndola y constituyéndola un paraíso para sí, superior al de los Ángeles. A ellos les fue dado el Cielo Empíreo, a nosotros el Paraíso Terrenal, y para la Santísima Trinidad fue escogida, sin embargo, Aquélla que dijo: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38): ¡María Santísima! Un bellísimo comentario a este respecto nos dejó San Luís María Grignion de Montfort: “Diré con los santos que la divina María es el paraíso terrenal del nuevo Adán, donde se encarnó por obra del Espíritu Santo, para operar maravillas incomprensibles; es el excelso y divino mundo de Dios, donde hay bellezas y tesoros inefables; es la magnificencia del Altísimo, donde escondió, como en su seno, a su Hijo único y, en Él, todo cuanto hay de más excelente y precioso”.

 

III — Nunca perder la fe ante las dificultades

 

El Evangelio de este domingo nos enseña el papel fundamental de la fe en la gozosa dependencia de Dios. Las desilusiones y dificultades humanas, imprevistas a lo largo de la vida, son permitidas por la Providencia Divina para plasmar en cada uno de nosotros el momento culminante en el cual vence Dios o el demonio en el campo de batalla interior del alma.

 

Al presenciar el derrumbamiento de los sueños construidos sobre los frágiles fundamentos de nuestro instinto de sociabilidad desordenado, nuestra fe puede disminuir y podemos tornarnos egoístas, buscando seguridad en los bienes materiales. No obstante, si mantenemos la confianza —esperanza fortalecida por la fe— recomendada por Nuestro Señor en este trecho del Evangelio, podremos tener una vida feliz en esta tierra aunque siempre estemos acompañados de la cruz, debido a nuestro estado de prueba. De hecho, esta fe firme y sin mancha es la única que nos hace vivir totalmente sumisos a Dios capacitándonos para enfrentar con ánimo los sufrimientos.

 

Crecer en la fe muchas veces significa sufrir o presenciar un revés y mantener, en el fondo del alma, una confianza inquebrantable. Quien llegase al Calvario y encontrase a Jesús crucificado entre dos ladrones no podría imaginar una escena más lancinante. Sin embargo, aunque con el alma partida frente a ese drama, se consolaría si pensase en las maravillas que de aquella cruz surgirían, a semejanza de Nuestra Señora que estaba ahí, de pie, sin desfallecer.

 

Tengamos confianza, pues las desgracias son permitidas por Dios para redundar en un bien mayor. La fe es el ungüento para todos nuestros dolores, es el ánimo y la alegría en medio de los sufrimientos de este gran desierto —nuestro exilio terreno— hasta alcanzar un día la felicidad eterna en la gloria celestial.

 

¡La fe conquistará el mundo!

 

Vivimos en una época de ateísmo en la que la fe se desvanece cada vez más en el corazón de las personas. El terrible orgullo predomina en relación con Dios y el mundo no acepta ni adhiere a sus verdades. Frente a la humanidad apartada de su fin último, nuestro deseo como católicos es ver la Buena Nueva del Evangelio conquistando toda la redondez de la Tierra para producir los más preciosos frutos de santidad. Mas sabemos bien cuánto las condiciones actuales distan de esa posibilidad. Por ello, se nos pide uno de los mayores actos de fe jamás vistos y exigidos hasta el día de hoy.

 

Si los Apóstoles —directamente escogidos por Nuestro Señor— pidieron un aumento de su fe, ¿cómo no lo vamos a pedir nosotros? Pidámosle, pues, una fe robustísima, suplicándole: Señor, Vos sois Todopoderoso y creasteis el don de la fe para infundirlo en las almas; Vos tenéis la posibilidad de crear esta virtud en grado infinito. Entonces, ¡dadnos la fe que tanto necesitamos! ¡Venid y concedednos un fulgor de fe como nunca existió en la Historia! 

 


 

1) Cf. TAPARELLI, SJ, Luís. Ensayo teórico de Derecho Natural. 2.ed. Madrid: San José, 1884, v.I, p.154-155.

2) ROYO MARÍN, OP, Antonio. La fe de la Iglesia. 4.ed. Madrid: BAC, 1979, p.17.

3) Idem, p.16.

4) SAN AGUSTÍN. Enarratio in psalmum LXXV, n.8. In: Obras. Madrid: BAC, 1965, v.XX, p.992-993.

5) CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Palestra. São Paulo, 29 maio 1965.

6) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.129, a.6, ad 3.

7) RAMÍREZ, OP, Santiago. La esencia de la esperanza cristiana. Madrid: Punta Europa, 1960, p.120-121.

8) SAN AGUSTÍN. Sermo CXXV, n.11. In: Obras. 2.ed. Madrid: BAC, 1965, v.X, p.531-532.

9) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. op. cit., q.4, a.7.

10) ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 5.ed. Madrid: BAC, 1968, p.476.

11) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. op. cit., q.5, a.4.

12) Cf. ROYO MARÍN, La fe de la Iglesia, op. cit., p.79.

13) Cf. LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Luc. 4.ed. Paris: J. Gabalda, 1927, p.454.

14) Aunque la traducción litúrgica utilice en este versículo la palabra criado —más adelante encontraremos el término siervo— en el original griego consta douloj, que significa esclavo o siervo.

15) Cf. TUYA, OP, Manuel de; SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v.II, p.347-354.

16) SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L.VIII, n.31-32. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, t.I, p.492.

17) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. op. cit., I-II, q.114, a.1.

18) RITO DE LA MISA. Plegaria Eucarística: Prefacio de los Santos, I. In: MISAL ROMANO. Trad. Española de la segunda edición típica realizada y publicada por la CEE. 17.ed. Barcelona: Coeditores Litúrgicos, 2001, p.488.

19) SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.6. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p.490.

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