Cierta noche, el señor Antonio vio salir de aquella colmena una luz de gran intensidad. Y las abejas entraban en ella, como queriendo decirle que había en su interior un gran misterio
Un crimen terrible atribuló aquella simple y devota aldea. Toda la población estaba indignada con el robo sacrílego. Dos hombres encapuchados, de lenguaje grotesco y modos salvajes, invadieron la iglesia parroquial después de la última Misa del día, y robaron la Hostia grande, reservada para las Adoraciones solemnes que se realizaban todas las mañanas. Y lo peor de todo es que, huyendo con increíble rapidez, consiguieron esconderse en un bosque próximo, en el que desaparecieron.
Durante días, todo el pueblo, desconsolado, además de hacer vigilias en desagravio por el gran sacrilegio, registró en vano el bosque, con la intención de recuperar la sagrada partícula. Ni siquiera el señor Antonio, viejo apicultor, que conocía palmo a palmo aquellas tierras donde naciera y pasara toda su vida, consiguió encontrar ni una huella de los fugitivos.
El tiempo pasaba y el pueblo, enlutado, temía algún castigo para la aldea. Todos redoblaban las oraciones, la frecuencia en la Santa Misa y la participación en los otros actos de piedad de la parroquia. El celoso párroco llegó a pensar que tal vez la Divina Providencia hubiese permitido el terrible acontecimiento para enfervorizar a toda aquella gente.
También el señor Antonio estaba yendo todos los días a Misa, a pesar de las dificultades: vivía lejos, en los límites de la aldea, junto al bosque por donde huyeron los sacrílegos ladrones. Además, era mayor y de salud delicada.
De familia muy simple, él heredó de su padre un pequeño lugar y vivía de vender la miel producida por las laboriosas abejas de su colmenar. Era una miel deliciosa y muy apreciada en toda la región, sobre todo la de las flores del naranjo.
Viudo y sin hijos, cuidaba personalmente de las colmenas, del manzanal y del jardín. Se entretenía observando el trabajo de las abejas. Se encantaba al ver cómo eran organizadas, disciplinadas y trabajadoras, como buscaban el néctar de las flores, sobre todo en el tiempo de la floración de los naranjos, y lo llevaban a sus colmenas. De día ellas trabajaban arduamente, zumbando y volando por todos lados, entrando en las cajas con las patitas hinchadas de polen, y saliendo con ellas bien delgadas, para buscar más materia prima. Por la noche, dormían tranquilamente. No se oía entonces ni siquiera un zumbido. En las cercanías de las colmenas todo era oscuridad y silencio.
Sin embargo, pocas semanas después del robo sacrílego, el señor Antonio notó que algo extraño pasaba en el colmenar. En una de las cajas, las abejas entraban y salían con más frecuencia y todas las abejas de las otras colmenas parecían haber concentrado en ésta su trabajo.
El atento anciano decidió observar con más cuidado lo que ocurría. Se vistió su uniforme protector y entró en el colmenar. ¡Qué curioso! Parecía salir del interior de aquella caja un ruido muy suave y agradable, como si hubiese allí una cascada, cuya agua se deslizase suavemente hasta el suelo.
Un hecho todavía más impresionante se dio algún tiempo después. Era ya de noche cuando paseando por el manzanal, un enjambre de abejas comenzó a volar en torno de su cabeza, como si quisiese comunicarle algo.
— ¡Qué extraño es esto! ¿Abejas, volando y trabajando a estas horas?
—se dijo para sí mismo.
Se aproximó al colmenar y vio, con enorme asombro, que de una colmena salía una luz de gran intensidad, y las abejas entraban en ella como queriendo decirle que allí había alguna cosa.
A la mañana siguiente, se preparó rápidamente y, casi corriendo, como se lo permitían los años, se dirigió a la parroquia para asistir a Misa. Una vez que el párroco expuso el Santísimo, lo buscó en la Sacristía para contarle los extraños hechos ocurridos en su colmena.
— Eso me parece algo sobrenatural. Iré hoy mismo a ver qué está sucediendo —dijo el sacerdote. Al anochecer, acudió hasta el lugar del señor Antonio para ver la “colmena luminosa”… llevó consigo al sacristán y a otro padre que lo auxiliaba en la parroquia.
Se acercaron todos a la colmena especial del colmenar. Curiosamente, las abejas les dejaban pasar, no les hacían nada. El párroco no podía entender lo que veía: del interior de aquella caja salía una luz espléndida.
Sin titubear, mandó al señor Antonio que la abriera. Éste ni siquiera se protegió con el uniforme, pues las abejas estaban tan mansas que resultaban inofensivas.
Abierta la caja, ¡oh! ¡Maravilla! Vieron una bellísima custodia hecha de fina cera blanca, toda afiligranada, dentro de la cual estaba la Sagrada Hostia robada de la iglesia algunas semanas antes. Y alrededor de ella, las abejas tranquilas, ¡en actitud de adoración!
El párroco y sus acompañantes se arrodillaron para adorar también al Santísimo Sacramento, y dieron gracias a Dios por la manera prodigiosa con que aquellas criaturas irracionales hicieron un acto de reparación por el sacrilegio que tanto dolor había causado a los habitantes de la aldea. Sin demora, el párroco convocó a los fieles y organizó una procesión a la luz de antorchas —de la cual participaron, en enjambre, las abejas adoradoras del Santísimo Sacramento— para conducir a la parroquia la milagrosa custodia de cera conteniendo la Sagrada Hostia.
Algún tiempo después fue llevada a una capilla especialmente construida con el objetivo de hacer Adoración Perpetua a Jesús Sacramentado. Se cuenta que todos cuantos iban a pedir una gracia o a implorar la misericordia de Dios salían consolados, y muchos enfermos volvían a casa completamente curados.
Pero el mayor milagro continuaba siendo la custodia de cera, colocada en un bello relicario. Y día tras día, los fieles podían ver muchas abejas entrando por una ventana y volando alrededor del altar, como para rendir un acto de culto a la Sagrada Eucaristía.