Comentario al Evangelio – XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Publicado el 09/01/2015

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 31 dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. 32 Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. 33 Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. 34 Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”). 35 Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente. 36 Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. 37 Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37).

 


 

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario – Los sordos oyen, los mudos hablan

 

 

Un hecho al parecer frecuente entre los numerosos milagros operados por el Señor en Israel nos enseña, sin embargo, con sustanciosa didáctica, la necesidad y los medios para curar nuestra sordera y mudez espirituales.

 


 

I – Consideraciones para una mejor comprensión del texto

 

Los textos sagrados, y en especial los Evangelios, son riquísimos en contenido y se prestan mucho más a la meditación y al estudio que a una lectura apresurada. Los versículos de San Marcos escogidos para este vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario parecen ser la simple narración de uno más de los innumerables milagros de Jesús. Sin embargo, las lecciones contenidas en ellos sirven para conducir a la santidad a cualquiera que se aplique a entenderlas, amarlas y vivirlas con perfección.

 

La narración de San Marcos

 

El episodio narrado en el Evangelio tiene lugar en tierras paganas, pues la saña de los fariseos, además de la maldad persecutoria de Herodes, asesino de Juan Bautista, había llevado a Jesús a ponerse fuera de la jurisdicción de éste y lejos del alcance de aquellos. El Señor, abandonando los confines de Tiro, se dirigía al mar de Galilea a través de Sidón. Así, evitaba tener un lugar fijo para sus predicaciones e incluso llegó a espaciarlas. Pero la fama de sus milagros hacía imposible que pasara desapercibido, pues su Corazón, hecho todo de misericordia, no resistía el impulso de atender a cualquier enfermo que se le presentase, y atraía a cada paso a una muchedumbre que se empujaba para presenciar las curaciones obradas por Él y oír sus palabras de vida eterna.

 

El hecho referido es relatado exclusivamente por San Marcos y se armoniza de manera sapiencial con todo el resto de la Liturgia comentada en este domingo.

 

Las lecturas propias para este día

 

En el universo, encontramos reflejos de Dios esparcidos incluso en las criaturas más insignificantes, pero en Jesús hallamos la divinidad en su sustancia. Todo en Él tiene una multiplicidad de significados llevada al infinito, que siempre nos invita a subir para analizar sus palabras, sus actitudes y hasta los gestos, a través de los prismas más elevados. Las lecturas y el Salmo Responsorial no fueron escogidos sin un claro propósito.

 

En la primera lectura (Is 35, 4-7a), Isaías nos anima a ser fuertes y a tener una confianza plena en Dios, enumerando algunos de los milagros que serían realizados como una prueba irrefutable de que Dios ha determinado salvarnos. En esos cuatro versículos puede verse el empeño del profeta en hacernos comprender los aspectos sobrenaturales de los milagros del Señor.

 

Jesús curaba a los enfermos para demostrar su divinidad, y también, por compasión con los que sufren, para aliviarlos de sus padecimientos. Además, nos enseña hasta qué punto las enfermedades y su poder de curarlas son reflejos de una realidad muy superior: las relaciones de los hombres con Dios y viceversa. “El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos” (Sal 145, 8), cantamos en el Salmo Responsorial.

 

La segunda lectura (Sant 2, 1-5) prepara nuestro espíritu para la actitud exacta que debemos tener ante el conjunto de las enseñanzas contenidas en los textos litúrgicos de este día: “No mezcléis la fe en Nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas” (Sant 2, 1). Es decir, nuestra conducta durante la vida terrena debe estar regida en función de la gloria eterna; estamos aquí de paso y necesitamos habituarnos a los conceptos de nuestra verdadera Patria, el Cielo. Por más que la importancia social y humana de éstos o de aquellos nos obliguen, por educación, a usar una equilibrada deferencia, nuestro verdadero amor y consideración al prójimo sólo serán perfectos si son practicados según el grado de virtud existente en los otros. Es fundamental que seamos “ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman” (Sant 2, 5).

 

II – La cura del sordomudo

 

Desde lo alto del mirador de la fe es de donde debemos analizar y asimilar las verdades y lecciones encerradas en el presente Evangelio.

 

“Le presentaron…”: el apostolado seglar

 

En aquel tiempo, 31 dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. 32a Y le presentaron un sordo,…

 

Si el tal sordomudo no hubiese sido llevado por otros hasta Jesús, probablemente no habría recuperado el habla y la audición. Es conmovedor encontrar en el Evangelio —y con frecuencia— una mención a la solicitud del pueblo judío para con los necesitados, a veces incapaces de desplazarse por sus propias fuerzas. Llegaron hasta introducirlos por el tejado en el interior de la casa donde estaba el Mesías (cf. Lc 5, 17-20); y pusieron a sus divinos pies una gran cantidad de cojos, ciegos, mudos, inválidos, etc. (cf. Mt 15, 30); y, en casos extremos, los condujeron en camillas hasta las plazas para que pudiesen tocar sus vestidos, porque sólo con eso se curarían (cf. Mc 6, 55-56). Si no hubiese habido este apostolado paralelo Jesús no habría realizado aquellos milagros…

 

El Señor quiere el apostolado ejercido por la Jerarquía y así fue constituida su Iglesia. Sin embargo, no sólo aprueba sino que incluso desea que los movimientos de laicos actúen en colaboración con la autoridad eclesiástica. No eran los Apóstoles, ni siquiera los discípulos, los instrumentos utilizados para llevar a los necesitados hasta el Maestro. En este episodio queda reflejado el verdadero papel de los movimientos de laicos, que Juan Pablo II tanto hizo para estructurar, proteger y promover, y de los cuales llegó a afirmar que eran “la respuesta, suscitada por el Espíritu Santo, a este dramático desafío del fin del milenio”.1

 

Los laicos jamás deben olvidarse de la esencia, de la fuerza y del objetivo de su apostolado: llevar a todos a Cristo, para tocarlo o, al menos, para verlo. Él es quien da el crecimiento, de modo que “ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer” (I Cor 3, 7). Será estéril todo el apostolado que no lleve a los demás a tener un contacto con Jesús, pues solamente de Él procede la virtud sanadora y salvadora. Por esta razón, la labor apostólica será eficaz si son conducidos a la vida sacramental todos aquellos que la Providencia coloque en nuestros caminos. Esta altísima tarea puede ser ejercida por medio de la oración, de la palabra, del ejemplo y de la acción directa.

 

Y el mejor medio del que nos podemos valer es hacerlo todo a través de María Santísima, según nos enseñan la Iglesia y tantos Santos, en especial San Luis María Grignion de Montfort.

 

Un sordomudo

 

32b …que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano.

 

Por la continuación de la narración se advierte que se trataba de una enfermedad contraída y no congénita, pues al soltársele la lengua empezó a hablar “correctamente”; por lo tanto había aprendido a conversar desde la infancia. Ese impedimento de hablar normalmente, a pesar de ser raro, es un trauma que a veces puede surgir, convirtiéndose en un tormento para sus víctimas. En este caso del Evangelio, además, el pobre hombre era sordo y, según muchos exégetas, estos dos problemas habían tenido un mismo origen y surgido simultáneamente después de una infección o alguna otra enfermedad.

 

Además del sentido literal, las Escrituras tienen muchos otros sentidos espirituales. Es lo que ocurre también con este milagro narrado por San Marcos. En cuanto hecho concreto, representa un elemento más para fortalecer los fundamentos de nuestra fe en el Señor. Pero, bajo un prisma simbólico, según interpretan los Santos Padres, la sordera representa el endurecimiento del alma que ya no oye más la voz de la gracia, el llamamiento de Cristo; y la mudez, el olvido o la negligencia en alabar a Dios. No pocas veces, el propio Salvador llegó a quejarse de que los judíos, teniendo una audición normal, no oían.

 

El sordo de Dios

 

Oír la voz de Dios es tomar la actitud de Samuel, “Habla Señor, que tu siervo escucha” (I Sam 3, 9), o la de San Pablo en el camino para Damasco (cf. Hch 9, 6), o la de tantos otros. En sentido opuesto, el pecador, debido al zumbido de sus pasiones, acaba por volverse sordo a la llamada de Dios, llegando incluso a olvidarse de los mensajes sobrenaturales recibidos en el pasado. La sordera simboliza toda la insensibilidad del alma en su trato con el Creador.

 

Los medios por los que Dios procura entrar en contacto con nosotros son innumerables. Ante todo por el orden de la creación visible (cf. Rom 1, 20); después, a través de los hechos palpables y tangibles producidos por la providencia natural y sobrenatural, sobre los cuales el Libro de la Sabiduría nos enseña maravillosamente (cf. Sab 10—11). Dios habla a los hombres por medio del Magisterio infalible de la Santa Iglesia, así como por toques sensibles de la gracia o por la voz de la conciencia. La Sabiduría, según declara la Escritura, “se adelanta en manifestarse a los que la desean. Quien madruga por ella no se cansa, pues la encuentra sentada a su puerta” (Sab 6, 13-14). O sea, Dios nos llama a cada instante para que participemos de su gloria y felicidad eternas.

 

“Mis ovejas escuchan mi voz —dijo Jesús—, y Yo las conozco, y ellas me siguen, y Yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10, 27-28). Éste es el signo inconfundible para saber quién es de Dios y quién no lo es: “El que es de Dios escucha las palabras de Dios” (Jn 8, 47), dijo también el Señor, después de haber afirmado que los fariseos eran hijos del demonio (cf. Jn 8, 44). Es más sensible a Dios quien lo ama intensamente, tal como encontramos también en San Juan: “El que me ama guardará mi palabra” (Jn 14, 23).

 

Lamentablemente, la sordera espiritual es mucho más generalizada hoy en día que en otras épocas históricas. Incluso entre los mismos bautizados. Un gran número de almas tiene los oídos endurecidos para la Palabra de Dios, sea por falta de formación, sea por la pobreza de la oración. ¡Cuántos son los ateos prácticos que nunca rezan! Sin embargo, para recibir alguna comunicación proveniente de la eternidad, basta colocarse en estado de contemplación. Quien no procede así, difícilmente discernirá, en medio del caos y de las aflicciones del mundo moderno, la voz de la gracia. Y es necesario que no olvidemos el consejo de la Escritura: “Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Heb 3, 7-8).

 

El mutismo espiritual

 

Ser mudo en el orden del espíritu, según los Padres de la Iglesia, consiste en el silencio de quien tiene la obligación de glorificar a Dios. Terrible es este mal —y casi siempre consecuencia del anterior—, porque, aunque no hubiésemos sido elevados al orden sobrenatural, por el simple hecho de ser criaturas de Dios, tendríamos el deber de reportarle toda honra y gloria, tal como nos dice David: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 18, 2).

 

No obstante, nosotros, en cuanto bautizados, somos hijos de Dios y no meras criaturas, y por eso tenemos que dar testimonio público de la grandeza de nuestra Religión y de Cristo Jesús, en especial, pues Él tiene el derecho de ver su esplendor manifestado todos los días. Éste es uno de los medios fundamentales para atraer a aquellos que aún no lo conocen y enfervorizar a los que ya abrazaron sus vías.

 

Esta obligación es tan grave, que si tuviésemos que escoger entre morir o renegar de Cristo, sería indispensable optar por el martirio. ¿Por qué somos tan valientes para defender nuestros intereses personales y tan cobardes cuando se trata de los de Dios? “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6, 21). Ésta es la principal razón del mutismo del espíritu, o sea, la falta de amor a Dios. “Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo” (Mt 6, 24). Si nuestro amor a Jesús, por medio de María, fuese plenísimo hasta el punto de sustituir nuestro egoísmo, jamás enmudeceríamos para glorificarlo.

 

“Apartándolo de la gente, a solas”: el recogimiento

 

33a Él, apartándolo de la gente, a solas,…

 

Ciertas enfermedades, sobre todo las más graves, exigen que el paciente sea internado. Lo mismo ocurre con el proceso de curación de los portadores de algunos vicios espirituales, es decir, es necesario apartarlos de la multitud, retirarlos del bullicio y de la agitación. El enfriamiento de nuestra vida de oración y el abandono de la práctica de la Religión van dando rienda suelta a nuestras pasiones desordenadas, los malos hábitos invaden nuestra inteligencia y nuestra voluntad, la Ley de Dios se vuelve cada vez más pesada y, finalmente, terminamos siendo sordos para con Dios y mudos para su gloria. En esas circunstancias, será útil, tal vez hasta indispensable, recogerse de alguna forma para entregarse a las manos de Jesús y ser curado por Él.

 

El papel de los símbolos y de las ceremonias

 

33b …le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. 34 Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”). 35 Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.

 

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “En la vida humana, signos y símbolos ocupan un lugar importante. El hombre, siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales. Como ser social, el hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios”.2

 

Jesús colocó sus divinos dedos en los oídos del sordo para fortalecer la fe del enfermo y dejar patente que Él era el Autor de la curación, como si le dijese: “En tus dos órganos auditivos se encuentra tu mal. ¡Voy a curarte!”.

 

Usa su saliva divina para tocar la lengua del mudo, haciéndolo participar de su propia salud y orden físicos. Y con el poder de Creador, pronuncia la palabra eficaz: “Ábrete”.

 

Procediendo así, el Señor nos demuestra cuánto ama los símbolos, pues podría haber realizado este milagro con una simple determinación de su voluntad, sin ninguna señal exterior. Aquí comprendemos bien la solidez y la penetración de la enseñanza acompañada de ceremonias y que no es para nada buena la decisión de simplificarlas, y, menos aún, eliminarlas.

 

La perfección despierta admiración

 

36 Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. 37 Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

 

Mandó que no dijeran nada sobre esa maravilla que había obrado, pues se desplazaba de forma discreta, sin desear llamar la atención de nadie. Sin embargo, sucedió exactamente lo contrario. Jesús se convirtió en una persona admirada porque hacía todas las cosas con perfección. Gran lección para los días actuales. Aquí está la fórmula infalible para los hombres que deliran en busca de admiración: hacer bien todas las cosas.

 

III – Aplicación

 

Los grandes predicadores de otros tiempos, al comentar este trecho del Evangelio, con frecuencia establecían un paralelismo entre las enfermedades físicas y las espirituales, invitando vehementemente a los fieles a la conversión. Al mundo de hoy se le podría aplicar perfectamente una metáfora: “Sordos para oír la verdad y mudos para glorificar a Dios”. En la actualidad, un gran número de personas tienen los oídos abiertos y sensibles a casi todo lo que no es de Dios: inmoralidades, blasfemias, ateísmo, escándalos, etc.; y muchas veces cerrados o endurecidos para los avisos, ejemplos y consejos orientados a la santidad. Y ¿qué pensar del uso de la lengua en este comienzo de milenio? No pocas veces sirve para proferir pecados, iniquidades, blasfemias, difamaciones, calumnias, mentiras, etc., cuando en realidad recibimos de Dios el don del habla para proclamar su grandeza, honra y gloria.

 

La humanidad se encuentra más sorda y más muda que todos los impedidos de hablar y de oír que existían en los días de la vida pública del Maestro. ¡Cuán necesaria es la intercesión de María para obtener de Jesús el retorno de la audición y de la expresividad de los áureos tiempos de la Historia, en los que los hombres cantaban las glorias de Dios no sólo con palabras, gestos y actitudes, sino también por medio de melodías y de todas las artes! ²

 

 


 

1) JUAN PABLO II. Discurso durante el encuentro con los Movimientos Eclesiales, de 30/5/1998.

2) CCE 1146.

 

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