Pasados unos meses en alta mar, los aventureros avistaron tierra. Pero, al desembarcar, las cosas no se desarrollaron como ellos esperaban…
En los tiempos en que Brasil aún era colonia, existían muchos aventureros que codiciaban la denominada Tierra de Santa Cruz.
—Queridos compatriotas, ¡conquistemos una buena porción de aquellos territorios!
—vociferaba un rudo marinero desde una aldea costera al otro extremo del océano—. ¡Apoderémonos de sus riquezas, sometamos a sus habitantes! A Portugal ya no le hará ninguna falta; para nosotros será el negocio de nuestras vidas. Varios de los jóvenes que lo escuchaban, deslumbrados por las promesas del experto lobo de mar, se unieron a sus huestes. El barco que comandaba ya estaba preparado para viajar y zarparía sin tardanza.
En aquella época, la travesía del Atlántico rumbo al Nuevo Mundo era muy larga. Se pasaban muchas semanas a bordo de la embarcación, durante las cuales el capitán instruía a los novatos en el uso de las armas y les prometía un futuro lleno de placeres a
los que destacaran en las conquistas.
Entre los aldeanos que siguieron al viejo capitán, uno de los más atentos y aguerridos era Franz, un joven de origen alemán que vivía errante hasta que se unió a la expedición. Su gran deseo era ser el mejor combatiente de ese ejército clandestino, hacerse rico y de ese modo organizar su propia banda. Por eso oía con mucha atención las explicaciones y se esforzaba por superar
todos los ejercicios bélicos.
Pasados unos meses en alta mar, los aventureros avistaron tierra. Las cosas, sin embargo, no se desarrollaron como ellos esperaban… Al desembarcar en aquellas hermosas playas, su ímpetu de dominio encontró fuerte resistencia entre los habitantes, muchos de ellos indígenas ya bañados en las aguas bautismales, fruto del dedicado trabajo de evangelización de los celosos misioneros que por aquí andaban.
Después de una no pequeña lucha, los invasores lograron asegurarse algunos puntos estratégicos, pero la contienda seguía. En el fragor del enfrentamiento, Franz no percibió una trampa que había entre dos palmeras y cayó dentro de un agujero; lo capturaron y lo llevaron a una celda hecha de cañas y barro.
—¿Por qué yo? —se quejaba—. ¡Si soy el mejor combatiente de nuestra cuadrilla!
De repente, mientras andaba murmurando, se sintió observado por alguien. Cuál no fue su sorpresa al divisar que entre las espesas matas unos ojitos negros y brillantes le estaban
mirando. Se trataba de una jovencita india que le estaba llevando algo de comer. En su arrogancia, Franz desvió la mirada, como si no estuviera hambriento… Ella le dejó la comida y se marchó. Contemplándola mientras se alejaba, se fijó que caminaba en dirección a una capilla y allí la estaba esperando un sacerdote, que también lo observaba…
Esta escena se repitió varios días y la curiosidad del prisionero no hacía más que aumentar. Había algo que le atraía de aquella sencilla edificación y decidió preguntárselo a la pequeña cuando apareció, una vez más, para dejarle la comida.
—¡Oye, niña! ¿Qué hacéis allí dentro?
—¿Dentro de dónde? ¿De la capilla?
—Sí, eso…
—Muchas cosas: por la mañana tenemos la Misa, porque bien temprano los hombres se marchan a la guerra; por la tarde, el sacerdote congrega a los niños para que recemos ante Jesús, en la Eucaristía, y le pidamos que nos proteja y nos defienda.
Franz sintió un escalofrío, pues se acordó de su infancia, cuando también él iba a rezar a la iglesia de su aldea… No obstante, deseando apartar el recuerdo, le preguntó con desprecio:
—¿Y tú crees de verdad que en la hostia está Jesús? —¡Por supuesto! —Vamos a ver… ¿te sabes el Padre nuestro? — indagó desafiante. —Sí que lo sé —le respondió Potira María, la pequeña india—. “Padre nuestro, que estás en el Cielo…”. —¡Vale, es suficiente! Fíjate lo que dices: ese Padre, que tú piensas que es Dios, ¡está en el Cielo! Por tanto, no puede estar en la hostia…
La niña pensó un instante y le contestó:
—Y usted, ¿ya ha oído alguna vez el Credo?
El presuntuoso prisionero se sorprendió de la osadía de la niña y balbuceó:
—Claro… Lo he oído, sí…
—¿Y sería capaz de repetirlo? Él se ruborizó, pero se arriesgó a pronunciar las palabras que hacía años quería haber olvidado…
—“Creo en Dios, Padre todopoderoso…”.
—No es necesario que continúe usted… Si Dios es todopoderoso, puede hacer lo que quiera: estar en el Cielo y al mismo tiempo en la hostia consagrada. Franz le dijo, un poco agobiado:
—Mira, no me molestes. Sólo creeré en el poder de ese Padre tuyo si Él me muestra una señal…
Potira María se dirigió a la capilla, se arrodilló muy cerca del sagrario e hizo una humilde súplica:
—Jesús mío, enséñale tu poder enviándole una señal a ese incrédulo prisionero y, por tu gracia, él podrá creer en ti…
El sacerdote entró en la iglesia en el momento en que la niña estaba rezando y se unió a su inocente oración, con la certeza de que sería atendida.
Al cabo de una semana, Franz se sorprendió de la llegada de varios de sus amigos, ahora cautivos como él.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo habéis llegado a parar hasta aquí? —le preguntó al que metieron en su celda. —Nos vimos obligados a retroceder hasta el mar. No teníamos otra salida. Empezamos a intensificar nuestros ataques y, de pronto, en el Cielo apareció una mujer con un resplandeciente niño en sus brazos, y a su lado estaba un varón que nos apuntaba severamente con su cayado y nos ordenaba que saliéramos de estas tierras. Además, los nativos nos acertaban con sus disparos ¡con la pólvora que les habíamos mojado! Era imposible que aquella pólvora mojada pudiera explotar… ¡Ha sido un verdadero milagro! Los únicos que quedamos con vida fuimos nosotros… y aquí estamos.
Franz empezó a llorar y se puso de rodillas, porque reconocía en aquel prodigio la señal que había pedido. Un pesado remordimiento fue entrando en su corazón y se acordó de todos los desvaríos de su vida… Entonces llamó al sacerdote, que estaba oyendo la conversación a distancia, para hacer una buena confesión. ¡La de años que no lo hacía!…
Sintiéndose aliviado y transformado, Franz se valió de su liderazgo para que sus compañeros abandonaran la criminosa vida a la que se habían entregado. Convertidos, todos pasaron a vivir en la Tierra de Santa Cruz como una milicia, a fin de defender el territorio de los invasores que en ella quisieran colarse.