Mientras esperaban algún comprador, tres ricos tejidos soñaban con su futura grandeza. El lino, sin embargo, se preguntaba: “¿Será que a Dios le gustará verlos así, tomados por la vanidad y el orgullo?”.
En torno al año 33 d. C., una mujer llamada Sara se había hecho famosa por su especial talento: elaboraba espléndidamente desde simples velos hasta tejidos valiosísimos, decorándolos con hilos de oro, de plata o con piedras preciosas.
Su labor era conocida incluso en los pueblos de Judea más apartados, donde todos esperaban con impaciencia el día en el que expondría sus obras en la feria cercana al Templo de Jerusalén. Aunque la demanda era enorme, la artesana nunca podía ofrecer gran cantidad de productos, pues su trabajo era arduo y no quería que sus piezas perdieran su debido valor.
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La compradora le entregó a Sara la considerable cantidad que le pedía por el tejido rojo; no obstante, éste salió decepcionado…
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Aquella semana disponía tan sólo de cuatro tejidos: el primero era de color verde turquesa, con la orla engalanada con hilos de oro; el segundo, una seda dorada rarísima, adornada con púrpura; otro, un tafetán rojo de delicada textura; y el último, un lino blanco, noble, pero muy discreto.
El sol aún no había salido y los mercaderes ya habían montado sus puestos a la espera de los compradores. Mientras tanto, los tejidos aguardaban conversando:
—¡Oh turquesa! ¿Ves cuán magníficos son mis adornos de la más hermosa púrpura? Soy digno de pertenecer a la realeza. ¡Estaría a la altura incluso de la reina de Saba!
— decía el tejido dorado.
—¿Y no te has fijado en mi brillo intenso y en la vivacidad de mi color? Puedo ser usado no sólo para engalanar a una reina, ¡sino hasta al mismo Templo! —exclamaba el rojo.
—Hermanos, grande es vuestro esplendor, pero mi colorido único y mi linda orla dorada os supera. Veamos quién de nosotros tendrá el destino más importante —completaba el turquesa, gloriándose de sus ornatos.
Allí en un rincón se encontraba el tejido blanco reflexionando: “¡Madre mía, realmente, qué extraordinaria belleza tienen! Sin embargo, ¿le gustará a Dios verlos así, tomados por la vanidad y el orgullo?”.
Los clientes empezaron a llegar. Un sirviente del gobernador romano se encantó con el dorado:
—Querida Sara, mi amo quedó arrebatado al oír hablar de tu talento y desea una de tus piezas como regalo para el César. ¿Me puedo llevar este?
—¡Claro! Aunque su precio no es nada barato…
Y allí iba el dorado pensando, orgulloso, en la admiración que sin duda le tributaría el emperador.
Otra compradora se acerca y dice:
—He ahorrado durante mucho tiempo para conseguir uno de estos bellos y raros tejidos, a fin de decorar mi casa. Me llama la atención ese rojo.
Y enseguida lo cogió, entregándole a Sara la considerable cantidad que le pedía por la mercancía. No obstante, el tejido salió decepcionado, pues no sería usado para grandes cosas…
Poco después llegó la vez de una mujer arrogante, cuyos vestidos denotaban buena posición:
—Sara, he venido buscando un tejido que sirva para engalanar mi palacio. Quiero uno que llame la atención… Oh, ese verde turquesa me agrada muchísimo. Me lo llevo.
—Vale, pero si me paga el doble de lo que cuesta, porque varias personas me lo pidieron antes.
La compra fue hecha. El turquesa se marchó imaginándose a todos los que lo mirarían en el palacio y los elogios que recibiría de los visitantes.
Pero ninguno de los clientes se interesaba por la pieza de lino. Entonces Sara decidió retirarla para enriquecerla con bordados y presentarla en una próxima ocasión y despidió al resto de los clientes.
Mientras unos salían cabizbajos y otros protestando llegó apresurada Rut, una antigua compañera de la artesana, implorándole un tejido. Sin embargo, Sara se disculpaba diciendo:
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Cuando Verónica lo vio todo herido y ensangrentado, su corazón ardió en deseos de poder aliviarlo
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—Amiga mía, infelizmente ya no me queda nada más de valor. Ya lo he vendido todo.
—¡Ay, Sara, me contento con el más sencillo que tengas! Quiero regalárselo a una mujer que conocí durante las predicaciones del Maestro que embelesaba a todos con sus palabras, en los alrededores de Jerusalén.
—¡Anda! ¿Será algún pariente del profeta Simeón? Bueno, aún tengo uno. Es blanco, pero sin ningún adorno, aunque de lino finísimo. No sé si te va a gustar; si lo quieres, ni te lo cobro.
Rut asintió inmediatamente y se marchó enseguida, llevándose el tejido blanco, el cual pensaba consigo mismo: “Dios ha escuchado mis oraciones, por lo menos le seré útil a alguien. No obstante, ¿será que mi futura dueña me guardará en un arcón y me dejará allí olvidado? Que se haga la voluntad del Señor. Quién sabe si logro ver predicando a ese hombre tan extraordinario…”.
Al día siguiente, viernes, Rut salió bien temprano para visitar a su amiga:
—Hola, Verónica. Quería darte este tejido en señal de nuestra amistad; es una de las piezas que hace la célebre artesana Sara.
—Hola, Rut. Te lo agradezco inmensamente. ¡Es un lino estupendo! Me habría gustado que entraras ahora en casa para que charláramos un poco, pero justo en este momento estaba saliendo para intentar encontrar al Maestro, pues me he enterado de que está en los alrededores. ¿Me acompañas?
Sin esperar más, las dos partieron presurosamente. Rut, llena de expectativa, no percibió siquiera que la fisonomía de Verónica estaba un poco contraída, traspareciendo gran preocupación. En medio del camino empezaron a escuchar:
—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!
Era el vocerío de una turba que se dirigía a las afueras de la ciudad. Asustadas, ambas corrieron para ver quién estaría sufriendo tamaña deshonra. Era aquel al que tantas veces habían oído predicar y hacer el bien: Jesús, el hijo de María.
Cuando Verónica lo vio todo herido, ensangrentado, coronado de espinas y cargando una pesada cruz sobre sus hombros, su corazón ardió en deseos de poder aliviarlo de alguna forma. Sin pensárselo dos veces, corrió hasta Él y con delicadeza le enjugó la cara usando el tejido que le acababan de regalar. El Salvador la miró desbordante de gratitud y, en esos rápidos segundos, ella lo conoció más que en todas las predicaciones a las que había asistido.
¡Cuál no fue su sorpresa cuando, al alejarse del divino Maestro que proseguía su recorrido doloroso, vio que su santo rostro había quedado estampado en el lino! Y el discreto tejido, ¡cuánta felicidad experimentaba ahora! ¿De qué valían todas las riquezas y todos los elogios comparados con tener grabada la Santa Faz de Jesús?
Al acariciar con sus albos hilos aquel semblante casi desfigurado, el lino se transformó en una valiosa reliquia, imagen perfecta del propio Dios, y comprendió que no hay mayor grandeza y gloria en este mundo que asociarse a los sufrimientos del Redentor.