Comentario al Evangelio – XXXII Domingo del Tiempo Ordinario – Alegría o temor, ante el Esposo que llega

Publicado el 11/11/2017

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: 1 “Entonces se parecerá el Reino de los Cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. 2 Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. 3 Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; 4 en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. 5 El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. 6 A medianoche se oyó una voz: ‘¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!’. 7 Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. 8 Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas’. 9 Pero las prudentes contestaron: ‘Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis’. 10 Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. 11 Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: ‘Señor, señor, ábrenos’. 12 Pero él respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco’. 13 Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 1-13).

 


 

Comentario al Evangelio – XXXII Domingo del Tiempo Ordinario – Alegría o temor, ante el Esposo que llega

 

¿La lámpara de nuestra alma brilla por el aceite de la virtud? ¿O está apagada por la tibieza? Si es así, el día del Juicio el divino Esposo nos dirá que no nos conoce.

 


 

I – LA FIESTA SOCIAL MÁS SOLEMNE DEL PUEBLO ELEGIDO

 

La liturgia del trigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario nos presenta la famosa parábola de las diez vírgenes que salen al encuentro del esposo, compuesta por Jesús en el contexto de su discurso escatológico. Era una historia perfectamente accesible para los que le escuchaban — en este caso, los discípulos—, pues se desarrollaba en torno a una conocida costumbre de aquella época: la ceremonia nupcial. En nuestros días los usos son diferentes y nos resulta difícil captar el profundo significado de esta narración del divino Maestro.

 

Como el Evangelio es la Palabra de Dios, su sentido abarca todas las eras históricas. Por eso, cabe que recordemos esas tradiciones remotas para entender mejor el lenguaje del Señor y extraer la aplicación que nos corresponde.

 

Un contrato familiar sellado con alegre esplendor

 

La principal conmemoración social que existía en la vida del pueblo elegido, en el Antiguo Testamento, era la fiesta de casamiento. Para hacerlo efectivo, las familias de ambas partes acordaban previamente las condiciones de la unión, en especial el precio del mohar, una suma de dinero que el novio tenía que pagar al padre de la novia. Enseguida se celebraban los esponsales, por los que la pareja quedaba prometida, y, por último, como culminación de las mencionadas negociaciones entre los familiares, se fijaba la fecha de la boda, en general, con bastante antelación. Sólo entonces se formalizaba la alianza matrimonial definitiva mediante un contrato escrito.1

 

La institución de la familia era muy apreciada y tenía una estructura más sólida que en la actualidad, y todavía conservaba características del período patriarcal, en el que el padre hacía el papel de un pequeño jefe de estado, con poder sobre todos los que estaban bajo su protección y autoridad. Así, pues, se comprende que la fundación de un nuevo hogar fuera un acontecimiento rodeado de alegría y de festejos esplendorosos, que duraban siete días, prolongándose a veces hasta dos semanas.

 

El cortejo nupcial formado por los amigos de los novios

 

Un aspecto sui generis de estos actos tan solemnes era el de comenzar a la hora del crepúsculo, cuando el sol emitía sus últimos fulgores. El novio se dirigía a la casa de la novia acompañado por sus amigos y ataviado como un rey, con una corona ceñida a su cabeza, con el lujo que sus posibilidades le permitían. Para que el ceremonial tuviera más pompa y magnificencia, las amigas de la novia, también vírgenes, aguardaban junto a ella la llegada del novio, que la conduciría en jubiloso cortejo en dirección a su casa,2 donde se iniciaba el banquete con las bendiciones pronunciadas por el padre de uno de los prometidos o por alguna persona de relieve. Es posible que Jesús hubiera sido el invitado de honor que bendijera a los cónyuges en las bodas de Caná. Lógicamente, esas jóvenes amigas de la futura esposa entraban también en el festín como convidadas de especial estima y consideración.

 

Las vírgenes, así como los demás participantes en el acto, utilizaban para moverse de noche por las calles, siguiendo el cortejo nupcial, instrumentos de iluminación propios de la época: antorchas o lámparas. Cuando anochecía, como no existía la luz eléctrica, costaba desplazarse con seguridad en mitad de la intensa oscuridad, por eso se usaban las lámparas —como a las que se refiere Jesús— para facilitar la visualización de los caminos. Estaban hechas generalmente de barro y alimentadas con aceite o resina y como no eran de gran tamaño, el combustible duraba poco. Si el trayecto fuera largo sería necesario llevar una reserva de aceite.

 

Tampoco está de más recordar que los fósforos no habían sido inventados, ni el mechero. Para obtener el fuego, se requería de cierto arte y paciencia: se golpeaban entre sí dos piedras apropiadas hasta que con una chispa se encendía la mecha o algo fácilmente inflamable. Era una tarea tan compleja, que se solía dejar una de esas lamparitas siempre ardiendo, o se conservaban algunas brasas en la chimenea, a fin de conseguir fuego rápidamente para cualquier objetivo concreto. Dejar que la llama se apagara constituía un verdadero desastre, porque encenderla de nuevo no sería nada sencillo. Se hacía imprescindible ser vigilante y cuidar que la lámpara contuviera el suficiente aceite…

 

Esta realidad de la vida social israelita fue la que Jesús eligió y, con su insuperable didáctica, aplicó en una parábola, combinando aspectos verídicos, como los descritos más arriba, con datos ficticios. Con todo, al añadir estos últimos —por ejemplo, el hecho de que las vírgenes se quedaran esperando al novio hasta la medianoche, atraso que nunca ocurría— el divino Maestro estimulaba el interés y la imaginación de los oyentes, haciendo que comprendieran mejor la lección moral que les quería transmitir.

 

II – DIEZ VÍRGENES: LOS SENTIDOS DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: 1 “Entonces se parecerá el Reino de los Cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. 2 Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. 3 Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; 4 en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas”.

 

El número de amigas que podían acompañar a la novia durante las nupcias no estaba definido, y podían ser tantas como quisieran los prometidos. Entonces, ¿cuál sería en la parábola el sentido más profundo que el Señor quiere darle al hecho de ser cinco vírgenes prudentes y cinco vírgenes necias?

 

Los Padres de la Iglesia nos sugieren una explicación muy útil para nuestra vida espiritual: “Las cinco vírgenes sabias y las cinco necias —afirma San Jerónimo— podemos interpretarlas como los cinco sentidos, de los cuales unos caminan con presteza hacia las moradas celestes y anhelan las cosas elevadas, y los otros, por apetecer ávidamente las basuras terrenas, carecen de los incentivos de la verdad para iluminar sus corazones. De la vista, del oído y del tacto, en sentido espiritual, se ha dicho: ‘Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que con nuestros ojos hemos contemplado y han palpado nuestras manos’ (1 Jn 1, 1); sobre el gusto: ‘Gustad y ved que el Señor es suave’ (Sal 33, 9), y sobre el olfato: ‘Al olor de tus perfumes corremos’ (Cant 1, 3) y asimismo: ‘Somos el buen olor de Cristo’ (2 Cor 2, 15)”.3

 

Poseemos cinco sentidos corporales: ver, oír, gustar, oler, tocar. Sin embargo, todos ellos tienen su correspondiente en el alma, como nos lo muestran elocuentemente las propias Escrituras. Así, podemos vivir en función de los cinco sentidos carnales o de los cinco espirituales. El que actúa de acuerdo con los primeros, utilizándolos para el mal, se preocupa en complacer su vanidad, su egoísmo, la curiosidad y el delirio de atraer las atenciones sobre sí y de compararse con los demás; en suma, de satisfacer sus pasiones. En cambio, el que procede conforme los sentidos espirituales, está constantemente orientado hacia su ideal y su vocación, y tiene presente, sobre todo, a quien lo ha llamado: ¡Dios!

 

No obstante, para guiar esos sentidos con la rectitud debida es necesario que haya aceite, pero en abundancia, en demasía… En efecto, el aceite significa saber abastecerse para mantener la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto vueltos a lo sobrenatural, con la atención puesta en el Novio que va a llegar, que es, evidentemente, Jesucristo.

 

Ésta es la conducta de las cinco vírgenes prudentes que llevaron aceite de sobra, es decir, reforzaron la vigilancia contra cualquier eventual desliz, evitando a toda costa las ocasiones próximas de pecado.

 

Las vírgenes necias, imagen de las almas tibias

 

En el extremo opuesto está la actitud de las vírgenes necias. Téngase en cuenta que éstas no fueron a la fiesta desprovistas de aceite, sino que llevaron poca cantidad, por no querer cargar con una vasija. Creían que con eso sería suficiente, porque seguramente que el novio no tardaría… Y si les llegara a faltar, bastaría con cogérselo a alguna compañera.

 

Ésa es la viva imagen de los que tienen el alma tibia, de los mediocres, cuyas intenciones se aferran a las cosas materiales, concretas, humanas. Les gusta el término medio; andan contentos consigo mismos; consideran una exageración cualquier avance en la virtud; justifican sus faltas con el hecho de haber sido concebidos en el pecado original; y se olvidan de que el divino Redentor obtuvo la gracia superabundante para nuestra santificación. Con esto crean la ilusión de que su escaso esfuerzo ya es bastante para entrar en el Cielo. Ahora bien, con actitudes a medias no se alcanza la bienaventuranza. “No eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca” (Ap 3, 15-16).

 

La dinámica de la vida espiritual se puede comparar con una escalera mecánica, sólo que con una característica muy singular: la usamos para subir, cuando está bajando. Esta figura representa nuestras malas inclinaciones, pues la naturaleza humana caída siempre empuja hacia abajo. Si queremos subir por la escalera mecánica con la misma velocidad con la que ésta baja, no nos movemos del mismo sitio. Sin embargo, la de la vida espiritual posee una curiosa particularidad: si subimos con la misma rapidez su velocidad aumenta, de tal forma que es indispensable imprimir a la ascensión una mayor presteza que la de la escalera, de lo contrario pronto estaremos de vuelta en el punto de partida. Si vamos más deprisa lograremos progresar y alcanzaremos fácilmente la cima.

 

La naturaleza humana exige dar una cabezada, pero sin perder la vigilancia

 

5 “El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron”.

 

Podría suceder que en alguna ocasión el novio tardara un poco más de lo previsto. Ahora, el Señor hace referencia a un atraso exorbitante, un pormenor que indica una exageración intencional. Tanto tardó que las vírgenes se rindieron al cansancio y se quedaron dormidas.

 

La parábola, delicada y sabia como lo es, no recrimina el hecho de que todas se durmieran, sino, como veremos, la falta de previsión de las cinco necias. De hecho, hay ocasiones en las que pensamos que estamos listos para darle la bienvenida al Novio, pero Él no se da prisa en venir a nosotros. Entonces, se nos exige un largo período de espera hasta su llegada.

 

Esta situación en sí misma no es mala; al contrario, es incluso formativa. Todos pasamos por períodos de aridez, tanto los fervorosos como los que se estancaron en la mediocridad. Los sentidos se apagan y la noche oscura nos substrae la clareza del panorama para el cual hemos sido llamados por nuestra vocación de cristianos. No es raro que esto suceda a las puertas de la muerte y, por increíble que parezca, hasta con los santos. Santa Teresa del Niño Jesús y tantos otros, en sus últimos días, sufrieron una terrible aridez.

 

También existe otro simbolismo en la somnolencia de las diez vírgenes. Debido a nuestro estado de contingencia, es imposible, a no ser por una acción extraordinaria de la gracia, que no nos sintamos atraídos por la diversidad de realidades de la vida. Son momentos en los que no conseguimos meditar en los altos horizontes de lo sobrenatural y tenemos que dar una cabezada, o sea, prestar atención en los aspectos materiales de la existencia, como la salud, el alimento o las necesidades pecuniarias. Cuando tengamos que hacerlo, siempre debemos guardar una vasija de aceite, símbolo de una vida interior sólida, con mucha vigilancia, de modo que pasada la necesidad de cuidar de lo concreto volvamos a elevar la mirada hacia las cosas celestes.

 

Pero cuántas veces cabeceamos, hasta el punto de caer en un sueño profundo y olvidarnos de la importancia primordial de la provisión de aceite… Abandonamos los ejercicios de piedad, dejamos de rezar, no huimos de las ocasiones de pecado… De relajamiento en relajamiento en la vida espiritual, cuando menos lo esperamos aparece el Novio. Ya que no existe energía humana capaz de mantenernos en la práctica de la virtud, es necesario tener un buen depósito de aceite: mucha vigilancia y oración, pues sin la fuerza del Espíritu Santo ninguna criatura se conserva establemente en estado de gracia.

 

6 “A medianoche se oyó una voz: ‘¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!’. 7 Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas”.

 

Si el casamiento debía haberse realizado al ponerse el sol y el novio sólo se presentó a medianoche, las diez jóvenes estuvieron esperando varias horas, por lo que el aceite se les gastó. Las cinco prudentes enseguida prepararon sus lámparas, vaciando el aceite que tenían en la vasija, para recibir al novio y además poder hacer junto con él el resto del recorrido.

 

La ilusión de cambiar de vida a la llegada del Esposo

 

8 “Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas’. 9 Pero las prudentes contestaron: ‘Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis’”.

 

Las vírgenes necias percibieron que su aceite se estaba acabando y les pidieron una parte a las prudentes. Éstas no les dieron nada, lo que no significaba una actitud egoísta, pues, por haber sido previdentes, tenían derecho a disponer en beneficio propio aquello que traían. Por eso mandaron a las necias a comprar aceite. Pero ¿cómo iban a encontrar una tienda abierta a esas horas de la noche? Era algo inusitado: llamar tan tarde a la puerta de un comerciante —y aún más en aquel tiempo— sería en vano; en la mejor de las hipótesis éste les recomendaría que volvieran a la mañana siguiente.

 

Las vírgenes imprudentes habían fracasado y las prudentes tuvieron éxito, incluso por no haber dado ni siquiera un poco de su aceite a las que lo pidieron. Analicemos, entonces, el porqué del rechazo de las prudentes: no se pueden transferir los méritos de unos a otros, ya que cada alma está obligada a adquirir los suyos y a velar por su propia vida espiritual. Cuando llega el momento de comparecer delante de Dios no es posible que alguien más previsor nos preste méritos, y no pueden “las virtudes de unos remediar los vicios de otros”.4 O tenemos lo que deberíamos presentar en esa hora o no lo tenemos. Es lo que nos recuerda San Juan Crisóstomo, de forma bastante incisiva: “¿Qué lección sacamos de ahí? Que en el otro mundo, a quienes sus propias obras falten, nadie los podrá socorrer, no porque no quiera, sino por ser imposible. Las vírgenes fatuas, a la verdad, se refugian en lo imposible”.5

 

En el último día ya no habrá tiempo para cambiar, a no ser que nos sea concedida una gracia fulminante y eficaz, porque no somos capaces de modificar nuestro comportamiento en el espacio de un instante y recuperar todo lo que tendríamos que haber realizado durante toda una vida. Por tanto, ante la inminencia de la muerte, reaccionaremos como estamos acostumbrados a hacerlo. Si no almacenamos aceite, cuando seamos despertados, aunque queramos esforzarnos, no lo conseguiremos, porque se muere tal como se ha vivido. Es de noche, no hay tiendas abiertas… Qué ilusorio se muestra, entonces, el cálculo de muchos: “¡Dios es bueno! Seguramente me va a dar un aviso antes de llamarme y, en el momento final, me arrepentiré, rezaré algo, y con una absolución ¡estará todo resuelto!”. ¿Quién conoce las circunstancias en las que la muerte lo va a sorprender? ¿Quién nos garantiza la presencia de un sacerdote disponible para administrarnos los últimos Sacramentos?

 

El alma tibia busca el consuelo en el pecado

 

10 “Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta”.

 

Las vírgenes necias salieron a comprar el aceite. ¿Qué significa esto? Cuando nos apartamos del Novio, vamos en busca del consuelo del mundo. El que está viciado en los deleites terrenos no busca el ánimo en Jesús, sino en aquello a lo que está acostumbrado. ¿Y cómo va a presentarse después delante de Dios con la conciencia tranquila? En este sentido explica San Agustín: “No hay que pensar que ellas [las prudentes] les dan un consejo, sino que indirectamente les recuerdan su falta. Porque los que venden el aceite son los aduladores que, alabando lo falso o lo desconocido, inducen a las almas al error. […] Cuando ellas se inclinaban hacia las cosas que están afuera, y buscaban solazarse con las cosas acostumbradas, porque no habían reconocido los gozos interiores, llegó aquel que juzga”.6

 

Las vírgenes prudentes, por el contrario, poseían suficiente aceite de la virtud que practicaron con entusiasmo, con fortaleza, con generosidad, con desprendimiento, teniendo los sentidos del alma puestos en lo sobrenatural, y pudieron entrar con el Novio en la sala de bodas.

 

Si no reservarnos el aceite, sufriremos el repudio del Esposo

 

11 “Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: ‘Señor, señor, ábrenos’. 12 Pero él respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco’ ”.

 

Para que comprendamos mejor la gravedad de la enseñanza del Señor con esta parábola, es necesario que sepamos que “no conocer” en el lenguaje de aquellos tiempos tenía una acepción algo diferente de la que le atribuimos hoy. Actualmente significa ignorar quién es una persona, pero en aquella época en que la población era ínfima, comparada con la nuestra, en una ciudad, y aún más en una aldea, todos se relacionaban. La expresión “no te conozco” equivalía a llamar al otro de extranjero y echarlo fuera.

 

Por consiguiente, suponía un repudio, una ofensa. “¿Qué significa, por tanto, ‘no os conozco’? —pregunta San Agustín— Os desapruebo, os repruebo. No os conozco en mi arte; mi arte desconoce los vicios. Cosa grande ésta: desconoce los vicios y, sin embargo, los juzga”.7 Así, en las palabras del novio se revela la sentencia del divino Juez que los réprobos oirán en el gran día: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno” (Mt 25, 41).

 

Para aquellas infelices jóvenes no les valió de nada su condición virginal para tener el derecho a entrar en la fiesta, pues la virginidad del cuerpo pierde su valor cuando falta la del alma, como lo podemos verificar en la afirmación de San Jerónimo: “No conoce el Señor a los hacedores de iniquidad y, aunque sean vírgenes […] y estén orgullosos de su pureza corporal y de su confesión de la verdadera fe, sin embargo, porque no tienen el aceite de la sabiduría, bástales como castigo el que el Esposo los ignora”.8

 

También debemos tener aceite en la lámpara en el día a día, es decir, cultivar bien la vida espiritual, rezar siempre, comulgar con frecuencia y confesarnos con regularidad. Aunque no tengamos materia grave que declarar es una imprudencia no acercarse al tribunal de la Penitencia, porque este sacramento infunde en el alma abundantes gracias que sólo son obtenidas allí, aunque no haya necesidad de recuperar el estado de gracia. Para eso el penitente debe enunciar, al menos genéricamente, las culpas del pasado, a fin de recibir la absolución. Esto era lo que motivaba a varios santos, como San Vicente Ferrer, San Ignacio de Loyola o San Carlos Borromeo a hacer la confesión diaria. Algunos, como San Francisco de Borja o San Leonardo de Porto Mauricio, lo hacían dos veces al día.9

 

Nuestras obras serán conocidas por todos

 

Algunos se engañan alegando que cometieron sus faltas a escondidas, lejos de la mirada de los hombres. En realidad, ante la perspectiva del Juicio Final, el estar solo no existe. Y si somos propensos a pensar que ese día grandioso y terrible será de aquí a varios siglos y que nadie se acordará de nosotros, debemos, al contrario, persuadirnos de la seriedad de esa ocasión en la que, por el divino poder, no sólo cada uno guardará en la memoria la totalidad de sus actos, sino que todos conocerán las obras de los demás. 10 Dios, para quien todo es presente —porque para Él no hay pasado ni futuro—, transferirá, por decirlo así, a nuestro entendimiento, incapaz por sí mismo de abarcar tal inmensidad, el conocimiento de los méritos y deméritos de cada uno. Esta noción no se borrará, de modo que tanto los bienaventurados y los ángeles del Cielo como los precitos del Inferno la conservarán eternamente.

 

El valor de la vigilancia

 

13 “Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”.

 

Por fin, el Señor concluye la parábola dejando claro que la elaboró con el objetivo de incentivarnos a que seamos vigilantes. A sus discípulos, después de anunciarles los últimos acontecimientos y su venida gloriosa, les había advertido: “Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 36). Y poco antes de comenzar la Pasión, durante la agonía en el Huerto de los Olivos, les recomendó nuevamente: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26, 41).

 

¡Cuántas veces hemos rezado, e incluso bastante, para no caer en tentación! Sin embargo, sólo eso no basta, porque es necesario vigilar. Vigilar es tan importante como orar, pues, al precavernos, huimos de las ocasiones próximas de pecado y, con eso, obstaculizamos la posibilidad de una caída. Vigilar, significa tener los ojos bien abiertos para que los sentidos inferiores no nos arrastren hacia abajo, sino que nos ayuden a subir hasta Dios, admirando sus reflejos en la Creación. La belleza de una rosa, un suave tejido, un agradable perfume, una música armoniosa o incluso una excelente comida, son elementos que pueden elevarnos el alma.

 

He aquí la inspiración evangélica para un buen examen de conciencia: ¿cómo me comporto en esta materia? ¿Mis cinco sentidos carnales dominan los sentidos espirituales? ¿Qué circunstancias me llevan al mal? ¿Tal compañía que no es buena? Es necesario cortar con ella. ¿Tal programa de televisión inconveniente? No debo verlo. ¿Tal acceso a internet? Lo evitaré a toda costa. Si la vigilancia exige de nosotros que nos arranquemos un ojo o nos cortemos una de las manos, conforme dice figuradamente el Señor (cf. Mt 5, 29-30), es imprescindible hacerlo, porque es mejor entrar en el Cielo cojo, manco o ciego, que conservar todos los miembros y ser arrojado al fuego eterno (cf. Mt 18, 8-9).

 

Una profecía segura: nuestra muerte

 

No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy, porque tal vez en esta misma noche podemos ser juzgados. Una profecía cierta y segura es esta: todos moriremos. El día y la hora nadie lo sabe, pues hasta un enfermo a la vera de la muerte ignora el instante exacto en que ésta le sobrevendrá. ¿Quién osa prometer que va a despertarse mañana? ¿Quién se atreverá a garantizar que terminará de leer este artículo? Nuestro destino es la muerte, pero su perspectiva nos auxilia a abandonar los apegos y nos arranca del camino errado que hayamos abrazado. Entrar por las vías del vicio es una locura, porque nada existe en la faz de la tierra más adverso a Dios que el pecado, que nos expone a que seamos agarrados por el justo Juez en el momento en que menos lo esperamos (cf. Mt 24, 44.50; Lc 12, 46), con las manos vacías y las lámparas apagadas. ¡Y Él dirá que no nos conoce!

 

Pidamos a nuestro Señor Jesucristo, por intercesión de María Santísima, la gracia de ser realmente vigilantes en nuestros pensamientos, deseos y acciones, teniendo en vista la santidad en todo. Así siempre estaremos con la lámpara abastecida de aceite..

 


 

– 1 Cf. TUYA, OP, Manuel de; SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v. II, pp. 310-312.

– 2 Cf. Ídem, pp. 312-313.

– 3 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22, 41-28, 20), c. 25, n.º 58. In: Obras completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, pp. 353; 355.

– 4 Ídem, p. 357.

– 5 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXXVIII, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. II, p. 553.

– 6 SAN AGUSTÍN. De diversis quæstionibus octoginta tribus. Q. 59, n.º 3. In: Obras. Madrid:

BAC, 1995, v. XL, pp. 165-166.

– 7 SAN AGUSTÍN. Sermo XCIII, n.º 16. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v. X, p. 620.

– 8 SAN JERÓNIMO, op. cit., p. 357.

– 9 Cf. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. La veritable épouse de Jésus-Christ. C. XVIII, n.º 1. In: OEuvres Ascétiques. 6.ª ed. Tournai: Casterman, 1882, v. XI, p. 17; CHIAVARINO, Luis. Confessai-vos bem. 4.ª ed. São Paulo: Paulinas, 1957, pp. 105-106.

– 10 Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XX, c. 14; SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q. 87, a. 1; a. 2.

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