Comentario al Evangelio – XXI DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – La puerta del Cielo

Publicado el 08/19/2016

 

– EVANGELIO –

 

22Mientras iba camino de Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. 23Y uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: 24«Esfuércense en entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán. 25Una vez que el padre de familia se levante y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y comenzarán a golpear la puerta diciendo: “¡Señor, ábrenos!”. Y les responderá: “No sé de dónde son ustedes”. 26Entonces comenzarán ustedes a decir: “Comimos y bebimos contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas”. 27Pero él les dirá: “No sé de dónde son ustedes; apártense de mí todos los que obran la iniquidad”. 28Allí habrá llanto y rechinar de dientes, al ver a Abraham, Isaac, Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras ustedes son echados fuera. 29Vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios. 30Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». (Lc 13,22-30)

 


 

Comentario al Evangelio –XXI DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – La puerta del Cielo

 

“Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Pregunta hecha a Jesús con escaso interés de perfección. Sin embargo, pocos serán los desinteresados en oir la respuesta del Divino Maestro. Escuchémosla con claridad y profundidad.

 


 

I – EL VIAJE DEFINITIVO

 

Cuando se nos presenta la posibilidad de un viaje, nuestra atención comienza a dividirse entre el presente y el futuro, entre el ambiente actual con sus ocupaciones y el lugar adonde nos encaminaremos. Si nuestra ausencia será de larga duración, y aún más si nuestro destino se localiza en un país muy distante, entraremos en un estado de cierta tensión, que podrá ser mayor o menor de acuerdo al temperamento y la mentalidad de cada uno, pero la indiferencia total raramente se producirá.

 

En todas las dificultades invoquemos

a María, Puerta del Cielo

Pasaporte, ropas, objetos, remedios, etc., constituirán un pensamiento más o menos constante en medio de las actividades de nuestra vida diaria, antes de partir.

 

El idioma, las costumbres, el clima, la comida, etc., estimularán nuestra curiosidad, alimentando el sueño de una nueva experiencia, algo mitificada en cuanto a las posibles felicidades. Desde que amanece hasta que se apagan las luces, nuestra imaginación recorrerá las calles, plazas y monumentos de esa ciudad donde viviremos por cierto tiempo. Por menos metódicos que seamos, las medidas concretas tendrán prioridad sobre nuestras responsabilidades y quehaceres, a tal punto que probablemente nuestro viaje habrá comenzado mucho antes de subir al avión.

 

Al atardecer de esta vida, emprenderemos la más importante y definitiva mudanza de nuestra existencia rumbo… a la eternidad. Pero será diferente a todas las demás, porque no podremos llevar absolutamente ninguna de nuestras pertenencias y ni siquiera será preciso el pasaporte; no tendrá vuelta atrás y deberá realizarse a solas, sin acompañantes. La partida es impostergable, fue fijada por Dios desde siempre, y no sufrirá atrasos. La llegada tanto podrá ser al Infierno como al Cielo, y para este último lugar aun es posible que haya una escala en el Purgatorio.

 

No obstante, este es el viaje relegado por casi todos al olvido. Carrera, dinero, placeres, salud –en síntesis, el mundanismo– es la obsesión que trastorna las mentes desde la salida de Adán del Paraíso, prolongando por los siglos y milenios los ecos del episodio ocurrido entre Marta y María: “Marta andaba afanada con los muchos cuidados del servicio, y acercándose, dijo: «Señor, ¿no te preocupa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile, pues, que me ayude». Respondió el Señor y le dijo: «Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» ”. (Lc 10, 40-42) De hecho una sola cosa es necesaria: la salvación eterna. “Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16,26).

 

El Evangelio de hoy nos invitará a considerar de cerca este paso hacia la eternidad.

 

II – EL EVANGELIO

 

22Mientras iba camino de Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.

 

Jesús quiere salvar a todos. Y estando en camino a su última visita a Jerusalén, no dejaba de entrar a las ciudades y aldeas a fin de enseñar a cada una. Ejemplo para nosotros: en nuestro apostolado, jamás deberemos hacer distintición de personas o de lugares, la buena noticia está destinada a un ámbito universal.

 

23Y uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan?

 

Era evidente que se trataba de una pregunta hecha por un judío, pese a que en esos tiempos se había generalizado entre el pueblo la idea que todos los hijos de Abraham, por el simple hecho de serlo, se salvaban sin excepción. Para que se entienda mejor el por qué de la curiosidad en esa materia, debe tenerse en cuenta que, de vez en cuando, aparecían afirmaciones en escritos apócrifos, inflando el número de los que se pierden en relación a los pocos que se salvan. Por eso el deseo de aquel hebreo que acompañaba al Maestro por el camino, en obtener una respuesta exacta, tal como comenta un conceptuado exégeta: “Es frecuente esta preocupación en los rabinos. Se pensaba en la salvación eterna, sobre todo en la de los israelitas, porque los demás habían merecido su perdición y casi se alegraban de ella” (1).

 

Dicho sea de paso, esta cuestión fue muy discutida en la propia era cristiana, bajo los más variados prismas. Por ejemplo, a comienzos del siglo VI se esparció en ciertos ambientes de Europa una herejía sobre la salvación final de ángeles y hombres en su totalidad, dando así por terminadas las penas eternas del infierno. Esa doctrina fue condenada por el Papa Vigilio el año 543: “Si alguien dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres, sea anatema” (2).

 

Tal vez uno de los estudios más delicados sea el teológico, si las hipótesis que se levantan no logran una clarísima formulación en la doctrina revelada. Eso sucede, justamente, con el caso en cuestión, y bien lo define el famoso y lúcido P. Antonio Royo Marín, O.P.:

 

“He aquí uno de los problemas más angustiosos y difíciles que pueden ofrecerse al teólogo. La pregunta es una de las que, con mayor frecuencia y apasionado interés, formula la mayoría de las personas. Y sin embargo, no hay otra en toda la Teología católica que pueda responderse con menos seguridad y certidumbre. La divina Revelación está muy oscura; la Tradición cristiana está muy dividida, y la Iglesia nada definió a este propósito. Por consiguiente, no podemos movernos sino en el terreno de las meras conjeturas y probabilidades.

 

“De ahí la gran diversidad de opiniones, sobre todo entre los predicadores y teólogos. Desde el extremo rigorismo de un Massillon – cuyo terrible sermón sobre ‘el pequeño número de los que se salvan’ atormentó a tantos espíritus– hasta el optimismo exagerado e imprudente de tantos otros que salvan a casi todo el mundo, hay una gran variedad de opiniones intermediarias” (3).

 

Y con su concisión siempre clara y reluciente, Santo Tomás se expresa del siguiente modo sobre la materia:

 

“Al respecto de cuál será el número de los hombres predestinados, dicen unos que se salvarán tantos como fueron los ángeles que cayeron; otros, que tantos como ángeles perseveraron; otros, en fin, que se salvarán tantos hombres como ángeles cayeron, y además, tantos como sean los ángeles creados. Pero mejor es decir que solamente Dios conoce el número de los elegidos que han de ser puestos en la felicidad suprema” (4).

 

Él les dijo: 24Esfuércense en entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán.

 

El consejo de Jesús es imperativo: “esfuércense”, indicándonos hasta dónde no es cosa de “tratar de entrar” a última hora. Pero infelizmente, asusta el número de personas que a lo largo de la vida se despreocupan de saber lo que les pasará después de la muerte. Muchos están dispuestos a cambiar el Cielo por el fugaz placer de un momento, y actúan tal como Judas Iscariote frente a las engañosas delicias de este mundo: “¿Cuánto me quieren dar y yo les entrego a Jesús?” (Mt 26,15). No son pocos los que prefieren a Barrabás antes que a Jesús, entregándose a las pasiones y pecados en detrimento de la convivencia sin fin con Dios. San Basilio describe el modo como toman esa opción insensata:

 

“En efecto, el alma vacila siempre: cuando reflexiona sobre la eternidad se decide por la virtud. Pero cuando mira el presente, prefiere los placeres de la vida. Aquí se ve la languidez y los deleites de la carne; allá, la dependencia, la servidumbre y el cautiverio de la misma. Aquí la embriaguez, allá la sobriedad. Aquí los riesgos disolutos, allá la abundancia de lágrimas. Aquí las danzas, allá la oración. Aquí el canto, allá el llanto. Aquí la lujuria, allá la castidad” (5).

 

El demonio lleva los condenados al Infierno

(Catedral de Estrasburgo, Francia)

Pero, ¿cuál es esa puerta estrecha? Jesús nos la indica: “No todos los que dicen: «Señor, Señor», entrarán en el reino de los cielos, sino solamente los que hacen la voluntad de mi Padre celestial.” (Mt 7,21)

 

Por lo tanto, consiste en nuestra obligación de abatir el orgullo, controlar nuestra mirada, pensamientos y deseos, guardar nuestro corazón de los afectos desordenados, vivir de la fe y de la esperanza en la práctica de la verdadera caridad, etc.

 

25Una vez que el padre de familia se levante y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y comenzarán a golpear la puerta diciendo: ¡Señor, ábrenos! Y les responderá: No sé de dónde son ustedes.

 

Los Evangelistas suelen relatar las aproximaciones que el Divino Maestro hacía entre el Reino de los Cielos y un banquete. Según las costumbres de la época, por medidas de seguridad, además de otras razones, al llegar el último invitado el anfitrión atrancaba las puertas. Y así, para hacer aún más clara la alegoría de la puerta estrecha para entrar al Cielo, Jesús presenta la parábola del padre de familia que se reúne con sus hijos y amigos en su casa, a puertas cerradas. Los que se quedaron afuera pedirán que se los deje entrar, y recibirán la respuesta: “No sé de dónde son ustedes”. La razón de tal respuesta no es que no hubiera más lugar, sino por no haber querido entrar por la puerta estrecha.

 

Qué sorpresa para los que creían ser salvos gracias a la práctica de unas tantas y pocas obligaciones religiosas…

 

La escena descrita en este pasaje traduce en términos domésticos una profunda realidad eterna. La familia representada aquí es la divina, a la que pertenecen todos los bautizados que viven en la gracia de Dios y, muriendo en ella, gozarán de la felicidad perpetua participativa en la convivencia de la Santísima Trinidad. Fuera de esa intimidad se quedarán todos los que murieran impenitentes de sus pecados. El Padre los tratará como a extraños desconocidos.

 

26Entonces comenzarán ustedes a decir: Comimos y bebimos contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas.

 

Es muy cierto. Cuántas veces nos acercamos a la mesa de la Comunión y nos beneficiamos con los demás Sacramentos, escuchamos buenas predicaciones sobre el Evangelio, además de los consejos en particular, en el seno de la Iglesia fundada por el Redentor. No obstante, ¿qué provecho sacamos de todos esos privilegios? Se nos dan para cumplir mejor los Mandamientos. Insensatos son los que se entregan a una vida de pecado hasta la hora de la muerte, arriesgándose a oír de los labios de Jesús la sentencia irrevocable de eterna reprobación. Solamente entonces entenderán las palabras del Divino Maestro: “Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16,26).

 

27Pero él les dirá: No sé de dónde son ustedes; apártense de mí todos los que obran la iniquidad.

 

Esta respuesta contiene dos afirmaciones:

 

1. “No sé de dónde son ustedes…”. No debemos pensar que solamente los no-bautizados serán objeto del rechazo de Jesús. También se nos podrá aplicar a nosotros, bautizados, si no cumplimos con nuestros deberes. En este caso, Jesús se dirigirá a nosotros de manera aún más explícita: “A ustedes Yo los arranqué de las tinieblas del pecado y los redimí a costa de mi propia sangre, elevándolos a la dignidad de hijos de la Iglesia. Pero ustedes quisieron las sendas del orgullo y, siguiendo el consejo de Satanás, obedecer a la ley del mundo y entregarse a las pasiones. No escucharon la voz de la gracia ni la de mis Ministros…”

 

2. “… apártense de mí todos los que obran la iniquidad”.

 

Ser repelido por Dios es el más terrible de los tormentos eternos, según nos enseña la Teología. Hemos sido creados en vista de la felicidad eterna, o sea, para conocer a Dios cara a cara y amarlo como Él mismo se ama, guardando siempre las debidas proporciones. Nuestra alma tiene sed de esa convivencia con Dios y solamente reposaremos en Él. Ahora bien, vernos expulsados por Quien es la única Causa de nuestra alegría, significaría para nosotros un tormento sin comparación. Qué terrible palabra: “Apártense de mí…”

 

28Allí habrá llanto y rechinar de dientes, al ver a Abraham, Isaac, Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras ustedes son echados fuera.

 

Debido a nuestra sensibilidad física reforzada por el instinto de conservación, tendemos a creer que el fuego del Infierno es el peor de los tormentos. En verdad posee una intensidad fortísima, al punto de hacer despreciable cualquier horno de alta combustión sobre la faz de la tierra, y por lo tanto, su capacidad de inflingir sufrimientos es incalculable. Sin embargo, el mayor dolor se encuentra apuntado en las últimas palabras del versículo 28: “…son echados fuera”. Que el Infierno existe, las Escrituras y el Infalible Magisterio de la Iglesia lo proclaman como verdad revelada (6).

 

La Teología busca razones claras para ayudarnos en la aceptación fácil de este indispensable dogma de Fe, como explica Pablo Buyse en su obra Dios, el alma y la religión: “Focalicemos por ejemplo el siguiente caso, por desgracia muy frecuente en la vida pasional. Un hombre pretende seducir a una joven angelical. Cuando ésta se resiste, profiere una amenaza. En vano. La lámina de un puñal amenaza el pecho de la joven. No cede a pesar de todo. El grito de rabia del malévolo se confunde con el grito de dolor de la víctima, que cae agonizante. El seductor, desesperado, clava en su propio pecho el puñal bañado todavía con la sangre de su víctima. Miren ahí dos cadáveres lado a lado: el del verdugo y el de una mártir. ¿Puede Dios confundirlos en un mismo destino? No, mil veces no. Es preciso que ese criminal sea castigado en la otra vida, y se premie para siempre esa virtud.” (7)

 

La pena de los sentidos

 

Al cometer un pecado grave, el alma manifiesta una aversión a Dios y un apego a la criatura. A lo primero cabe la pena de daño, y a lo segundo, la de los sentidos.

 

Para empezar, consideremos el menor de los sufrimientos: la pena de los sentidos.

 

Resulta difícil comprender la naturaleza de un fuego que no necesita combustible. Fuego “inteligente”, que no tan sólo afecta a la materia –sin consumirla– sino también a los mismos espíritus, ángeles y almas. Además, se trata de un fuego cuya acción aprisiona, coarta y mantiene a las almas, a contragusto, en un lugar específico. Según nos comenta el P. Antonio Royo Marín (8), los horrores que alguien podría enfrentar en un calabozo oscuro, sin poder moverse, nada serían en comparación a encontrarse prisionero perpetuo de una criatura inferior, el fuego, que lo tiraniza en una asfixiante e interminable inmovilidad.

 

¿Será físico el llanto de los condenados? Santo Tomás comenta que la afirmación contenida en este versículo, al respecto del “llanto”, es analógica. Enseña el santo doctor que luego de la resurrección de los cuerpos, los condenados no podrán exteriorizar sus dolores a través de las lágrimas, pues los resucitados no producirán ningún tipo de humor. (9)

 

Pena de daño

 

El hecho que al hombre le falte la agilidad del gato o la fuerza del león no representa una privación sino una simple carencia, porque no es propio de nuestra naturaleza el poseer dichas cualidades. Con todo, el ser paraplégico o ciego nos hace sufrir una verdadera privación. Ahora bien, fuimos creados para Dios, por eso tenemos sed de la felicidad infinita de verlo y amarlo tal como Él es. Y la privación eterna de ese gozo, en la condición de “echados afuera”, constituye el más grande de todos los tormentos.

 

A ello se agrega la exclusión de la presencia de todos los Ángeles y Santos, en especial de Jesús y de María, además de la pérdida de los bienes sobrenaturales (gracias, virtudes y dones) y de la glorificación del propio cuerpo. Ver a nuestros conocidos de antaño en la plenitud de la felicidad mientras nosotros ardemos de indignación en el “llanto y rechinar de dientes”, aumentará todavía más un castigo ya de por sí inimaginable.

 

Además, si todas esas angustias fueran pasajeras… ¡No! Serán eternas; o sea, no tendrán final.

 

29Vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios.

 

Será terrible también para un precito ver a los que vivieron en sucesivas y posteriores épocas históricas ingresando al Reino de los Cielos, mientras él es expulsado de Dios para vivir, eternamente inmóvil, en las llamas del infierno.

 

III – MARÍA, PUERTA DEL CIELO

 

30Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.

 

Sorprendente será esa inversión de valores, por eso jamás debemos sentirnos seguros debido a nuestras cualidades, ni por las gracias recibidas, ni menos aún por la riqueza que pueda estar en nuestras manos. Es necesario servir a Dios con ardor y entusiasmo, entrando “por la puerta estrecha” que bien podrá ser María Santísima. No sin razón se le dio el título de Puerta del Cielo. Estrecha, porque nos exige una confianza robusta en su protección maternal. Invoquémosla en todas las tentaciones y dificultades, a fin de comprobar la irrefutable realidad de que “jamás se oyó decir que alguno de los que han recurrido a su protección maternal, implorado su asistencia o reclamado su socorro, fuera por Ella desamparado”. Y cuando lleguemos al Cielo, rindamos eternas gracias a los méritos infinitos de Jesús y a las poderosas súplicas de María.

 


 

1) P. J.M. Lagrange, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona, 1933, p.289.

2) Denzinger, 211

3) P. Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, BAC, 1997, p.117

4) Sto.Tomás, Summa Teologica, I, q 23, a.7

5) S. Basilio: in Psalm. 1.

6) Ver: Jdt 16, 17; Is 33, 14; Dan 12, 2; Mt 13, 49-50; Mt 25, 41-46; etc. Ver tb. CIC n° 1035.

7) P. Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, BAC, 1997, p.304

8) Op. Cit

9) Sto.Tomás, Summa Teologica, Suppl., 97,3

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