El Dr. Plinio |
Hay imponderables que la observación
no consigue catalogar bien.
Por ejemplo, mi madre. Ella, que alcanzó
a vivir en el Brasil de Don Pedro
II, no llegaba a tener idea de la
Causa Católica con toda la articulación
existente contra ella. Sabía que
había enemigos de la Iglesia, pero
eran como jaurías de perros bravos
que invaden un jardín y son expulsados.
Por eso Doña Lucilia no comprendía
el Movimiento fundado por
mí. No era una incomprensión hostil.
Ella poseía una noción vaga con
respecto a fuerzas que actuaban contra
la civilización cristiana, tenía
apenas vislumbres sobre eso.
En consecuencia, ella no comprendía
la distancia tomada por mí
con relación a ella por causa del
apostolado que yo desarrollaba junto
a mis seguidores.
En cierta ocasión tuve que prepararme,
de una hora para otra, para
un viaje a Uruguay. Por razones
especiales, necesité vender algunos
objetos que ella estimaba para tener
dinero, y no se lo
podía decir. Si le
fuese a explicar las
razones, crearía
una situación de
intranquilidad que
permanecería hasta
el fin de su vida.
Ella no recibió
la explicación, pero
percibí que se
había dado cuenta
de la operación
hecha por mí. Sin
embargo, no preguntó
nada.
Ella debería
pensar que yo lo
hice porque estaba
necesitado
y tenía un fin honesto.
¿Qué habrá
pensado ella? “Es
un hijo tan bueno,
tan honesto… Pero,
si es honesto,
¿por qué no me
cuenta? Él se dio
cuenta de que vi,
¡pero no me cuenta!
Debe haber alguna
razón. Lo miro, y él es el mismo…”
Ella creyó en las verdades supereminentes
que habitaban tranquilamente
en su alma, hasta el fin. Eso le
fue exigido por la Providencia. ¿No
es verdad que esas pruebas ornan la
vida de Doña Lucilia?
Que la Providencia pueda exigirnos
padecimientos semejantes, ¡es
una gloria! Debemos sufrir cosas de
esas como una prueba.
Doña Lucilia |
Discernimiento,
confianza y desvelo de
una madre amorosa
Cuando viajé a Europa en 1952, no
le revelé a mi madre mi viaje para no
traumatizarla. Antes de partir le dejé
una carta con una tía, con quien concerté
que la misiva solo debía ser entregada
cuando ella recibiese un telegrama
enviado por mí desde Europa.
Cuando esa pariente mía, en posesión
del telegrama, fue a avisar a mi madre,
la encontró afligida, dirigiéndole
la siguiente pregunta: “¿Dónde está
Plinio? Porque mi corazón lo busca
y no lo encuentra en ningún lugar.
¡Lo busca en Rio, en Santos, en el interior,
y no lo encuentra!”
Mi tía entonces le contó que yo ya
había llegado a Europa, y le dio la carta.
Mi madre después me escribió,
agradeciendo todas las atenciones y diciendo
que estaba pasando muy bien.
Cuando llegué de viaje, mi madre
me abrazó y me besó. Enseguida, retrocedió
un poco y, mirándome, dijo:
“¡Tú eres siempre el mismo!” Después
me abrazó y me besó de nuevo.
Ella poseía los elementos para discernir
lo que sucedía conmigo.
Eso indica bien el contexto general
dentro del cual se dio la venta de
los objetos a los cuales me referí, y
me facilitó cuando necesité tomar
esa decisión tan dura.
En las noches, cuando
yo llegaba del restaurante
Giordano,
donde me reunía
con miembros
de nuestro Movimiento
por razones
de apostolado,
a veces ella estaba
rezando junto
a la imagen del
Sagrado Corazón
de Jesús. Yo entraba
en casa y ella no
interrumpía la oración.
Tenía un rito invariable:
hacía cruces en el
corazón de la imagen y después
en su frente, pidiendo por
ella y por todos por quienes rezaba.
Mientras no hubiese terminado todas
las cruces, no me venía a saludar.
Oración de Jesús en el Huerto de los Olivos – Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Nueva Orleans, EE.UU. |
Enseguida, siempre con aquella
calma, de la cual no puede tener idea
quien no la conoció, venía hasta mí y
me decía: “¡Filhão!”2. Entonces comenzábamos
a conversar sobre las cosas
más minúsculas, hasta las más grandes.
Cuando le preguntaba por qué no
iba a dormir más temprano, ella decía:
“No voy mientras no llegas, porque
contigo en casa no puede suceder
nada.” En el fondo era porque
yo estaba cerca de ella…
Último acto de fe con una
amplia señal de la cruz
Esas verdades supereminentes no
pueden ser apenas “verdades”, tienen
que ser una unión, una consonancia
supereminente.
En el caso de Doña Lucilia, vean
cómo actuó la Providencia: dejarla llegar
al otoño, al invierno de la vida para
pedir el lance heroico. Cuando se
ve el Quadrinho3, parece que ya pasó
todo. Nadie sabe… Al final de la vida,
no se sabe lo que la Providencia cobra.
Cuando mi madre murió, había pasado
una noche regular. Por la mañana,
mientras yo leía el periódico,
el médico que la asistía me llamó:
“¡Venga deprisa porque ella está
muriendo!” Yo estaba recuperándome
de una cirugía en el pie y no estaba
con las muletas en esa ocasión. Entonces
fui lo más rápidamente posible,
apoyado en dos escobas, a su cuarto.
Cuando llegué, había fallecido…
Podía ser que el demonio borrase
las certezas, para que ella pasase por
la tentación. En ese caso, ella tendría
que hacer un acto de fe en la memoria.
Si ella dudase, quizás pondría en
riesgo su salvación, pues podría pensar:
“Si eso es así, ¿qué es ser católico?
¿De qué vale la Iglesia?”
La amplia señal de la cruz que ella
hizo antes de expirar, indicaba su certeza
en las verdades supereminentes.
(Extraído de conferencia de
12/8/1978)
1) Monja agustina de nacionalidad alemana,
favorecida con muchas revelaciones
místicas respecto a la vida de
Nuestro Señor Jesucristo.
2) N. del T.: En portugués, aumentativo
afectuoso de hijo.
3) Cuadro a óleo que le agradó mucho
al Dr. Plinio, pintado por uno de sus
discípulos con base en las últimas fotografías
de Doña Lucilia.