¡Al ladrón! ¡Atrapen al ladrón!

Publicado el 12/11/2019

Un rico mercader conversa acaloradamente con un humilde artesano, celoso de su honra. Inesperadamente, el mercader sale corriendo y el artesano grita: “¡Al ladrón! ¡Atrapen al ladrón!”. ¿Qué habrá ocurrido?

 


 

Las ferias en la Europa medieval no eran como las de hoy, ruidosas aglomeraciones de puestos vendiendo frutas, legumbres, carnes, pescados y menudencias varias. Por el contrario, se trataba de inmensos mercados públicos donde participaban comerciantes de diferentes países.

 

Se realizaban en determinadas épocas del año y duraban varios días. También se vendían joyas de oro y plata, piedras preciosas, tejidos finos, tapetes orientales y todo tipo de mercancías de alto valor. Los reyes y gobernantes favorecían a tal punto estos eventos, que se convirtieron en el principal instrumento de comercio internacional.

 

De una de estas ferias regresaba un esforzado mercader. Aunque cansado por más de un mes de duro trabajo, se sentía contento por los buenos negocios que había hecho. Llevaba consigo, en una bolsa de cuero, una fortuna en monedas de oro.

 

A medio camino, Gontran –así se llamaba en homenaje a San Gontran, rey de Borgoña a fines del siglo VI– tuvo una buena idea: en vez de seguir en línea recta hasta su aldea, haría un gran desvío y pasaría a la ciudad de Amiens para contemplar la famosa imagen del Divino Salvador, conocida con el nombre de “Bello Dios de Amiens” y cuya perfección atraía a visitantes de toda Europa.

 

Así lo pensó y así lo hizo. Dirigiéndose rumbo al Norte, atravesó los verdes campos del valle del Oise y llegó en pocos días a la ribera del río Somme, para hacer cómodamente el resto del viaje en una barca.

 

Gontran era un buen comerciante, pero sobre todo un buen cristiano. Sabía apreciar las maravillas creadas por Dios y tenía un alma contemplativa. Así, lo encantaron los paisajes, las aldeas simples y los magníficos castillos que podían verse en los dos márgenes del río.

 

Cuando hubo llegado a Amiens, fue directamente a la Catedral y se quedó largo tiempo contemplando extasiado al “Bello Dios”. Después, entró para rezar frente a una imagen de la Virgen María, que recibía con sonrisa maternal a sus devotos. Se arrodilló, puso al lado su bolsa de cuero y permaneció en oración durante casi una hora. Cuando al fin decidió seguir su camino, salió distraído y… ¡olvidó la bolsa en el piso!

 

No tardó mucho en darse cuenta de lo ocurrido. Afligido volvió a la Catedral, a toda prisa, con la esperanza de hallar aún su tesoro donde lo había dejado. ¡Nada! La bolsa ya no estaba más. Buscó información con el párroco, el sacristán, con algunos fieles que por ahí encontró. Nadie había visto objeto alguno en el piso.

 

–¡Pobre de mí, lo perdí todo!– exclamó angustiado.

 

Sin embargo, en poco tiempo se calmó. Y arrodillándose otra vez ante la imagen de María, le pidió auxilio para resolver su problema. Salió preocupado, no sabía dónde ni cómo buscar, pero algo le decía en el fondo del alma que la Virgen Madre de alguna forma lo ayudaría a recuperar sus monedas de oro. A fin de cuentas, ¿qué había pasado con la valiosa bolsa?

 

En el intertanto, había llegado a rezar ante la misma imagen de la Reina Bendita un artesano que vivía cerca de la Catedral, hombre honrado y verdadero cristiano. Al llegar vio la bosa de cuero en el piso, sellada y resguardada con un pequeño remate. La tomó y de inmediato adivinó su contenido.

 

Su primera preocupación fue: “Dios mío, ¿cómo podré encontrar al verdadero dueño? Si mando pregonar en la ciudad lo que encontré, ¡no faltará gente deshonesta deseosa de apoderarse de lo que no le pertenece!”.

 

Después de pensarlo un poco y pedir ayuda a la Virgen, volvió a su casa, guardó la bolsa en el baúl y escribió en la puerta de entrada: “Si alguien perdió alguna cosa, que venga a hablar con el dueño de esta casa”.

 

Por ahí pasaba Gontran, luego de haber vagado por Amiens. Leyó el aviso en el portón, vio al artesano asomado a la ventana y le preguntó:

 

–Señor, ¿es usted el dueño de esta casa?

 

–Así es, mientras Dios lo permita. ¿En qué puedo ayudarle?

 

–Dígame: ¿quién escribió esas palabras en su portón?

 

–Mi buen amigo, pasa por aquí tanta gente, sobre todo estudiantes a quienes les gusta escribir donde sea lo primero que se les viene a la cabeza. Pero, ¿perdió algo?– dijo el artesano, fingiendo la más completa indiferencia.

 

–Todo cuanto pude juntar en años de trabajo.

 

–¿Qué cosa precisamente?

 

–Una bolsa de cuero, provista de un cierre y sellada, repleta de monedas de oro.

 

El mercader describió la bolsa hasta en sus mínimos detalles, demostrando, sin duda alguna, que era el auténtico dueño. El artesano lo invitó a entrar en casa, sacó del cofre la bolsa y se la entregó, diciéndole:

 

–Tome, aquí está. Es suya. Que Dios lo ayude y proteja.

 

Frente a semejante honestidad, Gontran, lleno de admiración, se dejó llevar por un generoso impulso de alma. “¡Oh Bello Dios de Amiens –se dijo a sí mismo– este modesto y piadoso artesano es más digno que yo de poseer esta fortuna!”. Y devolvió la bolsa al artesano, diciéndole:

 

–Señor, este dinero estará mejor en sus manos que en las mías. Quédese con él, y que Dios le dé mucha felicidad.

 

– ¡ A h, q ue ri do amigo, llévese esa bolsa por favor! ¡A usted le pertenece!

 

Gontran, no obstante, se rehusó categóricamente a aceptarla de vuelta. Y para librarse de la insistencia, salió corriendo. Partió en su persecución el artesano, gritando a todo pulmón:

 

–¡Al ladrón! ¡Atrapen al ladrón!

 

Escuchando esos gritos, los transeúntes acorralaron al mercader fugitivo y lo prendieron, diciendo al perseguidor:

 

–Aquí está el hombre, bien sujeto. ¿Qué le robó?

 

–Señores, quiso r o b a r m e l a honra y la probidad, que me he empeñado en cultivar y aumentar a lo largo de mi vida.

 

A esas alturas, ya se había congregado en la calle una pequeña multitud, en medio de la que sobresalía un miembro del Concejo Municipal, que intimó al artesano a explicar mejor el caso. Este contó entonces toda la historia, y los habitantes de Amiens le dieron la razón.

 

Y obligaron al mercader a llevarse sus monedas de oro…

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Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

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