Al girar sorprendido, el hermano Bartolomé vio salir al loro por la ventana. Alcanzó a gritar llamándolo, pero ya volaba por sobre la copa de los árboles. Era el peor momento para escapar…
El ambiente alegre y festivo de una antigua feria medieval era contagioso: centenares de personas, adultos, jóvenes y niños, se movían continuamente, hablaban, cantaban, gesticulaban, discutían precios o sencillamente se distraían. ¿Iban a comprar, a comer o sólo a ver novedades? Todo eso y algo más. En esas ferias se podía encontrarlo todo.
En una tienda, un extranjero de larga barba oscura vendía tejidos preciosos de los más variados colores; a su lado, un herrero demostraba la calidad de sus cuchillos (“¡véalo, señora, jamás pierde el filo!”); más allá, un gordo y bonachón carnicero, con el delantal salpicado de manchas de sangre, pesaba un trozo de carne en una balanza de discutible precisión.
En medio de la amalgama de voces e idiomas, de niños que lloraban y de vendedores que pregonaban sus mercaderías, el sonido de toda clase de instrumentos llenaba los aires, pues la música nunca faltaba en tales ocasiones…
* * *
Aquel día, entre la muchedumbre llena con vida y color, caminaba un hombre de barba, edad mediana, baja estatura, un poco calvo y bastante delgado. Vestía una ajada túnica de color marrón, con una cuerda atada en la cintura, y parecía muy estimado, ya que casi todos lo saludaban cordialmente, a lo que él respondía del mismo modo. Se detenía a conversar unos instantes con el panadero y metía dos panes en un gran saco que llevaba consigo; poco después tomaba un queso; algunos pasos más una docena de manzanas, en otra tienda tres repollos. Pero curiosamente no pagaba un solo centavo a nadie.
¿Cómo explicarlo? Es que el buen hombre, un hermano lego franciscano conocido como Fray Bartolomé, recolectaba donaciones para su monasterio.
Después de recorrer buena parte de la feria, y con el saco casi lleno, fue a despedirse de un antiguo conocido, el viejo Simón. Éste no ofrecía alimentos ni tejidos, pero su tienda estaba siempre llena de gente curiosa: vendía aves cantoras y decorativas.
–¡Buen día, Simón! ¿Cuál es la novedad de hoy?
–¡Fray Bartolomé! Por desgracia llega tarde… Vendí temprano un hermoso pavo real para la condesa. ¡Qué animal más bonito! Estoy seguro que hubiera quedado encantado de verlo.
Mientras hablaba, el viejo sacaba un lorito del interior de una jaula y lo ponía encima de la mesa. El pájaro, sin embargo, se quedó quieto, sin hacer el menor intento de fuga. Parecía atontado, ya que se balanceaba de un lado a otro.
–¿Y esta avecita?– preguntó el monje.
–Ah, este loro está muy enfermo, es posible que muera, y yo no tengo paciencia ni tiempo para cuidarlo. Estoy pensando en torcerle el pescuezo para que no sufra más.
–¡Oh, no lo haga! ¿Por qué no me lo da?
–Oiga hermano, ya sé que muchas veces falta comida en el convento, ¿pero ahora quiere cocinar un loro?– preguntó el viejo Simón, sorprendido.
–¡Claro que no! Déme el pajarito, lo alimentaré y sanaré.
–Claro que sí, hermano, claro que sí. No pierdo nada, hasta me hace un favor si se lo lleva. Aquí lo tiene.
Y le entregó el pájaro enfermo.
* * *
Bajo los cuidados del bondadoso hermano el loro se curó, creció y se cubrió de llamativas plumas nuevas. Muy pronto además, haciendo honor a los atributos de su especie, se puso a imitar lo que hablaban los monjes. El hermano Bartolomé, animado, comenzó a enseñarle el Avemaría.
–¿Y ahora qué, hermano? ¿Quiere catequizar al pajarito?– bromeó un monje.
–Vamos, ¿no le gusta ver al animalito repitiendo la Salutación Angélica?
Decía en voz alta: “¡Ave María!” El pajarito repetía con su “acento” característico: “¡Ave María!”
El Padre Guardián del convento, que pasaba por ahí, también sonrió al ver a Fray Bartolomé en sus afanes con el ave, y lo previno:
–Cuidado con su “alumno”, hermano, porque esta tarde Jacques, el halconero, ha bajado al valle.
De hecho, al mirar por la ventana, Fray Bartolomé pudo verlo en la lejanía. Tenía serias razones para no simpatizar con el halconero. Jacques sabía que en torno al monasterio franciscano siempre volaban pájaros de varias especies, atraídos por el silencio y la paz de aquel refugio. Así, cuando la caza no era buena en los valles de la región, llegaba a las cercanías del convento, seguro de encontrar presas fáciles y desprevenidas en los tejados de los frailes.
Muchas veces Bartolomé había visto perecer las palomas más blancas en las garras de los halcones. Pero lo que más le dolía era que Jacques fuera un mal cristiano que frecuentaba tabernas y escarnecía la fe popular.
El fraile, inmerso en estas cavilaciones, volvió en sí al oír una voz de alarma:
–¡Cuidado, fray Bartolomé, el loro se escapó!
Al girar sorprendido, el hermano Bartolomé vio salir al pájaro por la ventana. Alcanzó a gritar, llamándolo, pero ya volaba sobre la copa de los árboles. Era justo el peor momento para huir… El buen fraile vio a lo lejos un gran halcón, que volando en círculos en busca de alguna presa, súbitamente avistó al loro y se precipitó sobre él como una flecha. En vano el franciscano quiso advertírselo; el pequeño pájaro ni siquiera oía su voz.
Cuando por fin se percató del peligro, era ya demasiado tarde: tenía al halcón encima. Despavorido, el loro no tuvo sino la reacción instintiva de gritar tan fuerte como podía:
–¡Ave María!
Cuál no fue la sorpresa de todos al ver que, tan pronto como el grito salió del ave aterrorizada, el halcón cayó por tierra, muerto, como si un rayo lo hubiera fulminado…