San Luis Beltrán, Patrono de Colombia

Publicado el 10/08/2014

Se dice además que neutralizó ataques de fieras, que apagó incendios y curó enfermos con su rosario, que tenía el don de lenguas, es decir, predicaba en español, pero los indios le entendían en su propio idioma, y muchos otros prodigios.

 


 

San Luis Beltrán, Patrono de Colombia

Nació en Valencia, España, el 1 de enero de 1526 en el seno de una familia acomodada y virtuosa. Su abuela era sobrina de san Vicente Ferrer, y su padre Juan Beltrán, notario de gran prestigio, que ostentó el cargo de procurador perpetuo del reino. Éste, al enviudar de su primera esposa, se propuso ingresar en la cartuja y, cuando se hallaba en camino, san Bruno y san Vicente Ferrer le hicieron volver sobre sus pasos sugiriéndole nuevo desposorio. La elegida fue Juana Angela Eixarch, madre de Luís Beltrán, primogénito de nueve hermanos. Vino al mundo en una era bendecida por Dios con santos de la talla de Francisco de Borja, Pascual Bailón, Tomás de Villanueva, Juan de Ribera y los beatos Nicolás Factor y Gaspar de Bono, entre otros. Teresa de Jesús tenía un año de vida cuando él nació.

 

Luis fue precoz en su virtud. Queriendo emular las vidas de santos que leía, a sus 7 años oraba y se mortificaba durmiendo en el suelo, ejercicios a los que añadió siendo adolescente el rezo del Oficio parvo de la Virgen y la recepción diaria de la comunión. Pero llevado de su celo, un día dejó el hogar sin previo aviso para hacerse mendicante, tomando como modelo a san Alejo y a san Roque. En la ardorosa carta que dejó escrita a sus padres había justificado su decisión recurriendo a numerosas citas bíblicas. No llegó lejos porque un criado de su padre lo sorprendió en los alrededores de Buñol, mientras descansaba en una fuente. Pero más adelante, de nuevo trató de ingresar con los mínimos. En las dos ocasiones sintió que Cristo le conminaba haciéndole ver que ese no era el camino. A los 16 años peregrinó a Santiago de Compostela. Regresó con la resolución de hacerse dominico, pero sus padres no le dejaron, hasta que en 1544, teniendo 18 años y una delicada salud, tomó el hábito. En 1547 fue ordenado sacerdote.

 

En 1549, dada su virtud, fue nombrado maestro de novicios y de estudiantes del convento de Valencia. Fue un formador excepcional, fidelísimo a la regla dominicana. Enseñó con firmeza y caridad las excelencias de la humildad y de la obediencia. Escrupuloso y tendiente a un cierto desánimo acerca de la viabilidad de alcanzar la santidad que se proponía, muchas veces era presa de la aflicción, y en algunas ocasiones lo hallaron llorando: «¿No tengo harto que llorar que no sé si me he de salvar?». En su corazón seguía bullendo el mismo anhelo de derramar su sangre por Cristo. Por eso cuando un indio –proveniente de Nueva Granada, actual Colombia, que se había convertido y abrazado al carisma dominico– visitó el convento y expuso prolijamente las difíciles experiencias que aguardaban a los misioneros que iban a evangelizar el país, no se inmutó. Estaba dispuesto a partir allí creyendo que la fiereza de los indígenas le ayudaría a obtener la palma del martirio. De nada le sirvió el ruego de los fieles que le tenían en alta estima y no querían desprenderse de él, ni el gesto de su superior que, al ver la situación que la noticia de su partida creaba en el entorno, le anunció que no le proporcionaría los medios para emprender el viaje. No hubo forma de detenerle.

 

Rumbo a Colombia

 

Con 36 años, en cuaresma de 1562, partía fray Luis Bertrán de Sevilla hacia América en un galeón. Durante el viaje, un fuerte golpe que recibió por accidente en una pierna le dejó para siempre una cojera bastante pronunciada. Y cuando después de tres meses de navegación bajó del barco en Cartagena de Indias aquel fraile larguirucho, flaco y macilento, con su paso desigual y vacilante, más de uno se habría preguntado qué podría hacer aquel pobre fraile en los duros trabajos misioneros entre los indios…

 

Recién llegado al convento dominicano de Cartagena, comenzó sus ministerios pastorales ordinarios, semejantes a los que ya en Valencia había ejercido. Pero él quiso ir a la selva. Después de insistentes peticiones, obtuvo del prior fray Pedro Mártir permiso para hacer de vez en cuando algunas salidas.

 

En primer lugar se buscó un intérprete, un faraute que transmitiera a los indios lo que él iba predicando. Pero con este método apenas conseguía nada, ya que el intérprete, desvirtuaba su predicación. Hasta que le dijeron los indios que les hablara en su propia lengua, porque en ella lo entendían mejor que en lo que decía su intérprete».

 

Una vez comprobadas las desconcertantes posibilidades misioneras de este santo fraile, le confían sus superiores un pueblecito, llamado Tubará. En aquella doctrina hay escuela e iglesia, y viven unos pocos españoles, en tanto que el núcleo principal de los indios, temerosos, no vive en el pueblo, sino en la selva, en el monte, donde en seguida va fray Luis a buscarlos. Siempre a su estilo, llega el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas.

 

En los tres años que pasó en Tubara consiguió San Luis muchas conversiones de españoles y el bautizo de unos dos mil indios, siempre a su estilo. Fray Luis derribaba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les servían de adoratorios. Al modo de San Juan Bautista, reprobaba públicamente a un indio muy principal, que vivía amancebado con una mujer casada. En esta ocasión, el indio aludido le lanzó con todas sus fuerzas su macana, pero el Señor desvió el curso mortal de su trayectoria. Y se ve, pues, que San Luis Bertrán no hacía ningún caso de ese consejo que tantas veces suele darse y que también a él le habrían dado: «Tiene usted, padre, que cuidarse más». San Luis, en realidad, se cuidaba muy poco, lo mínimo exigido por la prudencia sobrenatural, y en cambio se arriesgaba mucho, muchísimo, hasta entrar de lleno en lo que para unos era locura y para otros escándalo (1Cor 1,23).

 

Fecundo misionero.

 

Una vez, después de intentar reiteradas veces desengañar a los indios de Cepecoa y Petua, que daban culto a una arquilla que guardaba los huesos de un antiguo sacerdote, la sustrajo de noche.

 

San Luis Beltrán, Patrono de Colombia

Llegó a saberse su acción, y un sacerdote indio, fingiéndose amigo, le dio a beber un veneno mortal -el mismo veneno que había matado antes a un padre carmelita, después de unas pocas horas de atroces dolores-. Cinco días estuvo fray Luis entre la vida y la muerte, y en ellos dio claras señales de estar tan alegre.

 

Ni siquiera le quedó a San Luis Bertrán en adelante un gran temor a los posibles brebajes tóxicos, como pareciera psicológicamente inevitable. Lo vemos en ocasiones como ésta: un cacique le dijo que creería en Cristo si era capaz de resistir un veneno que él le prepararía. Fray Luis le tomó la palabra sin vacilar: «¿Matenéis vuestra palabra de convertiros si bebo sin daño vuestro veneno?». Y obtenida la afirmativa: «Venga ese veneno y sea lo que Dios quiera». Hizo fray Luis la señal de la cruz sobre la copa y bebió de un trago aquel veneno activísimo. Y a continuación pasó a ocuparse de lo que había que hacer para bautizar unos cuantos cientos más de indios asombrados y convertidos.

 

En aquella primera ocasión, cuando fue envenenado por el sacerdote indio, se supo en seguida que fray Luis no había muerto bajo la acción del veneno, y más de trescientos indios se reunieron amenazadores y bien armados, dispuestos a terminar la obra iniciada por el tósigo. Dos negros que se aprestaban a defenderle, uno de ellos armado de un arcabuz, fueron apartados, y el santo salió al encuentro de la muchedumbre amenazante sólo y sin temor alguno.

 

Cuenta un cronista que «entonces fray Luis les predicó con más fervorosa exhortación y se convirtieron gran parte de aquellos indios; los cuales, después de ser instruídos como acostumbraba el santo, fueron por él mismo bautizados». Pero otros indios, endurecidos en su hostilidad, raptaron a Luisito, un muchacho indio bautizado por fray Luis, y lo sacrificaron como ofrenda a los ídolos, lo que apenó mucho al santo, pues le tenía en gran estima.

 

Poco después, tratando de persuadir a un cacique principal, éste se resistía diciendo: «No; tu religión me gusta, pero tengo miedo a mi ídolo». Fray Luis se mostró dispuesto a terminar con este miedo. Con el cacique se dirigió al adoratorio, y allí, ante el pánico de todos, la emprendió a patadas con el dicho ídolo, hasta que el cacique y los suyos se vieron libres del temor idolátrico, y aceptaron el Evangelio.

 

Aquel fraile debilucho y sin salud se mostraba bastante más fuerte de lo que parecía a primera vista, y desde luego bastante más eficaz en el apostolado de lo que cualquier previsión humana hubiera podido pensar. Así las cosas, el demonio se vio obligado a tomar cartas directamente en el asunto. Trató de intimidarle con visiones, con golpes y con ruidos horribles, sin conseguir nada. Suscitó contra fray Luis persecuciones de los indios y de los blancos, de los malos y también de los buenos, con resultados nulos. Atentó contra su honra gravemente, levantó terribles calumnias contra su castidad, y en más de una ocasión le envió alguna mujer para que le tentase, sin conseguir de fray Luis otra cosa sino que se encerrase en la iglesia para azotarse a conciencia.

 

Numerosos milagros

 

Estado actual de la iglesia de Tubará (Atl – Col), donde predicó San Luis

San Luis Bertrán hizo otros innumerables milagros: Puso fin a sequías con una simple oración; con una bendición hizo que un árbol diera frutos de manera instantánea; caminó sobre las aguas de la Ciénaga de Manzanillo; una vez, un encomendero quiso matarle, pero al dispararle, su arcabuz se convirtió en un crucifijo, este es el milagro que más puede observarse en las pinturas que se han hecho sobre el santo.

 

Se dice además que neutralizó ataques de fieras, que apagó incendios y curó enfermos con su rosario, que tenía el don de lenguas, es decir, predicaba en español, pero los indios le entendían en su propio idioma, y muchos otros prodigios.También los hizo durante los últimos meses, sumamente fecundos, de su apostolado en América. En ellos recorrió los pueblos de Mompox, islas de San Vicente y Santo Tomás, Tenerife y varios lugares del Nuevo Reino de Granada. Como despedida de su ministerio en América, referiremos sólamente uno de sus milagros. En la isla de San Vicente, predicando fray Luis sobre el poder salvador de la cruz, se le acercó impresionado el cacique, queriendo saber más de la virtud de la cruz. «El santo, inspirado del cielo, se arrima al tronco de un grandísimo árbol de los que coronan la plaza y, extendiendo los brazos en forma de crucifijo, graba en el árbol la forma de la cruz, de su misma estatura. Apártase después del tronco y queda la imagen de la cruz perfecta, como de medio relieve, en el árbol». El signo sagrado de la cruz de Cristo: ésta fue la huella viva que dejó San Luis Bertrán en Nueva Granada tras siete años de acción misionera.

 

Regreso a España

 

En 1569 llegó fray Luis a Sevilla, y regresó al convento valenciano de Santo Domingo. Estaba macilento y demacrado, tanto que hubo de pasar una larga temporada de absoluto reposo. Pero al año y medio de su vuelta ya le nombraron prior de San Onofre por votación unánime. Y en sus tres años de priorato aquel santo fraile, alto y flaco, cojo, algo sordo y de mala vista, «mostró ser bueno no solamente para la contemplación, mas también para la acción». Con suma caridad, con un celo enérgico por la observancia, con un sentido de la pobreza y de la providencia que para algunos era locura, procuró un desconocido bienestar material y espiritual a la comunidad.

 

En 1574 el Capítulo dominicano de la provincia de Aragón nombró a fray Luis Bertrán predicador general, un título propio de la Orden de Predicadores. Como predicador popular recorrió toda la zona de Valencia, alargándose a la región de Castellón y también de Alicante. Normalmente hacía los caminos a pie, a no ser que la llaga crónica, que desde su viaje a América le había dejado cojo, se pusiera peor y le exigiera a veces emplear alguna cabalgadura prestada. Su predicación, sencilla y sumamente vibrante, llegaba directamente a los corazones. Solía hacerla más gráfica y conmovedora contando muchos ejemplos y refiriendo numerosas anécdotas personales, sobre todo de su apostolado en América, cosa que hacía a veces por humildad en tercera persona.

 

Muerte en el día previsto

 

El 1o. de enero de 1581 cumplió fray Luis sus cincuenta y cinco años, sabiendo que iba a morir pronto; conoció incluso la fecha: el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Ese conocimiento, así consta, llegó a hacerse público en Valencia. Así por ejemplo, en los primeros meses de ese año, el prior de la Cartuja de Porta-Coeli se enteró de tal fecha por el Patriarca y por otras personas, y al volver al monasterio escribió en un papel: «Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr. Ludovicus Bertrandus». Selló luego el papel, y lo guardó en la caja fuerte del monasterio con el siguiente sobreescrito: «Secreto que ha de ser abierto en la fiesta de Todos los Santos del año 1581».

 

Todavía predicó San Luis algunos sermones importantes, pero ya no pensaba sino en morir en los brazos de Cristo. Pero tampoco entonces le dejaban tranquilo, y por su celda de moribundo pasaba una procesión interminable de visitantes, llenos de solicitud y veneración. Aún hizo algunos milagros, y uno de ellos estando en su lecho de muerte: a ruegos de su buen amigo el caballero don Juan Boil de Arenós, cuya hija doña Isabel estaba agonizando de un mal parto, consiguió con su oración volverla a la salud.

 

El más asiduo y devoto de sus visitantes fue el Patriarca, San Juan de Ribera, tanto que terminó por llevarse al enfermo a su casa arzobispal de Godella. Allí el arzobispo, según cuentan testigos, «le componía la cama, le acomodaba los paños de las llagas que tenía en las piernas y besábalas con profunda humildad y devoción». Según refiere el padre Antist, «él mismo le cortaba el pan y la comida. Daba también la bendición y las gracias y, en más de una ocasión, le sirvió de rodillas la bebida y aun le ponía los bocados en la boca. Acabada la cena, se estaba muchas veces el Patriarca con fray Luis hablando de cosas del espíritu en la ventana, porque el benigno padre gustaba en extremo de mirar al cielo, que, en fin, era su casa». Del contenido de aquellas altas conversaciones, sólo los ángeles de Dios guardan relación exacta.

 

San Juan de Rivera

 

Vuelto al convento, aún vive un mes postrado. Y cuando algunos amigos le hacen música en la celda, él esconde su rostro bañado en lágrimas bajo la sábana, pues ya presiente la bienaventuranza celestial. El 6 de octubre pregunta en qué día está, y cuando se lo dicen, hace la cuenta: «¡Oh, bendito sea Dios! ¡Aún me quedan cuatro días!». Cuando llegó el día, se volvió hacia San Juan de Ribera, su amado arzobispo: «Monseñor, despídame, que ya me muero. Dadme vuestra bendición».

 

Y ese día murió, justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Paulo V lo beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre los santos de Cristo y de su Iglesia.

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