Pedrito entró en casa cabizbajo, abatido y con cierto aire de duda, dejando afligida a su madre. ¿Qué le pasaba al pequeño? ¿Una mala nota? ¿Un malentendido entre amigos? O peor, ¿una regañina por parte del P. Antonio?…
El día despuntaba en aquella mañana de primavera en la aldea. Las inmensas plantaciones de uva parecían cargadas de piedras preciosas, pues los rayos del sol se reflejaban en las gotas de rocío que las cubrían. Un olor a pan caliente salía de las casas; por las ventanas se podía ver a los niños, vivísimos, preparándose para ir a la escuela. Unos vendedores ambulantes recorrían las calles ofreciendo sus mercancías, mientras algunos feligreses salían de la parroquia después de la Misa matutina.
Dentro de esta pintoresca escena, entramos en una casa de familia y nos encontramos con un curioso diálogo…
—¡¿Pedrito?!
—Sí, mamá.
—¿Ya estás listo para el colegio? ¿Está tu traje de monaguillo en la mochila?
—Sí, señora. Sólo me hace falta terminar de envolver este bizcocho, que está un poquito complicado…
—¿Bizcocho? ¿Para qué llevas un bizcocho? ¿Se lo vas a dar a alguien? ¿A tu profesor?
—No, mamá; es una historia muy larga. Voy a llegar atrasado si te la cuento ahora, pero te prometo que, si mi plan sale bien, te lo contaré todo.
Después de haber dejado a Pedrito en la escuela, la señora Amelia regresó a su casa un poco intrigada con la historia del bizcocho… Sin embargo, no pensaba que fuera ninguna travesura o algo desacertado, pues su hijo siempre era muy piadoso y obediente, un auténtico ejemplo para sus amigos y compañeros. Y como había entrado en el colegio aquel año, quizá sería un obsequio que deseaba hacerle a su profesor…
Hacía un día agradable y quería aprovecharlo para concluir sus quehaceres domésticos. No obstante, como madre extremosa que era, al llegar a casa le rezó al Sagrado Corazón de Jesús para pedirle que guardara a su pequeño de cualquier mal, y lo encomendó también a su Madre Santísima.
Alrededor de la una y media, Amelia solía interrumpir sus labores para esperar a Pedrito que llegaba del colegio acompañado por un caritativo señor que vivía en la zona y trabajaba en la escuela. Se quedaba vigilando desde el balcón del segundo piso de la casa para verlo aparecer por la esquina.
El horario era un poco tarde porque al finalizar las clases Pedrito ayudaba al P. Antonio, auxiliándolo como monaguillo en la iglesia de San Pedro. Cuando llegaba, como ya era tradición, entraba corriendo para abrazar a su madre, antes de deleitarse con la comida preparada por ella con todo amor y esmero.
Pero ese día Amelia percibió algo diferente en la fisonomía de su hijo: en lugar de correr presuroso hacia sus brazos y, enseguida, hacia la mesa, caminaba lento y cabizbajo, sin la acostumbrada sonrisa que traía en los labios. Siempre había sido un niño alegre y expansivo; ahora andaba abatido y con cierto aire de duda.
Afligida, la buena mujer bajó para ver qué le había pasado a su pequeño: ¿una mala nota? ¿Un malentendido entre amigos? O peor, ¿una regañina por parte del P. Antonio?… Al acercarse vio que de los ojitos del niño salían algunas lágrimas: ¡estaba llorando!
—Pedrito, ¿qué te ocurre, hijo mío?
—El P. Antonio…, mamá…
—¿Qué pasa con el señor cura? ¿Te ha llamado la atención?
—¡No, mamá! Es otra cosa… Intenté ayudarlo hoy, pero mi plan no salió bien…
Amelia se acordó del bizcocho que su hijo había llevado al colegio y del “plan” que le había mencionado por la mañana. Entonces le preguntó:
—¿El bizcocho era para el P. Antonio? ¿Le gustó?
—Sí, mamá —decía el niño entre sollozos—, el bizcocho era para él. ¡Pero mi plan no tuvo éxito! Pensé que si se lo comía ya no tendría más hambre…
—¿Cómo es eso, hijo mío? ¿El señor párroco está pasando hambre?
—Es que no sé explicar lo que ocurre… Cuando le ayudo en la Misa, varias veces he visto a un lindo niño, muy lindo de verdad, en sus manos, en lugar de la hostia, en el momento de la consagración. Después el niño va empequeñeciendo y se esconde dentro de la hostia que el sacerdote comulga. Mamá, creo que el cura está pasando hambre, pues si el niño está escondido en la hostia no podría consumirla. Por eso le llevé el bizcocho.
Amelia sonreía y lloraba al mismo tiempo, y lo comprendió todo…
—Hoy pasó por el colegio durante el recreo y fui corriendo a entregarle el bizcocho, y le dije que era el más delicioso de la aldea, para ver si le entraba ganas de comérselo. ¡Y se lo comió! Dijo que estaba muy agradecido con el regalo y que, realmente, estaba excelente. Pero luego, cuál no fue mi sorpresa, ¡durante la Misa volvió a suceder de nuevo!
La madre conocía bien la virtud y santidad del P. Antonio, y llena de espíritu sobrenatural le dijo:
—No temas, hijo mío, ¡es el Niño Jesús el que está en la sagrada hostia! Y todos los que tenemos la gracia de comulgar lo recibimos como alimento, para que Él nos transforme y santifique. Por eso has empezado la carecibirlo también en tu corazón. Agradéceles a Dios y tu ángel de la guarda el haberte dado el gran privilegio de poder contemplar al Niño Jesús.
Pedrito, boquiabierto, quedó tan lleno de entusiasmo que no pudo dormir esa noche a la espera de la Misa del día siguiente.
Como nunca, auxilió al sacerdote con entera compenetración y piedad, en la esperanza de ver otra vez al “Niño lindo”, que ahora sabía que era Dios.
¡Oh, dicha! He aquí que en el momento de la consagración el milagro sucedió de nuevo ante aquellos inocentes ojos. Lleno de veneración, Pedrito le agradeció a Jesús tan gran dádiva y se inclinó para adorarlo.
Entonces el santo Infante se dirigió a Pedrito y le dio una solemne bendición, diciendo con una mezcla de voz pueril y majestuosa: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).